Andaba algo desesperada recientemente un sábado por la noche. Después de toda una larga semana de trabajo no sabía en qué emplear ese tiempo muerto que nos ha proporcionado esta situación de pandemia que nos tiene recluidos en casa. Nos ha cerrado los bares, los cines, los teatros; tampoco podemos ir a casa de nadie a pasar un rato de tertulia como hacíamos antes, ni estar con la familia más cercana. De pronto, vi que esa noche retransmitían los premios Goya por televisión: ¡Qué ilusión me hizo! ¡Mira por donde, ya tenía plan!
Salvador, para no aburrirse, suele ir al campo a hacer cualquier cosa que se le ocurra: podar los olivos, las viñas, quitar malas hierbas en el huerto, mirar la luna o charlar con nuestro amigo Teo Carpena, para el que tanto mi marido como yo trabajamos. Bueno, bien sabéis de quién os hablo: del franchute, como le llaman por aquí, que se ha venido a vivir al pueblo no hace mucho. Así que se me ocurrió preparar una cena especial para cuando volviera Salvador y ver juntos la gala; al menos yo, porque mi marido cuando se sienta en el sofá se queda frito; trabaja mucho el pobre.
Tengo que decir a favor de la Gala que me gustó más que otros años. Banderas, como presentador, puso el listón muy alto: serio, elegante, sensible y más guapo que nunca. No eché de menos el humor al que se suele recurrir año tras año, quizá porque las cosas no están para muchas risas, creo yo. ¿O sí? Es precisamente el humor lo que nos puede librar de este desasosiego.
El evento se celebró en Málaga, con la orquesta sinfónica de esta ciudad de fondo musical y acompañando a las distintas intérpretes, todas mujeres, supongo que por aquello de ser la víspera del 8 de marzo. Parece que en esos días hay que dar el protagonismo a las mujeres como consuelo de no dárnoslo el resto del año; pues bien, la orquesta fue una delicia.
Este año, con eso de que los cines andan cerrados, el de aquí y los de los pueblos vecinos (en Yecla solemos ir a Petrer, que hay varias salas y una oferta más variada), no había visto casi ninguna de las películas que optaban a los premios, así que tomé nota de las que más me interesaron. Hoy quiero hablaros de una en particular, que conseguí ver justo al día siguiente en una de esas plataformas a las que estoy suscrita porque, aunque sea una mujer sencilla y ya tenga una edad, vivo en el mundo y en 2021, y sin internet en casa no eres nadie. Además, tengo hijos jóvenes que me asesoran en estas cosas.
La película en cuestión tiene por título “Las niñas” de la directora Pilar Palomero, una joven aragonesa de 40 años. Un grupo de niñas, preadolescentes, que estudian en un colegio de monjas son las protagonistas de la trama, entre las que hay que destacar al personaje de Celia, una de estas chicas bajo cuya mirada se desarrolla la historia. Celia vive sola con su madre, una mujer joven y trabajadora que guarda el secreto de la paternidad de la niña, lo que origina conflicto entre ellas.
El tema me atrajo desde el primer momento porque me vi en ella representada. De pronto, vinieron a mi mente, con todo lujo de detalles, momentos vividos dentro de aquellos muros del colegio de “La Inmaculada” donde estudié y que creía haber olvidado. Puedo describir, sin equivocarme, el patio de abajo, con el pozo en el centro, que debíamos esquivar con habilidad para no estamparnos contra él en las carreras huyendo de la perseguidora de turno; la campanilla metálica junto a la puerta de acceso al convento, o zona residencial de las religiosas, que sonaba cada vez que terminaba el tiempo de recreo.
El patio de arriba, un poco más grande, al que salíamos las más mayores, cuya atracción estrella era un tobogán gigante en el que hacíamos colas interminables para tirarnos una detrás de otra. El griterío de los recreos y lo difícil que era hacerse un hueco en aquel espacio encementado, demasiado pequeño para tanta cría, algunas ya bastante creciditas. Recuerdo las aulas con aquellas ventanas altas por las que no te podías asomar a la calle, haciendo del mundo exterior un lugar más lejano. En alguna ocasión que estuve castigada sin recreo, sola y aburrida, lo hice: la silla sobre la mesa y de la mesa al alfeizar de la ventana; para haberme matado.
“Soy capitán, soy capitán de un barco inglés y en cada puerto tengo una mujer, la rubia es fenomenal y la morena tampoco está mal…”. No he olvidado las canciones de entonces. Esta misma la cantan las niñas en el patio, exactamente igual que nosotras hacíamos: un corro alrededor canta y hace palmas mientras que por turnos, una sale al centro y la pasea, dando saltitos, con las manos en la cintura. Aquellas letras nos parecían de lo más normales, ahora chirrían como las ruedas sobre las vías del tren en frenada.
Los juegos en grupo: la comba, el elástico, el “tú la llevas”, la píndola, el tejo, fueron dando paso a la búsqueda de rincones, lo más escondidos, donde reunirnos para hablar de nuestras cosas, sobre todo de los chicos que empezaban a llevarnos de cabeza.
Tampoco he olvidado el coro, al que por suerte o por desgracia estaba obligada a asistir. Por suerte, porque me gustaba cantar, por desgracia porque pertenecer a él nos hacía adquirir el compromiso de asistir a los ensayos varios días por semana fuera de las horas lectivas, y cada domingo a amenizar la misa de doce. Sor Angustias acompañando al órgano y Sor Severa dirigiendo, intentaban, a duras penas, mantener el orden.
La película también me recordó aquella desagradable sensación que me producían las malas compañeras, aquellas que disfrutaban haciendo sufrir a las otras, tal como refleja la película; la crueldad y la burla contra las feas, contra las guapas, contra las tímidas, las raras, las bajitas, las altas, las que llevaban gafas o aparatos en los dientes, las estudiosas, las pobres, las ricas; siempre había una malvada líder y sus acólitas cobardes para hacerte la vida más difícil. Ahora este fenómeno se llama acoso o bullying, pero es algo que existió siempre, aunque no le hubiéramos puesto nombre hasta hace poco. Y es que cuando no somos conscientes de la existencia de algo, no podemos luchar en su contra ni prevenirlo.
Si a esto añadimos la falta de caridad, o humanidad, de algunas monjas para comprender o confraternizar con los sueños de sus alumnas casi adolescentes, con sus problemas, para mitigar sus limitaciones o incentivar sus aptitudes, el colegio de monjas distaba mucho de ser un mundo feliz. Sin embargo, a pesar de estas sensaciones ingratas que soy capaz de revivir como si fuera ayer, el balance sigue siendo positivo, el buen recuerdo prevalece, porque entre toda aquella chiquillería encontré buenas amigas, compañeras de aventuras y sueños, y a alguna profesora, religiosa o no, que se preocupaba de verdad por nosotras y era capaz de enseñarnos alguna cosa.
La película transcurre a principio de los noventa cuando Pilar Palomero, la directora, que nació en 1980, cuenta 12 años. Los últimos años de mi experiencia escolar llegan hasta mediados de los setenta. Entre su experiencia y la mía han pasado casi veinte años y, sin embargo, la semejanza es sorprendente y me lleva a una reflexión: ¿Tan poco ha avanzado la vida en veinte años? ¿O es que dentro de los muros de los colegios religiosos la vida se detiene mientras afuera todo sigue su curso normal?
Generación tras generación se suceden los rezos, el rosario, la misa, la confesión, los cánticos religiosos, el coro, las clases de bordado, el adoctrinamiento para hacer de nosotras mujeres de bien, puras y castas, bien preparadas para el matrimonio y muy femeninas, sobre todo muy femeninas. Hay un momento en la película en el que las niñas están haciendo deporte en el gimnasio y la monja, con un pito dirigiendo la carrera, le dice a una de ellas “Fulanita no seas marimacho”. Exactamente lo mismo que nos decía Sor Remedios cuando nos oía silbar, si saltábamos o abríamos las piernas más de lo debido. Aquel era un mundo de mujeres, y al único hombre al que se le permitía el acceso era al sacerdote, nuestro director espiritual.
Afuera, quedaba el mundo real: las familias, cada una con sus problemas y sus secretos, tantos mundos como hogares; los primeros amores, los cigarrillos a escondidas, la ropa de calle y el color en los labios para parecer mayores; las primeras escapadas a la discoteca, los primeros tragos y algunos peligros al acecho.
No pude evitar preguntarme si ahora, en 2021, la vida sigue siendo la misma de entonces en los colegios religiosos.
El colegio de La Inmaculada de Yecla sigue siendo católico, sigue habiendo uniformes, pero ya no hay religiosas. ¿Qué habrá sido de todas ellas? Algunas puede que vivan todavía. Tampoco es ya un centro solo femenino, ahora niñas y niños conviven en igualdad de condiciones, y supongo que no se impartirán distintas materias según el sexo de los discípulos, y eso es un gran avance en un mundo tan reacio a los cambios.
Nada más terminar de ver la película llamé a varias amigas, (todavía conservo algunas de aquella época), y les dije que no podían perderse aquella película que hablaba de nosotras, que daba pelos y señales de lo que fue nuestra vida de aquellos revueltos y apasionados años en los que dejábamos atrás la infancia y comenzábamos a vivir como adultas.