Las manos nudosas y manchadas de Doña Remedios siguen moviendo la aguja de ganchillo con la agilidad adquirida durante cerca de un siglo de práctica. Teje una chaqueta de hilo para su primera biznieta que nacerá para primavera. Hay momentos que olvida el motivo por el que teje, pero para eso estamos los demás cerca, para recordárselo. Yo miro con atención el movimiento mecánico de sus manos, los pasos perfectos que sigue el hilado que avanza con rapidez, los mismos que ha repetido miles o millones de veces (sería incapaz del cálculo exacto), y por eso, aunque ella ahora haya olvidado gran parte de su vida, que sus seres queridos aparezcan confusos en su mente o no consiga recordar el plato de lentejas que comió hace una hora, su cerebro sigue un ritmo cósmico, irracional e inconsciente que le llevará hasta el puerto deseado.
Rosa, su hija menor, que se la ha llevado a vivir con ella cuando consideró que sola ya era imposible su existencia, me llama cuando tiene que salir alguna tarde. Las mañanas, mientras trabaja, las pasa en el centro de día.
Remedios no solo sabe hacer ganchillo, hasta hace muy poco todavía tocaba el piano con soltura y cantaba canciones de Sinatra, Cole Porter, Billie Holiday y alguna copla de Estrellita Casto o Antonio Molina, con su afinada voz de soprano. Todavía es capaz de entonar alguna de aquellas viejas melodías si se lo pido, aunque su voz tiemble, por su avanzada edad, más de lo deseado.
Siempre me llama por el nombre que primero le viene a la cabeza, Rosa, Mercedes, Angelita, que son los nombres de sus hijas, pero cuando quiere atina y da en el clavo, como aquella tarde en la que, sin venir a cuento, dijo con determinación: “Concha, llévame a mi casa”
—Remedios, está usted en su casa.
—No, esta es la de mi Rosa, pero no la mía.
Y tenía toda la razón. Ella vivió siempre en una casa grande y solariega de la calle San Antonio, con cuatro balcones y rejas decorando una elegante fachada de piedra que ahora, abandonada y silenciosa, permanece en pie, atesorando en secreto la vida y la historia de los que habitaron en ella.
Es muy triste que estas hermosas casas se dejen perder, que no haya ayudas públicas para poder restaurarlas y seguir habitadas y vivas como antaño. A poco que se fijen, si pasean por las calles del centro de la ciudad, las verán: casas emblemáticas y comercios históricos relegados al más cruel abandono, produciendo en el observador una horrible sensación de desidia y decadencia, sobre todo si todavía conservas el recuerdo de cuando las calles de nuestro centro histórico estaban llenas de vida.
La tarde es joven, quedan todavía horas de luz y el sol de invierno es capaz de templar nuestros cansados huesos durante un buen rato. Mando un mensaje a Rosa para preguntarle si le parece bien que lleve a Remedios a pasear un rato. “Por supuesto”, me contesta.
Le pongo el abrigo, la bufanda y hasta un coqueto gorro de fieltro rojo que encuentro en el perchero y bajamos a la calle. Salimos a la hora justa en la que los escolares salen del colegio con su griterío alegre esparciéndose por las calles, mordisqueando sus meriendas. Empujo la silla despacio, dirección al parque, intentando atesorar la calidez que nos brinda el sol.
El viejo palomar en el centro del jardín me parece ahora de juguete, cuando de niña se me antojaba la torre del homenaje de un legendario castillo y el estanque, ya desaparecido, el foso que lo protegía.
—Venga, date prisa, “súbeme” a mi casa —insiste.
Su vehemencia en la orden me deja perpleja. Sus intenciones son claras y además tengo la sensación de que se orienta en el espacio mejor que Google Maps. Obedezco y me encamino cuesta arriba empujando la silla con esfuerzo, pues a pesar de que Remedios es una anciana menuda y delgada, este pueblo en cuesta y sin aceras tiene sus inconvenientes cuando te acecha alguna discapacidad.
Aun así, en diez minutos nos situamos en la acera de enfrente de la puerta de la vieja casa para poderla contemplar en perspectiva. Observo que hay algunos cristales rotos, aunque las contraventanas parecen bien cerradas. El polvo se acumula en los salientes de la fachada de piedra, en el hierro descolorido de los balcones y rejas, que antes eran de color verde, y las volutas doradas que decoran las esquinas de los balcones lucen ennegrecidas.
Remedios echa mano del bolso que descansa en su regazo y rebusca algo en él. De pronto la veo sacar un manojo de llaves.
—Toma, abre —me ordena, entregándome el llavero y señalando la más grande de todas, una antigua llave de hierro pulido.
Yo estoy confundida, no es posible que esta mujer, en su estado, sea capaz de dirigir un impulso con una finalidad tan clara.
—No podemos entrar Doña Remedios. La casa lleva años cerrada, no sabemos el estado en el que se encuentra o si se nos caerá encima –sugiero alarmada.
—Anda, abre. No se va a enterar nadie. Y a mi Rosa ni media.
Miro a mi anciana compañera con estupor, no hay ni rastro de su demencia, como si de pronto, por arte de magia, hubiera recuperado la lucidez de antaño.
Vacilante y con gran incertidumbre, cruzamos la calle, meto la llave en la cerradura, miro a ambos lados precavida, que no haya testigos de nuestra imprudente hazaña y, ¡bingo!, el pesado portón de madera maciza forrado de metal se abre sin resistencia, apenas un leve quejido de las bisagras. Cruzar el portal con la silla de ruedas no ha sido fácil, pero mi anciana amiga, sorprendentemente, se incorpora unos segundos, se agarra al quicio de la puerta y ella misma da el salto, con tal agilidad que llego a pensar si no habrá estado engañándonos todos estos años.
Nunca antes había entrado en aquella casa, aunque siempre me había llamado la atención y albergaba el deseo de poder admirarla alguna vez, así que la curiosidad me empuja a colaborar en el deseo de mi compañera de aventura.
Doña Remedios proviene de una familia adinerada del pueblo, y aquella casa era consecuencia de una fortuna importante y del buen gusto de sus propietarios.
Aunque llena de polvo, telarañas y algún escombro, el edificio todavía se mantenía en pie y en un estado aceptable. Para mi sorpresa, las estancias siguen parcialmente amuebladas al resguardo de sábanas empolvadas. Entramos a las distintas habitaciones de la planta baja: vestíbulo, salón, dormitorios, salita de estar, cocina, ya que subir las escaleras con la silla de ruedas es imposible. En lo que parecía el salón de la casa encontramos restos de que alguien había pasado allí alguna velada romántica: velas a medio consumir, una botella de champagne vacía y algunas copas. ¿Algún nieto travieso de Remedios, utilizaba aquel espacio de picadero? Aunque por el polvo que acumulan estos objetos debían llevar años allí.
Sin luz y atardeciendo, la casa comienza a sumirse en la penumbra y el misterio, y comienzo a sentir un ansia inaplazable de salir de allí antes de que la oscuridad lo inunde todo. Las ventanas y los balcones están cerrados, la única luz que nos alumbraba era la que entraba por las ventanas que daban al patio.
—Enciende una de esas velas —me ordena con voz de mando.
—Pero deberíamos irnos ya, si vuelve su hija y no estamos, me va a caer un buen rapapolvo —advertí verdaderamente preocupada.
—Toma —dice alcanzándome de nuevo el manojo de llaves obviando mi plegaria—. Sube al piso de arriba y en el dormitorio, abre el cajón primero de la cómoda y busca una caja de lata de colacao, negra con flores, y tráemela.
Las piernas me tiemblan cuando emprendo la subida por aquellas escaleras de azulejos esmaltados y madera de roble, con la vela temblorosa en la mano. En lo alto del hueco de la escalera clarea una cúpula acristalada y una veleta oxidada que, de cuando en cuando, se queja, si el viento la hace girar.
Entro en un vestíbulo espacioso, con muebles, sofá, sillas, mesa, etc., cubiertos por sábanas y de los que únicamente veo sus patas robustas y oscuras. Me imagino muebles señoriales y antiguos bajo el tejido. Me asomo tras algunas puertas y la vela ilumina los espacios que ocultan. Mi corazón late deprisa. No puedo entretenerme, así que, en cuanto encuentro lo que parece el dormitorio principal, con prisa, destapo la sabana que cubre la cómoda, abro con la llave el primer cajón y, ¡oh sorpresa!, allí está la caja que Remedios me ha pedido.
La cojo, sin demora, vuelvo a cerrar y a cubrirla, y salgo corriendo de allí dejando una nube de polvo a mi espalda que me hizo estornudar. Cuando cruzaba el vestíbulo hacia la escalera, la bella puerta acristalada, de estilo modernista, que la comunicaba con un largo pasillo y que se abatía hacia dentro y hacia afuera, basculó, como si una ráfaga de viento, mucho más fuerte que el que mi cuerpo veloz era capaz de provocar, la impulsara. El terror se apoderó de mí más todavía y salí corriendo de allí escaleras abajo. En la carrera, la cera caliente se derramó por mi mano provocándome un quejido de dolor. ¿Será verdad lo que se rumorea, que aquella casa albergaba fantasmas?
Entregué la caja de lata a su dueña, que la acogió con gran entusiasmo, y salimos a la calle. Ya fuera de la casa, respiré hondo y me sentí, por fin, muy aliviada.
—¿Qué guarda en esa caja, Doña Remedios? —pregunté curiosa, mientras bajábamos por los callejones casi oscureciendo.
—Algunos recuerdos que echaba de menos —dijo con expresión soñadora.
Juro que sentí un deseo casi irresistible de ver lo que contenía aquella caja. Qué secretos y viejos recuerdos guardaría allí una persona de edad casi centenaria.
Nada más entrar me pidió el último favor: que le guardara la caja en el armario de su habitación y la ocultara bajo la ropa, y que, por supuesto, la aventura de aquella tarde la guardara en secreto.
Cuando Rosa entró por la puerta su madre, ya abrigada en la camilla, seguía tejiendo y yo, a su lado, haciendo como que leía mi novela de turno, como dos niñas buenas y modositas. De fondo se escuchaba la televisión.
—¿Qué tal la tarde? —preguntó Rosa cariñosamente.
—Larga y aburrida como siempre —gruñó, a la par que me guiñó un ojo, burlona.