Me despertó el repiqueteo de la lluvia en los cristales de la ventana y me llamó la atención un extraño tono de voz: sospecho que es el mismo soniquete que llevo escuchando varias noches seguidas sin darle importancia; pensaba que era algún vecino. Ana dice que no ha escuchado nada. Son dos voces, una grave y medio quebrada; la otra parece de una mujer joven. Dialogan amigablemente, no soy capaz de entender las palabras y tienen un extraño acento. Están dentro de la casa, ahora estoy seguro. Mi hermana duerme, escucho su fuerte respiración en el dormitorio del final del pasillo, me levanto y con sigilo reviso una a una todas las habitaciones. Descubro entonces que las voces vienen desde abajo. Me llama la atención una conversación tan monótona y en la oscuridad. La voz masculina es rotunda; la femenina, aguda y musical.
Ellos siguen charlando, así que cojo un bastón, ya que no tengo espadas ni escopetas. Intento tranquilizarme pensando que tampoco es tan grave que dos personas se hayan colado en nuestra casa para charlar; quizá sean dos amantes clandestinos refugiándose del frío.
Bajo con cuidado para no ser descubierto por los intrusos con el garrote en alto y antes de llegar al salón, y a través de la luz de la luna que entra por la ventana de la cocina, veo a Saturno y a Alba hablando. ¿Hablando? ¡Sí, mi perro y la gata de Ana hablan durante la noche! Me froto los ojos: efectivamente estoy despierto, no es un sueño, me siento en la escalera y sigo escuchando.
Ya decía yo que este puñetero perro tenía un comportamiento extraño y afino el oído porque las voces son más bien susurrantes. ¡Hablan de nosotros! Pensé interrumpir y aparecer de pronto frente a ellos, pero estoy seguro de que se harían los dormidos. Sin embargo, me interesa saber qué piensan:
—¿Sabes si están dormidos los tortolitos? —Alba tiene una vocecita delicada.
—Como troncos, Teodoro se desvela a partir de las cinco y solo son las tres de la madrugada —Saturno… ¡tiene acento francés! Lógico.
—¿Qué me decías de los humanos? —preguntó Alba.
—Considero que la vida de los humanos no tiene sentido, a pesar de que ellos se empeñan en buscar razones ampulosas y excusas demasiado retorcidas.
—Sí, tu dueño es muy retorcido —¿Retorcido yo?, pienso.
—Pero no solo él, es toda la especie. Creo que practican juegos de malabarismos para no pensar en la muerte. Nosotros asumimos la existencia de manera natural. A los humanos les asusta tanto el final de sus días y le asaltan tantas dudas, que primero inventaron dioses para sentirse protegidos y para soportar la angustia y ahora la mayoría de ellos que ya no tienen dioses están perdidos y abrazan ideales o falsas utopías para seguir adelante. No entienden nada del mundo, la existencia es azarosa, efímera y sin sentido, puesto que la naturaleza y el universo son indiferentes al ser humano.
—Eres un derrotista, Saturno. Yo lo veo de manera más positiva, sobre todo porque soy la reencarnación de una princesa árabe. A mí me gusta todo lo glamuroso y creo que la vida es una secuencia infinita hasta llegar a la perfección absoluta.
—Allá tú y tus creencias, pero yo te aseguro que los humanos van de cabeza a la extinción.
—Pues mi dueña, su madre y yo somos capaces de entusiasmarnos con las cosas más sencillas, y me parece que por la vida hay que pasar con elegancia. —Tiene una voz muy dulce la puñetera gata.
—La única verdad es el impulso carnal.
—Tú eres un pervertido.
En ese momento, aparece Ana a mi espalda con pisadas suaves. Me acaricia el hombro y me dice al oído:
—No me digas que has descubierto ahora la cualidad del habla de nuestros animales.
—Sí, y estoy alucinando.
—Tienen unas ideas muy curiosas y se entienden muy bien —respondió Ana.
Pusimos de nuevo el oído a ver qué decían. Habló Saturno:
—¿A ti te gusta este pueblo? —le preguntó a la gata.
—A mí el pueblo me da igual, yo solo disfruto de la vida apacible de la casa. El mundo exterior me asusta, así es que cada vez que os veo salir de paseo, me pregunto qué placer los puede aportar caminar tanto. Aprendí en otras vidas anteriores y de otras gatas, que lo de ser un gato callejero deviene en aventuras, pero también en desgracias. Además, estar expuesta a tanto salvaje es un incordio.
—¿Y nunca has salido a darte una vuelta?
—Fui una hembra en celo y recorriendo tejados y azoteas conquisté a ejemplares divinos, parí una camada de preciosos felinos, pero ser amante o ser madre no me aportó nada interesante y cuando me esterilizaron gané la paz. A mí lo que me gusta es la tranquilidad y cuando os vais todos es cuando disfruto a mis anchas.
—¿Y qué cosas te divierten?
—Las telenovelas y los documentales de viajes me encantan. He visto que a ti lo que te gustan son los telediarios.
—Sí, me gusta ver el comportamiento estúpido de los humanos. Caminan hacia la extinción a paso agigantado y no es por el cambio climático ni esas cosas superfluas que argumentan, es que su existencia carece de interés y están enloqueciendo —y sonó algo parecido a una risa maliciosa.
—Eso es una exageración.
—Es posible, pero creo que te equivocas con lo de la reencarnación.
—Eres un incrédulo impertinente.
—Yo disfruto de la compañía de Teodoro y el resto me parecen sombras errantes.
—Qué bien hablas para ser un perro con ideas raras…
—Es que soy un perro poeta sin descubrir. Y tú para ser una princesa reencarnada en gata tienes una voz muy sexy.
Seguidamente, se escucharon unos gruñidos que parecían risas, pero debieron intuir nuestra presencia porque se callaron. Nosotros decidimos bajar a beber agua y como sospechábamos, se hicieron los dormidos, la gata en el sofá y Saturno junto al radiador del salón. Volvimos a la cama, nos dormimos abrazados y pensando que éramos los más afortunados del mundo porque teníamos unas mascotas casi humanas que dedicaban las noches a filosofar.