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🍁 miércoles 11 diciembre 2024
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Pequeños pedregales

Estoy de resaca de fiestas. Demasiados invitados, mucho vino, mucha pólvora y pocas horas de sueño; lo hemos pasado muy bien, pero de eso ya hablaremos otro día.

En el paseo de ayer, encontré pequeños pedregales a la orilla del camino: montoncitos de piedras y guijarros rematados con caracoles vacíos. Encontré más de veinte, parecían pistas para alguien perdido y como mi perro y yo somos dos seres perdidos decidimos seguir la pista de los pedregales. Saturno caminaba con desgana y distraído.

pequeños pedregales

Vi a lo lejos un hombre joven venido de otro tiempo, labrando un bancal con mula y arado de los antiguos, de la época de la tierra seca y del hambre. Detrás de él, caminaba un niño deshaciendo los surcos con un escobón de palma.

Fui acercándome, se movían lentamente, la mula era flaca, el hombre escuálido y portaba un sombrero viejo de paja que le proyectaba una sombra oscura sobre la cara; no podía distinguir sus rasgos. El niño iba medio desnudo a pesar del frío y su piel era de un blanco deslumbrante; sus brazos eran enormes y canturreaba. Al final de la parcela, se encontraban las ruinas de una vieja casa de la que solo quedaban dos paredes de piedra y una puerta que otrora debía dar paso a un corral.

De pronto, pude ver con claridad cómo los tres atravesaban el umbral y desaparecieron al cruzarlo: primero la mula arrastrando el arado, después el hombre del sombrero de paja pisando la tierra con cuidado, como si temiera dañarse los pies; y, por último, el niño con el escobón borrando los surcos y las huellas, que entró de espaldas.

Saturno empezó a ladrar y no quería acercarse, miraba a las ruinas con miedo y se interpuso entre estas y yo. De pronto, escuché pasos a mi espalda, volví la cabeza y vi a mi vecino Pelayo acercarse, llevaba la escopeta al hombro y su perro rezagado olfateaba los rastrojos. Le conté lo del tío del arado y cómo habían desaparecido detrás de la falsa puerta y se echó a reír:

—La tierra está llena de maleza, este bancal no se labra desde hace más de cinco años. Era de mi tío Camilo y sus hijos viven en la ciudad, no quieren saber nada de tierras y han renunciado a la herencia.
—¿Y la casa? —le pregunté.
—Esa casa era de un antepasado mío, de la época de la expulsión de los moriscos. Está en terreno de nadie, y subsiste de manera casi simbólica. Nadie se ocupa de ella; dicen que está maldita.

Una trueno retumbó en ese instante, mi perro y yo nos sobresaltamos, el cielo era de un gris plateado y una extraña luz perezosa alumbraba los cerros; no se movía ni una sola brizna de hierba, no amenazaba lluvia. Mi vecino impasible se encendió un cigarro y nos invitó a dar un paseo juntos.

—Voy a revisar las colmenas y a ver si cazo alguna liebre.

Los dos perros correteaban entre ribazos y atochales persiguiendo pájaros. El paseo fue largo y la mañana insípida y aburrida; no apareció ninguna liebre.

No he podido dormir esta noche, el hombre del sombrero de paja con el arado, la mula mansa de caminar cansino y el niño medio desnudo no se me van de la cabeza y si cierro los ojos aparecen uno labrando surcos y el otro barriendo con el escobón.

Mi sobrino sigue durmiendo, todos los invitados se despidieron ayer, pero Philipe le ha cogido el gusto al pueblo y a las fiestas y dice que se queda hasta el día de la Subida.


Relatos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Estoy de resaca de fiestas. Demasiados invitados, mucho vino, mucha pólvora y pocas horas de sueño; lo hemos pasado muy bien, pero de eso ya hablaremos otro día.

En el paseo de ayer, encontré pequeños pedregales a la orilla del camino: montoncitos de piedras y guijarros rematados con caracoles vacíos. Encontré más de veinte, parecían pistas para alguien perdido y como mi perro y yo somos dos seres perdidos decidimos seguir la pista de los pedregales. Saturno caminaba con desgana y distraído.

pequeños pedregales

Vi a lo lejos un hombre joven venido de otro tiempo, labrando un bancal con mula y arado de los antiguos, de la época de la tierra seca y del hambre. Detrás de él, caminaba un niño deshaciendo los surcos con un escobón de palma.

Fui acercándome, se movían lentamente, la mula era flaca, el hombre escuálido y portaba un sombrero viejo de paja que le proyectaba una sombra oscura sobre la cara; no podía distinguir sus rasgos. El niño iba medio desnudo a pesar del frío y su piel era de un blanco deslumbrante; sus brazos eran enormes y canturreaba. Al final de la parcela, se encontraban las ruinas de una vieja casa de la que solo quedaban dos paredes de piedra y una puerta que otrora debía dar paso a un corral.

De pronto, pude ver con claridad cómo los tres atravesaban el umbral y desaparecieron al cruzarlo: primero la mula arrastrando el arado, después el hombre del sombrero de paja pisando la tierra con cuidado, como si temiera dañarse los pies; y, por último, el niño con el escobón borrando los surcos y las huellas, que entró de espaldas.

Saturno empezó a ladrar y no quería acercarse, miraba a las ruinas con miedo y se interpuso entre estas y yo. De pronto, escuché pasos a mi espalda, volví la cabeza y vi a mi vecino Pelayo acercarse, llevaba la escopeta al hombro y su perro rezagado olfateaba los rastrojos. Le conté lo del tío del arado y cómo habían desaparecido detrás de la falsa puerta y se echó a reír:

—La tierra está llena de maleza, este bancal no se labra desde hace más de cinco años. Era de mi tío Camilo y sus hijos viven en la ciudad, no quieren saber nada de tierras y han renunciado a la herencia.
—¿Y la casa? —le pregunté.
—Esa casa era de un antepasado mío, de la época de la expulsión de los moriscos. Está en terreno de nadie, y subsiste de manera casi simbólica. Nadie se ocupa de ella; dicen que está maldita.

Una trueno retumbó en ese instante, mi perro y yo nos sobresaltamos, el cielo era de un gris plateado y una extraña luz perezosa alumbraba los cerros; no se movía ni una sola brizna de hierba, no amenazaba lluvia. Mi vecino impasible se encendió un cigarro y nos invitó a dar un paseo juntos.

—Voy a revisar las colmenas y a ver si cazo alguna liebre.

Los dos perros correteaban entre ribazos y atochales persiguiendo pájaros. El paseo fue largo y la mañana insípida y aburrida; no apareció ninguna liebre.

No he podido dormir esta noche, el hombre del sombrero de paja con el arado, la mula mansa de caminar cansino y el niño medio desnudo no se me van de la cabeza y si cierro los ojos aparecen uno labrando surcos y el otro barriendo con el escobón.

Mi sobrino sigue durmiendo, todos los invitados se despidieron ayer, pero Philipe le ha cogido el gusto al pueblo y a las fiestas y dice que se queda hasta el día de la Subida.


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