¿Recuerdan a Doña Remedios, aquella ancianita que tejía ganchillo y que me hizo rescatar una misteriosa caja de su vieja casa abandonada? Pues bien, su hija tenía que hacer un viaje de fin de semana y me pidió que me quedara con ella. Pasar las noches de viernes y sábado fuera de casa tratándose de mis días de descanso, y dejar solo a Salvador todo un fin de semana, no era lo que más me apetecía, pero Doña Remedios es un encanto, al igual que su hija, y darle la posibilidad a esta última de poder despreocuparse del cuidado constante de su madre un par de días me sirvió de acicate para entregarme con afán a su cuidado, cuando lo que tocaba era descansar.
Encontré a mi anciana amiga más mustia de lo que esperaba cuando entré, el viernes por la tarde, en el salón de la casa. La hallé sentada en su silla de ruedas junto a la ventana admirando el paisaje con expresión melancólica.
—Buenas tardes Remedios —dije, con voz animosa.
—Hola Concha —me miró con solo media sonrisa para seguir entretenida con el paisaje tras el cristal.
Lo cierto era que, a pesar de estar inmersos en la primavera, el día era gris, fresco y desapacible. No recuerdo una primavera tan atípica como esta, pensé, y así se lo hice ver a mi lánguida amiga.
—Pero mañana dicen que mejora y seguro que algún paseo podremos darnos —dije, para animarla. Ella no contestó.
Rosa me dio todas las instrucciones sobre comidas, aseo, paseos, etc., antes de salir a toda prisa, aunque con cara de preocupación. No tuve tiempo de preguntar por el estado de decaimiento en el que se encontraba su madre, así que para mí sola quedaba la responsabilidad de levantar aquel ánimo sin ningún tipo de ayuda.
—Remedios, dígame qué le apetece hacer, sus deseos son órdenes. ¿Cartas, parchís, dominó, televisión…?
—Pon un poco la tele, si quieres. A mí lo mismo me da —sugirió sin entusiasmo alguno.
Encendí la televisión, y comencé la búsqueda. En uno de los canales estaban poniendo un episodio de Downton Abbey y decidimos verlo.
En un corte publicitario me pidió que la llevara a su habitación, que quería enseñarme algo. Empujé la silla hasta donde me pidió, ella abrió el armario y de debajo de otras cajas y ropa muy bien doblada, en el lugar en el que meses antes yo misma la vi esconderla, después de rescatarla de su antigua casa, sacó la misteriosa caja. La puso en su regazo y me indicó que la llevara de vuelta al salón. Obedecí sin abrir la boca.
—Lo que te voy a enseñar no se lo comentes a nadie, Concha.
—Como usted diga. Seré una tumba.
La abrió y extrajo de ella fotos antiguas y un paquete de cartas atadas con una cita.
—Hoy es 14 de abril y yo soy republicana, así que debería estar alegre y celebrarlo, pero para mí es un día triste.
Me acercó una foto antigua de una joven a la moda de los años 30, con melena sobre los hombros, posiblemente rizada con tenacilla. Su mirada y su sonrisa eran dulces.
—Esta era mi madre. Murió al darme a luz en la cárcel de Ventas de Madrid, al poco de empezar la guerra. Ella y mi padre eran sindicalistas de la UGT, ese fue el pecado que cometieron, los pobres. A mi madre la detuvieron en septiembre del 36 y yo nací en febrero del 37. Mi padre estaba en el frente luchando por la república, mientras tanto. Los dos eran de un pueblo de Badajoz. ¿Has leído “La voz dormida” de Dulce Chacón? —añadió
—Sí, una historia triste y desgarradora, la leí hace unos años.
—Pues como a la hija de Hortensia, a mí también me entregaron a mi tía Aurelia, la única hermana de mi madre. Pero, al poco, también a ella la detuvieron y a mí me llevaron al orfanato. Solo unos meses después, me dieron en adopción a una familia de Yecla, de la otra punta de España, para que nadie me encontrara, pienso yo. Mi padre salió huyendo de España en el 39, cuando acabó la guerra, y nunca más se supo.
Doña Rosario continuó con su relato:
—Crecí con mi familia adoptiva ajena a mi trágico origen. Jamás nadie me dijo que era adoptada. Fue ya casada, por los años 60, cuando una amiga se enteró, alguien se fue de la lengua en su presencia, y vino a decírmelo. Claro, yo me enfrenté a mis padres adoptivos, les reproché que nunca me hubieran dicho la verdad, y les exigí que me contaran lo sucedido. Ellos poco sabían de lo ocurrido con mi familia biológica. Me adoptaron con la única información de que era huérfana de madre, y padre desaparecido. Les hice buscar mi certificado de adopción, pero no aparecía por ningún sitio, ellos sabrán donde lo escondieron. Por fin un día, muchos años después, recién fallecido mi padre adoptivo, mi madre vino a verme para entregarme un sobre en el que guardaba el documento. Me pidió perdón por haberme ocultado la verdad y también que mi padre, mientras vivió, hizo todo lo posible para que el certificado llegara a mis manos.
Yo estaba muy sorprendida, escuchando la triste historia de mi amiga:
—Allí fue donde leí por primera vez los nombres de mis padres biológicos, y ahí comenzó la búsqueda. Primero encontré la lápida de mi madre en el cementerio de un pueblo de Badajoz, Campillo de Llerena, que no sabía ni que existía. Tuve suerte de que ella muriera en la cárcel y se la entregaran a la familia para su sepultura, y no fusilada junto a una tapia del cementerio y tirada a una fosa común, después. Si así hubiera sido, nunca hubiera dado con ella. No me atreví a hacer sola aquel viaje, así que me acompañó mi marido, que en paz descanse, el único con quien compartí esta historia, y menos mal que vino conmigo porque si no, no sé que hubiera sido de mí. Lloré tanto aquel viaje que era incapaz de ver por donde caminaba. Sin embargo, de mi padre, ni rastro. Así que, dando por perdida la búsqueda, contacté con algunas asociaciones de la memoria histórica por si ellos eran capaces de encontrar algún hilo del que tirar. Di su nombre y el mío con el fin de que, si alguien daba con él, nos pusiera en contacto. Y así fue como un par de años después, cuando ya no lo esperaba, convencida de que me moriría sin conocerlo, sin saber si estaba vivo o muerto, me llegó una carta de él desde Nimes, que era donde vivía.
Remedios, temblorosa, me mostró el montón de cartas que le escribió durante los cinco años que mantuvieron el contacto y en las que, al parecer, le narraba la triste historia de sus vidas, de aquella guerra que todo lo hizo trizas y los separó. Que la buscó antes de marcharse a Francia, pero solo encontró un muro de silencio y puertas cerradas en una España en la que los vencedores no tenían nada que temer por sus fechorías y sus asesinatos, y los vencidos nada que rascar, solo muerte y presidio. Que pasó media vida pensando en la hija que no llegó a conocer y que tal vez nunca conocería.
—Él ya tenía cerca de ochenta años y un enfisema pulmonar que le impedía viajar a España, pero yo sí fui a verle. Fue en los ochenta. Mis hijas ya eran mayores. Así que su padre y yo, aprovechamos las vacaciones de verano y viajamos a Francia para conocerlo. Vivía en una humilde casa a las afueras con una mujer que lo cuidaba, que, aunque no era su esposa, la presentó como su compañera. No tuvo más hijos, una pena, de haberlos tenido, yo ahora tendría hermanos o hermanas, algo que siempre deseé.
Me acercó otra foto de su padre de joven. Vestía camisa clara con las mangas remangadas, el pelo oscuro, peinado hacia atrás, al estilo de la época. Me pareció un muchacho muy guapo. En otra, su madre y su padre, jovencísimos, sonreían felices a la cámara. De cuando eran novios, me dijo. En otra, su padre ya mayor y bastante deteriorado miraba con nostalgia a la cámara; él le contó que se la había hecho solo para mandársela.
—Durante cinco años mantuvimos el contacto, nada más. Si hubiera podido encauzar el torrente de sentimientos que esta historia me provoca, mi vida hubiera sido más feliz de lo que ha sido. A veces, me olvido de ella y casi lo consigo. Otras, como hoy, la rabia y la pena pueden conmigo.
Yo me mantuve callada escuchándola. En mi garganta se había enredado un nudo que no me dejaba articular palabra.
—¿Sus hijas no conocen la historia? —pude decir, al fin.
—Solo alguna parte. No saben que su abuelo consiguió encontrarme y que llegué a conocerlo.
—Deberían saberlo, Remedios. ¿Cómo ha podido guardar esa historia en secreto tanto tiempo? Quizás, compartiéndola con ellas se le haría más fácil digerirla, hágame caso, se sentirá mejor, sus hijas son buenas personas, seguro que participarán de esa tristeza con usted.
—Solo mi marido supo toda la historia. Ni siquiera a mi madre adoptiva le dije que fui a Francia a conocer a mi padre verdadero y, después, a su entierro. Camila, su compañera, me avisó de que se moría y no me lo pensé dos veces. Llegué a tiempo de ver la tierra caer sobre su féretro.
A la mañana siguiente, salió el sol y el semblante de Doña Remedios lucía más alegre, hablar de su pena, parecía haberle sentado bien. Me propuso dar un paseo antes de comer.