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🍁 martes 03 diciembre 2024
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Pesadillas y sueños

A Francisca

Hoy no es uno de mis mejores días, y no, no estoy en esos días, aquel engorro dejó de visitarme hace ya bastantes años, es que esta noche no he dormido nada bien. Me despertó de madrugada una especie de pesadilla: Reme y yo discutíamos acaloradamente sobre la amnistía en Cataluña, yo me manifestaba en contra, ella a favor, y en el sueño, mientras hablaba, no era capaz de reconocer, como míos, los argumentos con los que debatía, tampoco podría repetir los que ella defendía, porque, en realidad, lo que me desasosegaba del sueño no eran nuestras palabras ni los distintos razonamientos planteados, sino la disputa en sí.

El caso es que una vez despierta, con mis facultades de raciocinio recuperadas, sigo sin entender por qué tomábamos, oníricamente se entiende, posturas tan dispares cuando, por lo general, solemos estar bastante de acuerdo en temas políticos y sociales y, además, mi yo real no es, en absoluto, de esa opinión, ni tampoco de la contraria.

Pero, sea por el motivo que fuere, me he despertado muy alterada, el corazón latiéndome con fuerza, y ya no he podido volver a dormir. Entonces, he empezado a dar vueltas y vueltas en la cama, con pensamientos extraños y desconcertantes acudiendo a mi mente a su libre albedrío. Me ha dado por reflexionar sobre el porqué de un sueño tan absurdo; ya sé que casi siempre lo son, pero a veces tienen un porqué que hay que escudriñar. Así pues, tras varios giros de molino y bastantes suspiros, todos los que no he podido contener para no despertar a Salvador, he llegado a la conclusión de que el problema entre Reme y yo no es para nada la amnistía, ni ninguna otra discrepancia política, sino que algo mucho más personal debe estar ocurriendo entre nosotras.

Hasta este instante no me había dado cuenta de que desde hace demasiado tiempo no nos vemos ni hablamos. He intentado recordar cuándo fue la última vez que nos vimos. Fue un viernes por la noche, dos meses atrás, que salimos a cenar, con Salvador, Alberto, su pareja, y otros amigos, y creo que sí, ese día ocurrió algo. Desde hace un tiempo, tengo la sensación de que Alberto suele hablarle a Reme con cierta agresividad, con un tono sarcástico nada divertido y, en aquella ocasión, le lanzó uno de esos comentarios desagradables directamente dirigido a ella, no recuerdo exactamente cuál.

Yo, haciendo alarde de mi buena amistad con ella, le replique, le pedí que no le hablara así a mi amiga. Lo dije de la forma más amigable posible, con el ánimo de suavizar la reprimenda, que fuera interpretado como una broma inocente, aunque no lo fuera. Por un instante, la mirada de Reme y la mía se cruzaron, y advertí en ella un gesto ambiguo que podría ser, en parte, de complicidad, pero también de vergüenza al haber sido pillada en el secreto personal mejor guardado, pero no le di importancia y me olvidé de inmediato.

Desde ese día no nos hemos vuelto a ver. Yo la he llamado en alguna ocasión para quedar, pero ella siempre ha buscado alguna excusa, tampoco hemos mantenido ninguna conversación sustancial por teléfono, al margen de “¿todo bien?”, “otro día”, “hablamos”, “adiós”. Y yo, absorta en mis quehaceres diarios, que no son pocos, tampoco me había parado a pensarlo hasta esta noche. Es posible también que todo sean imaginaciones mías, que la oscuridad de la noche atraiga los fantasmas de esa clase que se desvanece en cuanto amanece y, de nuevo, se pone en marcha la vida.

Cuando Reme y yo éramos tan solo unas escolares, andábamos siempre juntas, no nos separábamos ni para ir al baño. Vivíamos en la misma calle y estábamos en continuo contacto la una con la otra. Los deberes, cada tarde, en su casa o en la mía, después a callejear un rato, a saltar el elástico o a la comba, al mate; el fitolé lo dejábamos para el verano que estaba menos oscuro.

Pero lo que nos unía de verdad eran los sueños que compartíamos. Durante una primera época quisimos ser bailarinas de ballet. Nos encerrábamos en un cuarto con una radio y buscábamos música («El lago de los cisnes» era nuestra preferida) que sirviera para ponernos a hacer puntas, vueltas y piruetas en el aire, se nos resistía el spagat. En una ocasión, nuestras madres, cómplices de aquella ilusión, accedieron a cosernos un tutú que no nos quitábamos ni para dormir. Deshilachado de tanto uso, fue a parar tiempo después a la basura.

Cuando crecimos un poco, decepcionadas con los escasos avances obtenidos en el baile, empezamos a idear otros proyectos. Una de las muchas noches en vela cuando nos quedábamos a dormir juntas en su casa o en la mía, decidimos que, cuando fuéramos mayores, montaríamos un negocio. Barajábamos varias preferencias: peluquería y estética podría ser divertido, o mejor un restaurante de éxito. Con los negocios nos haríamos ricas y nos gastaríamos nuestra fortuna viajando por todo el mundo.

Al llegar al instituto, algo cambió. Cierta ambición intelectual se apoderó de nosotras. Programas como La Clave o Informe Semanal, se convirtieron en nuestros preferidos, y decidimos que la profesión periodística era la que mejor encajaba con nosotras. Iríamos juntas a Madrid a estudiar periodismo. Nos convertiríamos en reporteras famosas, de las que van por el mundo en busca de las noticias más espectaculares y peligrosas, no le haríamos ascos a lugares en conflictos o en guerra. Pero lo más parecido que conseguimos en este campo fue apuntarnos al periódico del instituto, y participar en la hoja parroquial. Tal vez por aquella vieja vocación, ahora yo les cuentos historias en este periódico local.

Es cierto que aquellos viejos sueños quedaron en el olvido porque la vida te arrastra a gran velocidad, como un torbellino, hacia lugares que no eran los planeados; que ni Reme ni yo hemos conseguido saciar ninguna de aquellas ilusiones, que lo único que hemos hecho desde que crecimos lo suficiente ha sido trabajar y cuidar de nuestras familias, pero eso sí, mientras no ocurría nada de aquello que anhelábamos, han ocurrido otras cosas maravillosas con las que no contábamos: nos enamoramos en más de una ocasión, nacieron nuestros hijos, nos ha dado tiempo a leer muchos libros, a ver muchas películas y asistir a algún concierto de nuestros artistas preferidos, y algún viaje que otro también hemos hecho. Todas estas aficiones las hemos seguido compartiendo durante nuestra larga amistad, por todo eso su distancia me hace daño y la echo de menos.

Me he levantado temprano, harta de no conseguir conciliar el sueño. Salvador duerme todavía. Cierro la puerta del dormitorio para no despertarlo. Hago un café con leche y me siento en la mesa de la cocina. Hoy es sábado, no tengo que salir corriendo a trabajar. Una luz tenue de otoño entra por la ventana. Mi móvil está siempre a mi lado, en eso soy una víctima más de la época que nos ha tocado vivir. De pronto entra un mensaje de WhatsApp, ¿tan temprano?, pienso. Lo miro y no puedo creerlo, es de Reme. «¿Qué haces hoy? ¿Nos vemos esta tarde un rato? Tengo que contarte algo importante”. Yo le envío un emoticono de preocupación. “Por supuesto, cuando tú me digas”, respondo. Para que luego digan que la telepatía no existe.

Este relato, posiblemente, continuará.


Relatos de Concha Ortega

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com

A Francisca

Hoy no es uno de mis mejores días, y no, no estoy en esos días, aquel engorro dejó de visitarme hace ya bastantes años, es que esta noche no he dormido nada bien. Me despertó de madrugada una especie de pesadilla: Reme y yo discutíamos acaloradamente sobre la amnistía en Cataluña, yo me manifestaba en contra, ella a favor, y en el sueño, mientras hablaba, no era capaz de reconocer, como míos, los argumentos con los que debatía, tampoco podría repetir los que ella defendía, porque, en realidad, lo que me desasosegaba del sueño no eran nuestras palabras ni los distintos razonamientos planteados, sino la disputa en sí.

El caso es que una vez despierta, con mis facultades de raciocinio recuperadas, sigo sin entender por qué tomábamos, oníricamente se entiende, posturas tan dispares cuando, por lo general, solemos estar bastante de acuerdo en temas políticos y sociales y, además, mi yo real no es, en absoluto, de esa opinión, ni tampoco de la contraria.

Pero, sea por el motivo que fuere, me he despertado muy alterada, el corazón latiéndome con fuerza, y ya no he podido volver a dormir. Entonces, he empezado a dar vueltas y vueltas en la cama, con pensamientos extraños y desconcertantes acudiendo a mi mente a su libre albedrío. Me ha dado por reflexionar sobre el porqué de un sueño tan absurdo; ya sé que casi siempre lo son, pero a veces tienen un porqué que hay que escudriñar. Así pues, tras varios giros de molino y bastantes suspiros, todos los que no he podido contener para no despertar a Salvador, he llegado a la conclusión de que el problema entre Reme y yo no es para nada la amnistía, ni ninguna otra discrepancia política, sino que algo mucho más personal debe estar ocurriendo entre nosotras.

Hasta este instante no me había dado cuenta de que desde hace demasiado tiempo no nos vemos ni hablamos. He intentado recordar cuándo fue la última vez que nos vimos. Fue un viernes por la noche, dos meses atrás, que salimos a cenar, con Salvador, Alberto, su pareja, y otros amigos, y creo que sí, ese día ocurrió algo. Desde hace un tiempo, tengo la sensación de que Alberto suele hablarle a Reme con cierta agresividad, con un tono sarcástico nada divertido y, en aquella ocasión, le lanzó uno de esos comentarios desagradables directamente dirigido a ella, no recuerdo exactamente cuál.

Yo, haciendo alarde de mi buena amistad con ella, le replique, le pedí que no le hablara así a mi amiga. Lo dije de la forma más amigable posible, con el ánimo de suavizar la reprimenda, que fuera interpretado como una broma inocente, aunque no lo fuera. Por un instante, la mirada de Reme y la mía se cruzaron, y advertí en ella un gesto ambiguo que podría ser, en parte, de complicidad, pero también de vergüenza al haber sido pillada en el secreto personal mejor guardado, pero no le di importancia y me olvidé de inmediato.

Desde ese día no nos hemos vuelto a ver. Yo la he llamado en alguna ocasión para quedar, pero ella siempre ha buscado alguna excusa, tampoco hemos mantenido ninguna conversación sustancial por teléfono, al margen de “¿todo bien?”, “otro día”, “hablamos”, “adiós”. Y yo, absorta en mis quehaceres diarios, que no son pocos, tampoco me había parado a pensarlo hasta esta noche. Es posible también que todo sean imaginaciones mías, que la oscuridad de la noche atraiga los fantasmas de esa clase que se desvanece en cuanto amanece y, de nuevo, se pone en marcha la vida.

Cuando Reme y yo éramos tan solo unas escolares, andábamos siempre juntas, no nos separábamos ni para ir al baño. Vivíamos en la misma calle y estábamos en continuo contacto la una con la otra. Los deberes, cada tarde, en su casa o en la mía, después a callejear un rato, a saltar el elástico o a la comba, al mate; el fitolé lo dejábamos para el verano que estaba menos oscuro.

Pero lo que nos unía de verdad eran los sueños que compartíamos. Durante una primera época quisimos ser bailarinas de ballet. Nos encerrábamos en un cuarto con una radio y buscábamos música («El lago de los cisnes» era nuestra preferida) que sirviera para ponernos a hacer puntas, vueltas y piruetas en el aire, se nos resistía el spagat. En una ocasión, nuestras madres, cómplices de aquella ilusión, accedieron a cosernos un tutú que no nos quitábamos ni para dormir. Deshilachado de tanto uso, fue a parar tiempo después a la basura.

Cuando crecimos un poco, decepcionadas con los escasos avances obtenidos en el baile, empezamos a idear otros proyectos. Una de las muchas noches en vela cuando nos quedábamos a dormir juntas en su casa o en la mía, decidimos que, cuando fuéramos mayores, montaríamos un negocio. Barajábamos varias preferencias: peluquería y estética podría ser divertido, o mejor un restaurante de éxito. Con los negocios nos haríamos ricas y nos gastaríamos nuestra fortuna viajando por todo el mundo.

Al llegar al instituto, algo cambió. Cierta ambición intelectual se apoderó de nosotras. Programas como La Clave o Informe Semanal, se convirtieron en nuestros preferidos, y decidimos que la profesión periodística era la que mejor encajaba con nosotras. Iríamos juntas a Madrid a estudiar periodismo. Nos convertiríamos en reporteras famosas, de las que van por el mundo en busca de las noticias más espectaculares y peligrosas, no le haríamos ascos a lugares en conflictos o en guerra. Pero lo más parecido que conseguimos en este campo fue apuntarnos al periódico del instituto, y participar en la hoja parroquial. Tal vez por aquella vieja vocación, ahora yo les cuentos historias en este periódico local.

Es cierto que aquellos viejos sueños quedaron en el olvido porque la vida te arrastra a gran velocidad, como un torbellino, hacia lugares que no eran los planeados; que ni Reme ni yo hemos conseguido saciar ninguna de aquellas ilusiones, que lo único que hemos hecho desde que crecimos lo suficiente ha sido trabajar y cuidar de nuestras familias, pero eso sí, mientras no ocurría nada de aquello que anhelábamos, han ocurrido otras cosas maravillosas con las que no contábamos: nos enamoramos en más de una ocasión, nacieron nuestros hijos, nos ha dado tiempo a leer muchos libros, a ver muchas películas y asistir a algún concierto de nuestros artistas preferidos, y algún viaje que otro también hemos hecho. Todas estas aficiones las hemos seguido compartiendo durante nuestra larga amistad, por todo eso su distancia me hace daño y la echo de menos.

Me he levantado temprano, harta de no conseguir conciliar el sueño. Salvador duerme todavía. Cierro la puerta del dormitorio para no despertarlo. Hago un café con leche y me siento en la mesa de la cocina. Hoy es sábado, no tengo que salir corriendo a trabajar. Una luz tenue de otoño entra por la ventana. Mi móvil está siempre a mi lado, en eso soy una víctima más de la época que nos ha tocado vivir. De pronto entra un mensaje de WhatsApp, ¿tan temprano?, pienso. Lo miro y no puedo creerlo, es de Reme. «¿Qué haces hoy? ¿Nos vemos esta tarde un rato? Tengo que contarte algo importante”. Yo le envío un emoticono de preocupación. “Por supuesto, cuando tú me digas”, respondo. Para que luego digan que la telepatía no existe.

Este relato, posiblemente, continuará.


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Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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