Hubo un tiempo, soy incapaz de concretar cuánto, en el que mi madre enfermó de un misterioso mal por el que tuvo que ser ingresada en el hospital y me dejaron al cuidado de mi abuela Eva.
La abuela vivía en una casa-cueva, allá por el cerro del castillo. No he olvidado la atmósfera fresca y húmeda que se respiraba dentro de aquella casa, cómo la pastosidad incolora lo impregnaba todo, incluidas las sábanas blancas de algodón que planchábamos cada noche antes de meternos en la cama para notar menos la humedad. También ha quedado en algún lugar de mi memoria el olor a humo, a hollín, que provenía de la chimenea baja donde cocinaba su delicioso estofado y el cocido de garbanzos, en un pote de hierro negro; y aquel característico olor a excremento de los animales: gallinas, conejos y algún pavo, que provenía del patio trasero.
La abuela Eva era encaladora. Con una gran brocha atada a una caña larga para alcanzar los rincones más elevados, su enorme guardapolvo y su pañuelo, con cuatro nudos, atado a la cabeza para protegerse el cabello, iba adecentando las típicas casas blancas de los barrios altos del pueblo, azuladas si a la cal se le añadía un poco de azulete. También encalaba los patios de otros barrios cuando se acondicionaban para el verano; incluso alguna casa de campo entraba dentro de su itinerario. Es por eso que la cueva de la abuela, el patio y el pasadizo que comunicaba ambos espacios, lucían aquel blanco tan deslumbrante.
En el corral, la abuela cuidaba gallinas que cuando las dejaba libres, fuera del gallinero, andaban correteando por todos sitios soltando excrementos por doquier. También había una conejera sobre una superficie elevada de cemento con celosía de alambre fino que dibujaba hexágonos por los que introducía alguna zanahoria, hojas de lechuga o tajadas de sandía que los conejos comían gustosamente.
En aquella conejera siempre había una media de diez o doce conejos, entre grandes y chicos. Yo prefería, sin dudarlo, aquellos mamíferos tranquilos y suaves como nubes de algodón que a las correteras y escandalosas gallinas que nunca se dejaban coger.
Una noche, mientras dormíamos, una de las conejas parió diez gazapos. Cuando nos levantamos por la mañana, la abuela me dio la noticia con entusiasmo y me llevó a verlos. Solo pude distinguir unas bolitas rosadas, casi calvas, no mucho más grandes que pelotas de pin pon, acurrucados alrededor del cuerpo de mamá coneja, succionando los muchos pezones que sobresalían bajo el pelo de su vientre. Me resultaba sorprendente que las hembras de la mayoría de los mamíferos pudieran amantar a tantas crías a la vez.
Me fijé en una bola de pelo blanquísimo que destacaba entre las demás. Solo uno de los gazapos era blanco; el resto era gris como la madre, unos más claros, otros más oscuros, casi negros, y alguno mezclado con blanco.
—Podemos ponerles nombres —dije convencida de que era una buena idea y que todos aquellos diminutos seres vivos se convertirían en juguetes de mi propiedad.
—¿A todos? Son muchos —dijo mi abuela cargada de juicio—. Mejor elige uno, el que más te guste, y ponle un nombre.
La abuela sabía que no debía permitir que me encariñase demasiado con aquellos animalitos suaves y pacíficos porque, antes o después, acabarían en la cazuela de algún vecino al que serían vendidos o, peor aún, en el arroz del domingo de nuestra mesa. Así que lo mejor sería desviar mi atención a uno concreto y apartarla del resto.
Abrió la jaula y les echó hierba fresca para que comieran, alfalfa, así llamaba ella a aquella hierba verde oscura de hojas pequeñas. Entonces, mamá coneja abandonó su nido para ir a comer y los conejitos se quedaron solos buscando en el aire la placentera fuente de alimento, emitiendo un sonido indescifrable que, supuse, sería de protesta.
—El blanco es el que más me gusta. ¿Puedo cogerlo? —pedí a la abuela en cuanto pude verlos con claridad sin mamá coneja protegiéndolos.
La abuela abrió la puerta de la jaula para meterse dentro casi entera, sus pies se elevaron del suelo y su barriga blandita descansando en el borde de la jaula, estiró los brazos hasta el fondo, alcanzó el conejito blanco, y me lo entregó con mucho cuidado. Era tan pequeño que podía cubrirlo con mis manos. El animalito seguía olfateando el aire sin cesar, con nerviosa torpeza. Lo acerqué a mi regazo y siguió buscando con desesperación, en el calor de mi cuerpo, la ubre del alimento. Mama coneja no se inmutó, seguramente confiaba en nosotras.
—¿Es chico o chica? —pregunté curiosa.
—Chico —y la abuela me enseñó su anatomía para que no tuviera duda.
—Pues lo llamaré Nube.
—Un nombre muy bien elegido; dentro de unos días será una bola de pelo blanquísimo y, además, vale para los dos sexos.
A partir de ese día, la abuela siempre me dejaba cogerlo un rato cuando volvía del colegio a mediodía mientras ella preparaba la comida. Si mi padre venía a comer con nosotras, resultaba ser un día perfecto, casi feliz, a pesar de la ausencia de mi madre. Si no, la compañía de Nube compensaba la añoranza y la desazón que me producía la falta de mis padres. Pero los animales crecen rápido y aunque Nube seguía siendo blanco y suave como el ala de un ángel, su tamaño y su peso aumentaban a gran velocidad, provocando que fuera menos acogedor tenerlo en brazos.
Mamá regresó del hospital, me decían que estaba mucho mejor, pero todavía seguí un tiempo más viviendo en casa de la abuela mientras ella terminaba de recuperarse, hasta que una tarde vinieron los dos, papá y mamá, y me llevaron de vuelta a casa con ellos.
La abuela me preparó una jaula en la que cortó papeles de periódico a modo de colchón y de absorción y me regaló a Nube para que lo llevara conmigo. El mundo, en aquel instante, debería haberse transformado en un lugar acogedor, luminoso y lleno de amor, sin embargo, mis sentimientos eran ambivalentes y contradictorios. Por un lado, me sentía feliz de volver con ellos, por todo lo que los había echado de menos durante aquellos meses, pero también había dentro de mí una gran inquietud, incluso miedo y recelo.
¿Y si mi madre volvía a convertirse en una extraña? A simple vista parecía la misma de siempre, la de antes de que enfermara. Había desaparecido aquella mirada perdida, inquieta, nerviosa que la llevaba a habitar lejos de nosotros y a ver cosas que los demás no veíamos. Sus manos descansaban ahora relajadas sobre su regazo cuando se sentaba cada tarde en la puerta, al fresco de aquel verano de su regreso, ya no se las frotaba frenéticamente sin cesar hasta hacerse sangre como cuando enfermó. Si me miraba, volvía a encontrarse conmigo, a reconocerme, entonces me sonreía y mi corazón se llenaba de gozo, tanto que a veces la abrazaba y me cobijaba en su regazo como lo hacía con la abuela, aunque ella no era tan blandita y acogedora.
Ante aquellos vaivenes de emociones y miedos, la evasión que supuso tener que cuidar de Nube se convirtió en una gran medicina para mí. A cambio, yo le procuré una larga vida pues nunca fue sacrificado y murió de viejo, años después, cuando yo ya era casi adulta.
Me encantan las dos palabras: enluciera y barreora
«Enluciera» es la palabra, bien apostillado Miguelangel. Mi abuela también lo era, además de «barreora» en la iglesia. En cuanto a las casas-cueva, fue una lástima que desaparecieran todas derribadas por el ayuntamiento. En otros pueblos las han conservado y hoy es un motivo más de atracción turística. Hoy no dejaríamos que lo hicieran. Ea, una pena.
A principios de los años setenta había una enluciera que le llamaban la paja larga, venía a mi casa y lo dejaba todo limpio y blanquísimo con la cal.