Cada vez entiendo menos el mundo de los humanos; me explico: Ana y Teodoro van a celebrar el día de los enamorados en París, ¡mi París!
Me enfadé tanto que pasé dos días amodorrado y por la noche ladrando de vez en cuando para fastidiar a Teodoro, que tiene el sueño ligero.
Ella canturreaba feliz a todas horas; visitarán Pepieux, Tolouse y París. ¡Son unos paletos! Se llevan una caja de vino de Yecla…
—Nos vamos para una semana —le escuché a ella contándoselo a una amiga.
Yo nací en París, conozco los rincones más románticos, jamás les he molestado en sus ruidosas relaciones sexuales, pero ellos han decidido dejarnos en tierra (a mí y a la gata). A Alba le da igual porque es más yeclana y más casera que la Iglesia Vieja, pero yo necesito de vez en cuando respirar la suave brisa del Sena, oler las floristerías de mi ciudad, admirar las piernas de las francesas y volver a ver a mi amada, pero ellos a lo suyo. ¡Egoístas! De vez en cuando sermonean sobre los derechos de los animales, pero aquí me dejan.
Están acaramelados y organizaron el maldito viaje por el aniversario de su boda. Estaba rabioso como una fiera herida y ellos cantando canciones francesas. Al despedirse, el muy cobarde me dijo que me traerán algún regalo.
—Compréndelo —se ablandó mi dueño intentando reconciliarse conmigo— no dejan subir en aviones de pasajeros a mascotas.
—Yo no soy una mascota, soy tu mejor amigo; echo Francia de manos y necesito escuchar ese delicioso idioma.
—Pero si yo te leo de vez en cuando a Mallarmé…
—Eso no es suficiente y tu pronunciación es horrible.
—¡Venus, mi adorada Venus, ay de mí! —Sonó muy teatral pero es que necesitaba dramatizar a ver si así los ablandaba, pero no pudo ser. Ana fue contundente con su sentencia
—¡Necesitamos intimidad! —Y ahí se acabó la polémica; agaché las orejas y me fui a mi rincón.
La única ventaja de esta situación es que llevo cuatro días con Concha y Salvador en mi lugar favorito de España, Benidorm. Aquí se me pasan todos los males, el carácter se me endulza, las perras británicas no me gustan y los gritos de los ingleses después de varias pintas de cervezas menos, pero el paseo marítimo, la playa de poniente, su fina arena y el Balcón del Mediterráneo me encantan. Salvador está hablador y por las mañanas salimos a pasear muy temprano, nos gusta ver amanecer y me cuenta cómo era esta ciudad en los años setenta.
Víctor, el nieto mayor de Salvador, que antes me resultaba repelente, ahora ha descubierto mi secreto y conversamos cuando nadie nos escucha y es que los desamores unen mucho; me da bocatas de jamón y hasta he comido arroz a banda.
En nuestras jornadas de confidencia, hemos conocido a una perra que se llama Chanel, que es tan sexy moviendo las caderas como la cantante de Eurovisión; también hemos conocido a su dueña, una villenera de ojos verdes que se llama Virtudes.
Esta Chanel quita el hipo, ayer nos echamos unas carreras por la playa. La villenera y Victor se han vuelto inseparables. Los muchachos se pierden en la oscuridad de la playa, nos dejan juntos y nosotros gozamos de lo nuestro también bajo la luna de Benidorm escuchando las suaves olas. Me gusta cómo gruñe con placidez Chanel cuando me acerco por detrás. Al final va a ser cierto eso de que San Valentín obra el milagro del amor.
Me cuesta trabajo dormir por las noches y, cuando lo consigo, sueño con ella, la veo corriendo alegre hacia mí y escucho su acelerada respiración. Solo quiero abrir los ojos si es para verla.