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🌊 sábado 27 julio 2024
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Recuerdo de las noches de disco de los 70 y 80

Hubo una época de mi vida, -corta, eso sí, porque me gustaban más otro tipo de música-, en la que frecuenté bastante las discotecas. Serían mediados los 70 y, tal vez, los primeros 80. Yo era entonces demasiado joven para ir a esos lugares oscuros, con luces móviles y deslumbrantes, con la música a todo tren, donde se fumaba sin parar y se bebían cubalibres, y donde siempre había espacio para las canciones lentas para que los chicos te sacaban a bailar a la pista; por todo esto, como buena chica que era, la primera vez pedí permiso en casa para ir, y después de preguntarme con quién, cuando y poniéndome hora de vuelta, me lo concedieron.

Creo que, en aquel entonces, a todos nos marcó aquella película tan discotequera de Fiebre del sábado noche, en la que un tal Tony Manero (John Travolta), un hortera integral, todo hay que decirlo, pero con encanto, era el rey de las pistas de baile; pero estoy convencida de que la importancia e influencia de esta película fue debida más a la música de los Bee Gees, que la historia que nos cuenta: la de un chico currante que sueña con la llegada del fin de semana para maquearse e ir a bailar.

Porque, reconozcámoslo, ¿a quién no se le van los pies detrás de You Should Be Dancing, Stayin’Alive, More Than a Woman, Night Fever, o no se le ablanda el corazón y la sonrisa escuchando How Deep Is your Love? Estas canciones, sin ninguna duda, han quedado, y quedarán, para las siguientes generaciones, en nuestra memoria emocional para siempre.

Pero entre mis preferidas, además de estas de los Bee Gees, también estaban Heaven must Be Missing An Agloria Angel de Tavares, recuerdo bien cómo la bailaban; I Wil Survive y Never Can Say Goodbye de Gloria Gaynor; Don’t Stop ‘Til You Get Enough’ y Thriller de Michael Jackson; Good time de Chic; Shame, Shame, Shame, y I love to love de Tina Charles; September de Earth, Wind &Fire; Funkytown de Lipps Inc.; Get Down On It de Kool & The Gang. Y qué me dicen del Sonido de Filadelfia y Barry White y su Love Theme. Con cualquiera de estas era obligatorio salir a la pista a bailar.

Y entonces, a principio de los 80, llegó la Movida, con la incombustible Alaska y los Pegamoides y su Bailando; y Mecano con su Me colé en una fiesta; Tequila con Salta y Dime qué quieres; Radio Futura con Escuela de Calor, y la entrañable Chica de ayer de Nacha Pop.

Pero también he de decir que, si mi época discotequera duró poco fue, sobre todo, porque para llegar a conseguir escuchar todas estas canciones y volverme loca bailando, antes había que aguantar mucha matraca. 

Las discotecas de aquellos años eran lugares de encuentro, de fiesta y divertimento, en los que se podía bailar, escuchar música adecuada para este fin, porque desde luego, si querías música clásica este no era el lugar. Intentaré recordar en primer lugar las de nuestro pueblo. La más popular y emblemática, creo que estarán de acuerdo, era la Mannix, y aunque a mí me resultaba un poco agobiante por lo pequeña y oscura, y por este motivo, solía ponerse a tope, hay que resaltar su buen ambiente, aunque la media de edad se nos quedaba a mí y a mis amigos un poco alta, en aquel momento.

Por este lugar han pasado generación tras generación durante sus cincuenta años de vida hasta hoy, y con toda seguridad podría afirmar que para muchos yeclanos y yeclanas se agolparán los recuerdos y anécdotas que contar, nada más oír su nombre. El otro día, sin ir más lejos, hablaba con el hermano de una amiga, unos pocos años mayor que nosotras y me contó que su mujer y él se conocieron en este local y, como a ellos, les ocurrió a otros muchos de sus amigos. Eso significa que para muchísimos paisanos este espacio de ocio tiene un epecial significado. 

mannix yecla

Sería una injusticia dejar fuera de estas líneas a la discoteca Lurios que consiguió sobrevivir más de 30 años, y a la Flower. 

Pero no todo quedaba en casa, había que salir del pueblo para explorar otros mundos. Algunos domingos me iba a Caudete a pasarlo con mi prima Gracia, la Tiffanys tenía sesión de tarde los domingos y era una forma divertida de animar esas tediosas horas que preceden al lunes. De aquella discoteca recuerdo en particular que cuando llegaban las “lentas”, las chicas nos poníamos sentadas alrededor de la pista y los chicos venían a sacarnos a bailar. Tengo que decir que, en esos momentos, si no estaba presente algún chico en particular con el que me apeteciera bailar, prefería irme a pedir algo a la barra, al aseo, o incluso esconderme entre los sillones. Ya entonces aquella costumbre me parecía arcaica y ancestral.

Pero por esa época, mi prima se echó un novio y para no tener que cargar conmigo de escopeta, una tarde me presentó a un chico para que me entretuviera mientras ella se iba a los rincones oscuros. De pronto, sonriente, ante mí, me encontré con un tipo de unos treinta años, teñido de rubio y vestido con un traje de chaqueta blanco nuclear, yo casi me muero del susto ante aquella aparición. Pero ahí estaba yo, tragando saliva mientras bailábamos aquello de “amiga, hay que ver cómo es el amor”.

No hay nada más fuera de lugar que bailar una canción tan tierna y sugerente con alguien que ni fu ni fa. Pero había unas reglas de cortesía y tampoco había que despreciar a nadie si, además, el acompañante era correcto y respetuoso contigo, como era el caso. El rato que tuve que pasar en compañía de aquel tipo se me hizo eterno, no sabía de qué hablar con él y, por lo visto, a él parecía ocurrirle algo parecido, pensaría que era solo una cría con la que no merecía la pena esforzarse mucho. Intercambiamos un par de frases típicas como “¿estudias o trabajas?” y “¿quieres tomar algo?”. “No, gracias”. Creo que mientras mi prima estuvo con aquel primer novio, dejé de visitarla, y ella, seguramente, me lo agradeció. Todavía no le he perdonado del todo aquella encerrona.

En otras ocasiones, si conseguíamos que alguien con auto nos llevara, íbamos un poco más lejos: a Biar, a la Dafnis. ¡Eso sí era lujo!, con distintas salas, enormes, con diferentes ambientes para cada gusto de música y gente, luces y sonido a tutiplén, la gente vestida con sus mejores galas…; y lo más del cosmopolitismo, pues, un sábado por la noche cualquiera, acudía allí gente de todos los pueblos de la comarca, y más allá, lo que ampliaba la perspectiva de socializar con más gente y de ligoteo, por supuesto. 

Si algo hay que destacar de esta discoteca era lo que se llamaba “el horno”, una sala completamente oscura con distintos compartimentos de forma circular, donde las parejas se ocultaban para intimar con toda discreción, una sinvergonzonería para la mentalidad de nuestros padres y abuelos, menos mal que ellos, por lo general, no conocían estos detalles.

Espero que este pequeño paseo por los antros de nuestra época, de los cuales me dejo muchos en el tintero, hayan servido para despertar nostalgias y bonitos recuerdos de cómo nos divertíamos cuando éramos jovenzuelas irresponsables e intrépidas dispuestas a comerse el mundo, un mundo que poco a poco se fue complicando más de lo que podíamos imaginar entonces; pero las ganas de bailar aquellas y otras canciones que vivieron después siguen intactas, solo cuesta un poco más encontrar el momento.

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com

Hubo una época de mi vida, -corta, eso sí, porque me gustaban más otro tipo de música-, en la que frecuenté bastante las discotecas. Serían mediados los 70 y, tal vez, los primeros 80. Yo era entonces demasiado joven para ir a esos lugares oscuros, con luces móviles y deslumbrantes, con la música a todo tren, donde se fumaba sin parar y se bebían cubalibres, y donde siempre había espacio para las canciones lentas para que los chicos te sacaban a bailar a la pista; por todo esto, como buena chica que era, la primera vez pedí permiso en casa para ir, y después de preguntarme con quién, cuando y poniéndome hora de vuelta, me lo concedieron.

Creo que, en aquel entonces, a todos nos marcó aquella película tan discotequera de Fiebre del sábado noche, en la que un tal Tony Manero (John Travolta), un hortera integral, todo hay que decirlo, pero con encanto, era el rey de las pistas de baile; pero estoy convencida de que la importancia e influencia de esta película fue debida más a la música de los Bee Gees, que la historia que nos cuenta: la de un chico currante que sueña con la llegada del fin de semana para maquearse e ir a bailar.

Porque, reconozcámoslo, ¿a quién no se le van los pies detrás de You Should Be Dancing, Stayin’Alive, More Than a Woman, Night Fever, o no se le ablanda el corazón y la sonrisa escuchando How Deep Is your Love? Estas canciones, sin ninguna duda, han quedado, y quedarán, para las siguientes generaciones, en nuestra memoria emocional para siempre.

Pero entre mis preferidas, además de estas de los Bee Gees, también estaban Heaven must Be Missing An Agloria Angel de Tavares, recuerdo bien cómo la bailaban; I Wil Survive y Never Can Say Goodbye de Gloria Gaynor; Don’t Stop ‘Til You Get Enough’ y Thriller de Michael Jackson; Good time de Chic; Shame, Shame, Shame, y I love to love de Tina Charles; September de Earth, Wind &Fire; Funkytown de Lipps Inc.; Get Down On It de Kool & The Gang. Y qué me dicen del Sonido de Filadelfia y Barry White y su Love Theme. Con cualquiera de estas era obligatorio salir a la pista a bailar.

Y entonces, a principio de los 80, llegó la Movida, con la incombustible Alaska y los Pegamoides y su Bailando; y Mecano con su Me colé en una fiesta; Tequila con Salta y Dime qué quieres; Radio Futura con Escuela de Calor, y la entrañable Chica de ayer de Nacha Pop.

Pero también he de decir que, si mi época discotequera duró poco fue, sobre todo, porque para llegar a conseguir escuchar todas estas canciones y volverme loca bailando, antes había que aguantar mucha matraca. 

Las discotecas de aquellos años eran lugares de encuentro, de fiesta y divertimento, en los que se podía bailar, escuchar música adecuada para este fin, porque desde luego, si querías música clásica este no era el lugar. Intentaré recordar en primer lugar las de nuestro pueblo. La más popular y emblemática, creo que estarán de acuerdo, era la Mannix, y aunque a mí me resultaba un poco agobiante por lo pequeña y oscura, y por este motivo, solía ponerse a tope, hay que resaltar su buen ambiente, aunque la media de edad se nos quedaba a mí y a mis amigos un poco alta, en aquel momento.

Por este lugar han pasado generación tras generación durante sus cincuenta años de vida hasta hoy, y con toda seguridad podría afirmar que para muchos yeclanos y yeclanas se agolparán los recuerdos y anécdotas que contar, nada más oír su nombre. El otro día, sin ir más lejos, hablaba con el hermano de una amiga, unos pocos años mayor que nosotras y me contó que su mujer y él se conocieron en este local y, como a ellos, les ocurrió a otros muchos de sus amigos. Eso significa que para muchísimos paisanos este espacio de ocio tiene un epecial significado. 

mannix yecla

Sería una injusticia dejar fuera de estas líneas a la discoteca Lurios que consiguió sobrevivir más de 30 años, y a la Flower. 

Pero no todo quedaba en casa, había que salir del pueblo para explorar otros mundos. Algunos domingos me iba a Caudete a pasarlo con mi prima Gracia, la Tiffanys tenía sesión de tarde los domingos y era una forma divertida de animar esas tediosas horas que preceden al lunes. De aquella discoteca recuerdo en particular que cuando llegaban las “lentas”, las chicas nos poníamos sentadas alrededor de la pista y los chicos venían a sacarnos a bailar. Tengo que decir que, en esos momentos, si no estaba presente algún chico en particular con el que me apeteciera bailar, prefería irme a pedir algo a la barra, al aseo, o incluso esconderme entre los sillones. Ya entonces aquella costumbre me parecía arcaica y ancestral.

Pero por esa época, mi prima se echó un novio y para no tener que cargar conmigo de escopeta, una tarde me presentó a un chico para que me entretuviera mientras ella se iba a los rincones oscuros. De pronto, sonriente, ante mí, me encontré con un tipo de unos treinta años, teñido de rubio y vestido con un traje de chaqueta blanco nuclear, yo casi me muero del susto ante aquella aparición. Pero ahí estaba yo, tragando saliva mientras bailábamos aquello de “amiga, hay que ver cómo es el amor”.

No hay nada más fuera de lugar que bailar una canción tan tierna y sugerente con alguien que ni fu ni fa. Pero había unas reglas de cortesía y tampoco había que despreciar a nadie si, además, el acompañante era correcto y respetuoso contigo, como era el caso. El rato que tuve que pasar en compañía de aquel tipo se me hizo eterno, no sabía de qué hablar con él y, por lo visto, a él parecía ocurrirle algo parecido, pensaría que era solo una cría con la que no merecía la pena esforzarse mucho. Intercambiamos un par de frases típicas como “¿estudias o trabajas?” y “¿quieres tomar algo?”. “No, gracias”. Creo que mientras mi prima estuvo con aquel primer novio, dejé de visitarla, y ella, seguramente, me lo agradeció. Todavía no le he perdonado del todo aquella encerrona.

En otras ocasiones, si conseguíamos que alguien con auto nos llevara, íbamos un poco más lejos: a Biar, a la Dafnis. ¡Eso sí era lujo!, con distintas salas, enormes, con diferentes ambientes para cada gusto de música y gente, luces y sonido a tutiplén, la gente vestida con sus mejores galas…; y lo más del cosmopolitismo, pues, un sábado por la noche cualquiera, acudía allí gente de todos los pueblos de la comarca, y más allá, lo que ampliaba la perspectiva de socializar con más gente y de ligoteo, por supuesto. 

Si algo hay que destacar de esta discoteca era lo que se llamaba “el horno”, una sala completamente oscura con distintos compartimentos de forma circular, donde las parejas se ocultaban para intimar con toda discreción, una sinvergonzonería para la mentalidad de nuestros padres y abuelos, menos mal que ellos, por lo general, no conocían estos detalles.

Espero que este pequeño paseo por los antros de nuestra época, de los cuales me dejo muchos en el tintero, hayan servido para despertar nostalgias y bonitos recuerdos de cómo nos divertíamos cuando éramos jovenzuelas irresponsables e intrépidas dispuestas a comerse el mundo, un mundo que poco a poco se fue complicando más de lo que podíamos imaginar entonces; pero las ganas de bailar aquellas y otras canciones que vivieron después siguen intactas, solo cuesta un poco más encontrar el momento.

Concha Ortega
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Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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