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🍁 jueves 21 noviembre 2024
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Con la comida no se juega

Cuando las personas provenientes del mundo rural llegaron en masa a las ciudades se podía apreciar la gran diferencia entre urbanitas y campesinos en su relación con la comida: unos comían con las manos y mantenían un vínculo cercano y casi reverencial con los alimentos porque conocían su procedencia; mientras que otros, sobre todos los burgueses, utilizaban cubiertos y servían su comida en manteles de algodón fino y sobre vajilla lujosa.

En ese debate se hacían también divisiones entre las formas de comer de los exhibicionistas presuntuosos y los humildes, o entre los ansiosos y los moderados; pero ese era un antiguo debate que con el tiempo ha quedado en desuso. Ahora todo el mundo come en público, en una terraza invadiendo las aceras quitando espacio a los peatones, mientras rugen motores o niños gritando y luego fotografían el condumio y lo suben a las redes.

Comer ha pasado a ser un acontecimiento social publico y publicable; nunca una actividad humana se convirtió en algo tan vulgar.

Ya no tengo teléfono móvil, no soportaba los mensajes de WhatsApp ni las llamadas intempestivas. Considero que la hora de la comida es un momento íntimo que no admite interrupciones. Por cierto, cuando veo a la gente haciendo fotos de la comida siempre pienso que de niños pasaron hambre, o quizás es el reflejo de un país acostumbrado a la desnutrición y ahora que tienen delante un plato de comida sustanciosa necesitan contarle al mundo que por fin van a comer. Suelen ser muy fotografiados platos muy adornados, pero de poca sustancia alimenticia.

Y a esos que en la mesa, entre cucharada y cucharada consultan su teléfono, habría que retirarles el plato en un descuido.

No me gusta comer en restaurantes, bares o tabernas y menos todavía en la vía pública; considero que comer rodeado de gente que no conozco es una exhibición gratuita. Además, soy un hombre de costumbres sanas: cada día me regalo una siesta en el sofá con mi perro a los pies. Envidio a esos norteamericanos que duermen la siesta en una mecedora en el porche de su casa, escopeta en mano; el que interrumpe una siesta se merece la pena máxima y sin juicio previo.

Hasta ayer ponía el teléfono en silencio y al despertar lo conectaba encontrándome siempre algún mensaje de compañías de teléfono, encuestas o cualquier otra impertinencia. He mandado a freír espárragos a todas las pobres criaturas de empresas de teleoperadoras nacionales y extranjeras, y como estaba seguro de que volverían a llamarme cualquier día, porque a esta gente no hay manera de quitársela de encima, he destrozado el móvil a martillazos. La gente desagradable es fiel y te persigue de por vida; sin embrago, como tengas algún desacuerdo ideológico con alguien a quien aprecies, puedes perderlo como amigo para siempre. «Quizás no erais tan amigos como pensabas», me dice Ana; y ya se sabe que las mujeres suelen ser mas certeras en esos temas.

En Yecla hay más posibilidades de que te inviten a comer a su casa de campo de que te den los buenos días. La distancia social creo que la entiende muy poca gente en este país; en eso envidio a los suecos. Y cuando alguien osa acercarse (que por cierto se acercan demasiado) diciendo: ¿Te acuerdas de nuestra época en el colegio cuando nos daban leche en polvo de los americanos?, yo siempre respondo:

—¡No, nunca fui al colegio en Yecla, nunca he probado esa mierda y no somos de la misma época! —Y lo hago con tal rotundidad que hago dudar a mi oponente de si me conocía o no. En verdad, ya no soy aquel que vivió aquí e hizo lo que hizo y pensó lo que pensó, ahora soy otro.

Pero volvamos a la comida: el colmo de mi desgracia es que me aborda de vez en cuando un primo de Ana y me llama pariente y está empeñado en invitarme a comer unas gachasmigas en su campo. No quisiera mandarlo a tomar por culo por respeto a la familia, pero le he aclarado que soy alérgico al trigo, que los ajos me producen nauseas y que no tengo tiempo.

Para quien no sepa qué son las gachasmigas, se las describiré con claridad y sin idealismos culinarios. Como todo en nuestro pueblo tiene que ver con la cocina manchega, pero a lo pobre: Es un amasijo de aceite y harina, al que, después de freír ocho o diez ajos, añaden agua y lo aglutinan todo dando vueltas y volteándolas cada rato (cosa que algunos hacen con mucho arte) hasta que alcanza una consistencia parecida a una tortilla francesa, pero de aspecto gris y en una sartén enorme. Para colmo, lo comen sopando con pan y bebiendo vino local alrededor todos de dicha sartén como adorando a un santo. Al final, para completar el menú añaden tiras de tocinico, longanizas y morcillas por si alguien se queda con hambre. ¡Ah y siempre hay niños correteando y dando la murga!

Hay un paisano que cada vez que me lo encuentro me habla de las rebanadas de pan con vino y azúcar. ¿Te acuerdas Teo del frío que pasábamos jugando en la calle?
—No me acuerdo de nada, tengo principio de alzhéimer —le contesto poniendo cara de despistado. Debe ser que solo recuerdan lo que comían, cuando lo interesante eran los partidos de tres horas que jugábamos hasta que anochecía o hasta que nuestra madre nos llamaba a gritos.

Blog de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Cuando las personas provenientes del mundo rural llegaron en masa a las ciudades se podía apreciar la gran diferencia entre urbanitas y campesinos en su relación con la comida: unos comían con las manos y mantenían un vínculo cercano y casi reverencial con los alimentos porque conocían su procedencia; mientras que otros, sobre todos los burgueses, utilizaban cubiertos y servían su comida en manteles de algodón fino y sobre vajilla lujosa.

En ese debate se hacían también divisiones entre las formas de comer de los exhibicionistas presuntuosos y los humildes, o entre los ansiosos y los moderados; pero ese era un antiguo debate que con el tiempo ha quedado en desuso. Ahora todo el mundo come en público, en una terraza invadiendo las aceras quitando espacio a los peatones, mientras rugen motores o niños gritando y luego fotografían el condumio y lo suben a las redes.

Comer ha pasado a ser un acontecimiento social publico y publicable; nunca una actividad humana se convirtió en algo tan vulgar.

Ya no tengo teléfono móvil, no soportaba los mensajes de WhatsApp ni las llamadas intempestivas. Considero que la hora de la comida es un momento íntimo que no admite interrupciones. Por cierto, cuando veo a la gente haciendo fotos de la comida siempre pienso que de niños pasaron hambre, o quizás es el reflejo de un país acostumbrado a la desnutrición y ahora que tienen delante un plato de comida sustanciosa necesitan contarle al mundo que por fin van a comer. Suelen ser muy fotografiados platos muy adornados, pero de poca sustancia alimenticia.

Y a esos que en la mesa, entre cucharada y cucharada consultan su teléfono, habría que retirarles el plato en un descuido.

No me gusta comer en restaurantes, bares o tabernas y menos todavía en la vía pública; considero que comer rodeado de gente que no conozco es una exhibición gratuita. Además, soy un hombre de costumbres sanas: cada día me regalo una siesta en el sofá con mi perro a los pies. Envidio a esos norteamericanos que duermen la siesta en una mecedora en el porche de su casa, escopeta en mano; el que interrumpe una siesta se merece la pena máxima y sin juicio previo.

Hasta ayer ponía el teléfono en silencio y al despertar lo conectaba encontrándome siempre algún mensaje de compañías de teléfono, encuestas o cualquier otra impertinencia. He mandado a freír espárragos a todas las pobres criaturas de empresas de teleoperadoras nacionales y extranjeras, y como estaba seguro de que volverían a llamarme cualquier día, porque a esta gente no hay manera de quitársela de encima, he destrozado el móvil a martillazos. La gente desagradable es fiel y te persigue de por vida; sin embrago, como tengas algún desacuerdo ideológico con alguien a quien aprecies, puedes perderlo como amigo para siempre. «Quizás no erais tan amigos como pensabas», me dice Ana; y ya se sabe que las mujeres suelen ser mas certeras en esos temas.

En Yecla hay más posibilidades de que te inviten a comer a su casa de campo de que te den los buenos días. La distancia social creo que la entiende muy poca gente en este país; en eso envidio a los suecos. Y cuando alguien osa acercarse (que por cierto se acercan demasiado) diciendo: ¿Te acuerdas de nuestra época en el colegio cuando nos daban leche en polvo de los americanos?, yo siempre respondo:

—¡No, nunca fui al colegio en Yecla, nunca he probado esa mierda y no somos de la misma época! —Y lo hago con tal rotundidad que hago dudar a mi oponente de si me conocía o no. En verdad, ya no soy aquel que vivió aquí e hizo lo que hizo y pensó lo que pensó, ahora soy otro.

Pero volvamos a la comida: el colmo de mi desgracia es que me aborda de vez en cuando un primo de Ana y me llama pariente y está empeñado en invitarme a comer unas gachasmigas en su campo. No quisiera mandarlo a tomar por culo por respeto a la familia, pero le he aclarado que soy alérgico al trigo, que los ajos me producen nauseas y que no tengo tiempo.

Para quien no sepa qué son las gachasmigas, se las describiré con claridad y sin idealismos culinarios. Como todo en nuestro pueblo tiene que ver con la cocina manchega, pero a lo pobre: Es un amasijo de aceite y harina, al que, después de freír ocho o diez ajos, añaden agua y lo aglutinan todo dando vueltas y volteándolas cada rato (cosa que algunos hacen con mucho arte) hasta que alcanza una consistencia parecida a una tortilla francesa, pero de aspecto gris y en una sartén enorme. Para colmo, lo comen sopando con pan y bebiendo vino local alrededor todos de dicha sartén como adorando a un santo. Al final, para completar el menú añaden tiras de tocinico, longanizas y morcillas por si alguien se queda con hambre. ¡Ah y siempre hay niños correteando y dando la murga!

Hay un paisano que cada vez que me lo encuentro me habla de las rebanadas de pan con vino y azúcar. ¿Te acuerdas Teo del frío que pasábamos jugando en la calle?
—No me acuerdo de nada, tengo principio de alzhéimer —le contesto poniendo cara de despistado. Debe ser que solo recuerdan lo que comían, cuando lo interesante eran los partidos de tres horas que jugábamos hasta que anochecía o hasta que nuestra madre nos llamaba a gritos.

Blog de Teo Carpena

Teo Carpena
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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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2 COMENTARIOS

  1. Me gusta su texto de hoy. Con respecto a las gachasmigas yo cuando hemos coincidido para comer soy el primero o segundo en ponerme un trozo en mi plato pues más de una vez el evento ha terminado en discusión pues algunos tienen el poco miramiento de: coger un buen trozo de pan, sacar una sopa, morderla y después volver a mojar con el trozo mordido en la gacahsmigas de todos, ¡ARRRgggg a compartir ADN con todos, que ascooooo! , ¡¡ joder, saca una sopa, cómetela y después coge otra nueva, no hagas esa marranería……jajajaj. Respecto a las compañías de telefonía llegó un momento en que me llamabas dos o tres veces al día, ya desesperado le dije al tipo que no me interesaba su maldita tarifa y que no volviese a llamar NUNCA, que me dejaran el paaaaz , ¡¡ Pero es una oferta que no tienen otras compañías!!!. – ..¡¡ No me vuelvan a llamar, no quiero su oferta, me están llamando dos ves al día, NO ME LLAMEN MÁS……..¿Pero oiga…….. !! Clonk……..Y de momento ya no han vuelto a llamar.

  2. Hola Teo, unos apuntes a completar tú buen relato. Esa es la idea al menos.
    ¿Porqué a todos nos tiene que gustar lo mismo? Comer en un restaurante me gusta, algo que lo puedo hacer solo de vez en cuando. ¿Comer en la calle porqué no? Siempre que no se te hiele el alma.
    Los móviles si hay que aparcarlo no solo en las comidas seguramente durante mucho más tiempo.
    Coincido con la «m» de la leche en polvo que enviaban los EEUU, en concepto de ayuda a la dictadura, no así un queso que venía en latas altas y redondas que estaba muy bueno. Ya de forma esporádica también llegaron a dar chocolate en las escuelas de entonces.
    Las gachasmigas me gustan, no tanto las migas murcianas. Además de ser básicamente un alimento que valía para llenar la «barriga» en tiempos de escasez, de fácil consecución en la Yecla agraria de entonces.
    Unas gachasmigas, con el pan, ajos, tocino, unos tragos de vino y ríete del frío. Ya podían iniciar la jornada y ponerse a labrar.
    Hubo un tiempo que las gachasmigas parecían estar reservadas a los del campo, hasta que aparecen los de la ciudad y cogen este plato típico como estandarte, lo hacen suyo y se presenta como algo de vanguardia y buen gusto. Hasta han resucitado el «pan vino y azúcar» y el «pan aceite y sal».
    Hoy con tantas casas en los campos es algo corriente que algún amiguete no te invite a unas gachasmigas por motivo…de lo que sea.

    Hasta aquí llega esta pequeña aportación. En espera de que hoy no haga mucho aire, ya que las cabezas se van en días así. Siempre habrá algún Pepe Penas.

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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