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🌼 viernes 03 mayo 2024
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Un aljibe de palabras escurridizas

Organizamos una excursión campestre para ver cómo habían quedado las ramblas y los caminos después de las intensas lluvias. Nuestro vecino Pelayo caminaba ufano y sonriente, este hombre tiene el semblante de a quien le acaban de dar una buena noticia.

El sol calentaba y eso que era temprano. El primero, capitaneando el grupo y pensativo, iba Salvador con botas de montaña, una ramita de romero en la boca y mirando al horizonte como si quisiese alcanzar algo lejano; me recordó por un momento al hidalgo Don Quijote, pero a pie. Mi amigo siempre se pregunta qué hay más allá del horizonte, o al otro lado de las montañas.

Detrás iban la Pascui y el Panocha; este se ha vuelto un caminante incansable.

El grupo de retaguardia lo formábamos cinco: Ana y Concha que canturreaban canciones de los ochenta; Vicente y yo, que hablábamos del verano que se nos viene encima, pues los dos somos alérgicos al sol, a las moscas y al calor; él dice que le habría gustado nacer escandinavo.

Algo más rezagado venía Pedrito, que anda lamentándose de su último desengaño amoroso.

Los perros Saturno y Turko correteaban por ribazos y pedregales, persiguiendo conejos.

Nos cruzamos con una mujer menuda de caminar ligero que gesticulaba en exceso y al llegar a nuestra altura nos lanzó una retahíla de improperios incompresibles del que solo alcanzamos a entender el final de la frase: «Que os den por el culo, jodidos cantamañanas», y siguió murmurando como si hablase con el aire.

Nos miramos asombrados y pensamos que estaba algo trastornada.

En un cruce de caminos apareció un aljibe. Tras su desvencijada puerta de madera había una cuerda de esparto y cubo de cinc; hacía mucho calor y Salvador, que tenía sed, decidió sacar agua, la garrucha chirriaba como un animal herido y nuestro amigo lo hizo todo lento y ceremonioso.

Le dimos prisa, todos teníamos sed y cuando el cubo apareció fresco y chorreante nos pusimos en cola para beber; unos llenaron su cantimplora y otros bebimos directamente del cubo. Estaba fresca, transparente y solo sabía a agua, como tiene que ser.

El Panocha fue el último, pero antes de beber nos recitó una oda al agua de un poeta desconocido, después bebió, casi se atraganta y hubo que darle unos golpes en la espalda, se estaba reponiendo de las toses cuando llegó una mujer exuberante que nadie había visto llegar. Mi amigo le ofreció el cubo y esta dio las gracias, pero no bebió. En el abrevadero bebieron nuestros perros y nos refugiamos a la sombra de un pino enorme pegado al cercano aljibe. La mujer exuberante se asomó al pozo y dio un grito sobrecogedor como si insultara a alguien que habitase en el fondo y sin despedirse desapareció; nos miramos extrañados y los perros ladraron rabiosos. Los calmamos.

A causa de la sed, no reparamos en un cartel que, en la parte posterior, advertía de los efectos secundarios que provocaba la ingestión del agua de aquel misterioso aljibe. Decía así: Sediento que caminas por el mundo sin rumbo, si bebes de mí, quedaras condenado a decir palabras sin sentido y a no confiar en nadie durante dos jornada enteras con sus noches y sus amaneceres, 48 horas en las que no podrás controlar lo que dices. ¡Soy el aljibe de las palabras escurridizas, al beber de mí encontrarás la duda y la locuacidad descontrolada! Mi agua saciará tu sed y acelerará tus pensamientos.

A Pedrito se le ocurrió una brillante idea: Embotellar agua del aljibe misterioso y dársela a beber a los candidatos antes de los mítines electorales.

―¡La campaña electoral será mucho más entretenida! ―A todos nos dio una risa incontrolable, pero el jovenzuelo se nos desmayó, un dolor intenso de barriga lo dejó fuera de juego.

Unos segundos más tarde, empezamos a decir palabras sin sentido y solo a Ana, que no había bebido, se le ocurrió la solución:

―Volvamos a nuestras casas por separado y después de dos días nos veremos, solo así no nos diremos cosas de las que seguramente nos arrepentiremos.

El Panocha salió corriendo dejando a la Pascui desconcertada; esta recitaba a toda velocidad versos de Góngora y se escondió detrás de un olivo. Salvador empezó a caminar por una senda que va hacia la Sierra Salinas y gritaba insultos; Concha, sin decir nada y tapándose la boca, se fue hacia el pueblo; Vicente y yo nos miramos con desprecio y él se largó campo a través tropezando y lanzando estrofas de Quevedo; Pelayo corría monte arriba riendo y gritaba «¡ganaron los nuestros!», mientras su perro lo perseguía ladrando.

Ana me tapó la boca con su pañuelo, Saturno me miraba con desconfianza y no se me acercaba. Al llegar a casa, Ana me dio una pastilla y me mantuvo dormido las 48 horas. Tuve unas pesadillas espantosas. No nos hemos visto desde entonces.


Relatos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Organizamos una excursión campestre para ver cómo habían quedado las ramblas y los caminos después de las intensas lluvias. Nuestro vecino Pelayo caminaba ufano y sonriente, este hombre tiene el semblante de a quien le acaban de dar una buena noticia.

El sol calentaba y eso que era temprano. El primero, capitaneando el grupo y pensativo, iba Salvador con botas de montaña, una ramita de romero en la boca y mirando al horizonte como si quisiese alcanzar algo lejano; me recordó por un momento al hidalgo Don Quijote, pero a pie. Mi amigo siempre se pregunta qué hay más allá del horizonte, o al otro lado de las montañas.

Detrás iban la Pascui y el Panocha; este se ha vuelto un caminante incansable.

El grupo de retaguardia lo formábamos cinco: Ana y Concha que canturreaban canciones de los ochenta; Vicente y yo, que hablábamos del verano que se nos viene encima, pues los dos somos alérgicos al sol, a las moscas y al calor; él dice que le habría gustado nacer escandinavo.

Algo más rezagado venía Pedrito, que anda lamentándose de su último desengaño amoroso.

Los perros Saturno y Turko correteaban por ribazos y pedregales, persiguiendo conejos.

Nos cruzamos con una mujer menuda de caminar ligero que gesticulaba en exceso y al llegar a nuestra altura nos lanzó una retahíla de improperios incompresibles del que solo alcanzamos a entender el final de la frase: «Que os den por el culo, jodidos cantamañanas», y siguió murmurando como si hablase con el aire.

Nos miramos asombrados y pensamos que estaba algo trastornada.

En un cruce de caminos apareció un aljibe. Tras su desvencijada puerta de madera había una cuerda de esparto y cubo de cinc; hacía mucho calor y Salvador, que tenía sed, decidió sacar agua, la garrucha chirriaba como un animal herido y nuestro amigo lo hizo todo lento y ceremonioso.

Le dimos prisa, todos teníamos sed y cuando el cubo apareció fresco y chorreante nos pusimos en cola para beber; unos llenaron su cantimplora y otros bebimos directamente del cubo. Estaba fresca, transparente y solo sabía a agua, como tiene que ser.

El Panocha fue el último, pero antes de beber nos recitó una oda al agua de un poeta desconocido, después bebió, casi se atraganta y hubo que darle unos golpes en la espalda, se estaba reponiendo de las toses cuando llegó una mujer exuberante que nadie había visto llegar. Mi amigo le ofreció el cubo y esta dio las gracias, pero no bebió. En el abrevadero bebieron nuestros perros y nos refugiamos a la sombra de un pino enorme pegado al cercano aljibe. La mujer exuberante se asomó al pozo y dio un grito sobrecogedor como si insultara a alguien que habitase en el fondo y sin despedirse desapareció; nos miramos extrañados y los perros ladraron rabiosos. Los calmamos.

A causa de la sed, no reparamos en un cartel que, en la parte posterior, advertía de los efectos secundarios que provocaba la ingestión del agua de aquel misterioso aljibe. Decía así: Sediento que caminas por el mundo sin rumbo, si bebes de mí, quedaras condenado a decir palabras sin sentido y a no confiar en nadie durante dos jornada enteras con sus noches y sus amaneceres, 48 horas en las que no podrás controlar lo que dices. ¡Soy el aljibe de las palabras escurridizas, al beber de mí encontrarás la duda y la locuacidad descontrolada! Mi agua saciará tu sed y acelerará tus pensamientos.

A Pedrito se le ocurrió una brillante idea: Embotellar agua del aljibe misterioso y dársela a beber a los candidatos antes de los mítines electorales.

―¡La campaña electoral será mucho más entretenida! ―A todos nos dio una risa incontrolable, pero el jovenzuelo se nos desmayó, un dolor intenso de barriga lo dejó fuera de juego.

Unos segundos más tarde, empezamos a decir palabras sin sentido y solo a Ana, que no había bebido, se le ocurrió la solución:

―Volvamos a nuestras casas por separado y después de dos días nos veremos, solo así no nos diremos cosas de las que seguramente nos arrepentiremos.

El Panocha salió corriendo dejando a la Pascui desconcertada; esta recitaba a toda velocidad versos de Góngora y se escondió detrás de un olivo. Salvador empezó a caminar por una senda que va hacia la Sierra Salinas y gritaba insultos; Concha, sin decir nada y tapándose la boca, se fue hacia el pueblo; Vicente y yo nos miramos con desprecio y él se largó campo a través tropezando y lanzando estrofas de Quevedo; Pelayo corría monte arriba riendo y gritaba «¡ganaron los nuestros!», mientras su perro lo perseguía ladrando.

Ana me tapó la boca con su pañuelo, Saturno me miraba con desconfianza y no se me acercaba. Al llegar a casa, Ana me dio una pastilla y me mantuvo dormido las 48 horas. Tuve unas pesadillas espantosas. No nos hemos visto desde entonces.


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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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