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🍁 domingo 17 noviembre 2024
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La desaparición de Mariví

Ha desaparecido mi vecina Mariví. ¡No puede ser!, le dije a la portera mientras bajaba dando gritos desde el cuarto.

Es una mujer de 88 años que pasa todo el día acompañada; por la mañana viene una chica grandota y, a las tres de la tarde, le sustituye una pequeñita muy amable. No la dejan sola en todo el día. La anciana tiene dificultades para caminar, pero cada día, sea fiesta o no, salen a media tarde a tomar un café a una cafetería cercana. Es la única tregua que me ofrece porque mi maldita vecina se pasa el día golpeando el suelo con su bastón o dando gritos. Parece que adivina cuando voy de mi cuarto a la cocina porque los golpes me siguen y parece que la tengo encima de mi cabeza.

Ha desaparecido a las doce de la mañana mientras la chica grandota fue al baño. Ahora ya no escucho la matraca del bastón de Mariví, pero el trasiego de gente buscando y llamándola a gritos es insoportable.

—¡Mariví, Mariví! ¿Dónde estás?

La puerta de su vivienda estaba cerrada con llave, la cancela seguía cerrada tras su desaparición y todas las ventanas permanecían cerradas.

—¿Cómo es posible que una mujer desaparezca en su propia casa? —se pregunta un policía.

He ganado en tranquilidad, no la voy a echar de menos. Cada mañana a las doce soporto cómo escucha el ángelus a todo volumen, los domingos el sermón de la misa y, muy a menudo, baja con alguna de las chicas a preguntar cualquier simpleza sobre el arreglo de la puerta de la calle o cuándo será la próxima reunión de vecinos.

—Hay que pintar las paredes de las escaleras, encender la caldera de la calefacción en septiembre y prohibir internet —si no fuese porque es una anciana decrépita, asustaría. Se nota que es hija de un sargento chusquero; si de ella dependiera, resucitaba mañana mismo al dictador. Lo grave es que su vecino, puerta con puerta en la segunda planta, es un militante convencido del comunismo auténtico —así se define él—, y está promoviendo asambleas mensuales para debates democráticos, sugiriendo que sea obligatoria la asistencia.

—¡Por una democracia participativa! La puerta de la calle hay que pintarla de rojo y colocar un aparato en la azotea que anule la señal de internet —esto lo grita en cada una de las reuniones. En este último punto están de acuerdo la desaparecida y él.

Hoy vino un comisario de policía a interrogar a todos los vecinos. Han preguntado en todos los comercios de la calle. Mariví era muy conocida en el barrio; había regentado en tiempos el estanco de la esquina. Preguntaron a los empleados de la cafetería, al frutero chino y al charcutero segoviano que está tres portales más abajo, por si había visto algo. Este sabe todo de todos los vecinos del distrito y soltó un rosario de cotilleos: lo de las prostitutas del 85, lo de las andaluzas que organizan fiestas nocturnas, lo de los alemanes que se drogan… Una policía nacional, rubia y con coletas, no sabía cómo cortar la conversación, porque Nicasio —así se llama el charcutero— empalma una frase con otra sin dejarte opción de intervenir.

—Ella sola no puede salir —dijo la chica grandota—. No escuché la puerta y solo estuve en el baño tres minutos…

Me encontré en la puerta con Adolfo, un conocido de cuando jugábamos al fútbol en un equipo del barrio. Los dos somos murcianos; bueno, él de Cartagena y yo de Yecla, que somos los menos murcianos de la región. No sabía que era policía y me ha pedido, con discreción, entrar a mi casa y charlar…

Adolfo me contó que la chica grandota tiene antecedentes y que en otra casa donde trabajó desapareció una anciana, pero no hay restos de sangre ni de violencia y, lo más extraño, ni rastro de la vecina.

Las tardes ahora en mi casa serán silenciosas.

Le hablé al cartagenero del vecino estalinista y se anotó el nombre en una libreta; quedamos para la semana siguiente delante de un arroz con conejo.

Mariví sigue sin aparecer y, por la tarde, apareció el cura de la parroquia donde ella era ferviente devota para investigar si existe un posible milagro. Dicen que en las sábanas donde dormía ha quedado la huella impresa de su delicado cuerpo.

Temo que mi tranquilidad quede frustrada. Si la nombran santa y peregrinan de todo el suelo patrio fervorosos devotos de Santa Mariví para visitar la sábana de la santa, no solo habrá que pintar las paredes de la escalera, sino también emplear a un vigilante para dirigir el trasiego del portal.

Acabo de enterarme de que el vecino estalinista ha desaparecido también y he recordado aquel refrán: «Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar». He llamado a una empresa de mudanzas; aquí no nos quedamos ni un día más.

La vida es ingrata y el futuro es incierto, como canta Renato Carosone.


Lee otros relatos de Vicente Chumilla

Vicente Chumilla
Vicente Chumilla
Pintor y grabador yeclano. Colaborador de elperiodicodeyecla.com con artículos sobre Yecla o temas relacionados con el arte y su localidad natal.

Ha desaparecido mi vecina Mariví. ¡No puede ser!, le dije a la portera mientras bajaba dando gritos desde el cuarto.

Es una mujer de 88 años que pasa todo el día acompañada; por la mañana viene una chica grandota y, a las tres de la tarde, le sustituye una pequeñita muy amable. No la dejan sola en todo el día. La anciana tiene dificultades para caminar, pero cada día, sea fiesta o no, salen a media tarde a tomar un café a una cafetería cercana. Es la única tregua que me ofrece porque mi maldita vecina se pasa el día golpeando el suelo con su bastón o dando gritos. Parece que adivina cuando voy de mi cuarto a la cocina porque los golpes me siguen y parece que la tengo encima de mi cabeza.

Ha desaparecido a las doce de la mañana mientras la chica grandota fue al baño. Ahora ya no escucho la matraca del bastón de Mariví, pero el trasiego de gente buscando y llamándola a gritos es insoportable.

—¡Mariví, Mariví! ¿Dónde estás?

La puerta de su vivienda estaba cerrada con llave, la cancela seguía cerrada tras su desaparición y todas las ventanas permanecían cerradas.

—¿Cómo es posible que una mujer desaparezca en su propia casa? —se pregunta un policía.

He ganado en tranquilidad, no la voy a echar de menos. Cada mañana a las doce soporto cómo escucha el ángelus a todo volumen, los domingos el sermón de la misa y, muy a menudo, baja con alguna de las chicas a preguntar cualquier simpleza sobre el arreglo de la puerta de la calle o cuándo será la próxima reunión de vecinos.

—Hay que pintar las paredes de las escaleras, encender la caldera de la calefacción en septiembre y prohibir internet —si no fuese porque es una anciana decrépita, asustaría. Se nota que es hija de un sargento chusquero; si de ella dependiera, resucitaba mañana mismo al dictador. Lo grave es que su vecino, puerta con puerta en la segunda planta, es un militante convencido del comunismo auténtico —así se define él—, y está promoviendo asambleas mensuales para debates democráticos, sugiriendo que sea obligatoria la asistencia.

—¡Por una democracia participativa! La puerta de la calle hay que pintarla de rojo y colocar un aparato en la azotea que anule la señal de internet —esto lo grita en cada una de las reuniones. En este último punto están de acuerdo la desaparecida y él.

Hoy vino un comisario de policía a interrogar a todos los vecinos. Han preguntado en todos los comercios de la calle. Mariví era muy conocida en el barrio; había regentado en tiempos el estanco de la esquina. Preguntaron a los empleados de la cafetería, al frutero chino y al charcutero segoviano que está tres portales más abajo, por si había visto algo. Este sabe todo de todos los vecinos del distrito y soltó un rosario de cotilleos: lo de las prostitutas del 85, lo de las andaluzas que organizan fiestas nocturnas, lo de los alemanes que se drogan… Una policía nacional, rubia y con coletas, no sabía cómo cortar la conversación, porque Nicasio —así se llama el charcutero— empalma una frase con otra sin dejarte opción de intervenir.

—Ella sola no puede salir —dijo la chica grandota—. No escuché la puerta y solo estuve en el baño tres minutos…

Me encontré en la puerta con Adolfo, un conocido de cuando jugábamos al fútbol en un equipo del barrio. Los dos somos murcianos; bueno, él de Cartagena y yo de Yecla, que somos los menos murcianos de la región. No sabía que era policía y me ha pedido, con discreción, entrar a mi casa y charlar…

Adolfo me contó que la chica grandota tiene antecedentes y que en otra casa donde trabajó desapareció una anciana, pero no hay restos de sangre ni de violencia y, lo más extraño, ni rastro de la vecina.

Las tardes ahora en mi casa serán silenciosas.

Le hablé al cartagenero del vecino estalinista y se anotó el nombre en una libreta; quedamos para la semana siguiente delante de un arroz con conejo.

Mariví sigue sin aparecer y, por la tarde, apareció el cura de la parroquia donde ella era ferviente devota para investigar si existe un posible milagro. Dicen que en las sábanas donde dormía ha quedado la huella impresa de su delicado cuerpo.

Temo que mi tranquilidad quede frustrada. Si la nombran santa y peregrinan de todo el suelo patrio fervorosos devotos de Santa Mariví para visitar la sábana de la santa, no solo habrá que pintar las paredes de la escalera, sino también emplear a un vigilante para dirigir el trasiego del portal.

Acabo de enterarme de que el vecino estalinista ha desaparecido también y he recordado aquel refrán: «Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar». He llamado a una empresa de mudanzas; aquí no nos quedamos ni un día más.

La vida es ingrata y el futuro es incierto, como canta Renato Carosone.


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Pintor y grabador yeclano. Colaborador de elperiodicodeyecla.com con artículos sobre Yecla o temas relacionados con el arte y su localidad natal.
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