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✝️ viernes 29 marzo 2024
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El pobre Pascualín

Cuando vivía la abuela Eva, algunos domingos solíamos juntarnos en su casa, a comer toda la familia. Eran días de mucho trajín: preparar la lumbre en el patio con los sarmientos y cepas viejas; matar el conejo y el pollo, pelarlos y trocearlos, hacer el sofrito; preparar los aperitivos, todos en círculo y con las manos bien lavadas, al solecito del invierno; desmigar la torta, cuando tocaban gazpachos.

Las mujeres eran las que solían hacer la mayor parte del trabajo; los hombres, como mucho, se encargaban del fuego; aunque, como en este caso la experta era la abuela, ni eso hacían. Así que, mientras las mujeres trabajaban, ellos vino va, cerveza viene, discutiendo de fútbol o de política. Y subiendo la voz conforme el alcohol iba desinhibiendo el ánimo. Los chiquillos correteando, jugando, voceando e incluso peleando. A mí me aturdía tanto jaleo y como todo el mundo andaba en sus cosas, me escabullía por algún rincón de la casa buscando un entretenimiento más sosegado.

Uno de aquellos días me puse a registrar los cajones de la cómoda de la abuela, donde siempre descubría algo en lo que no había reparado antes. Así fue como me tropecé con la caja ‘de los recuerdos’ que ya había ojeado en alguna ocasión, pero no con la profundidad suficiente. Delante de mí desfilaron abuelos, tíos, padres, primos y hermanos. También había fotos mías propias, con distintas edades y fisonomías. Me resultaba divertido ver a mi padre muy delgado, con camisa ajustada y gafas enormes y cuadradas, o a mis abuelos jóvenes y bellos.

Con más o menos atino fui identificando a todos los retratados hasta que, de pronto, me topé con un desconocido. Era un primer plano de un niño de pocos años, tres o cuatro, guapo, más rubio que moreno, ojos claros y sonrisa dulce y amigable. La curiosidad me llevó hasta el patio para preguntar a la abuela quién era aquel ser angelical. La encontré entre el humo, descansando un momento en su silla de anea, colorada y fatigada de atizar el fuego inmenso que alimentaban los manojos de sarmientos.

—Pascualín, el hijo pequeño del cabrero —dijo sin dudarlo, secándose con su pañuelo una gota de sudor que se deslizaba por su frente—. La foto me la trajo su padre unos días después de que desapareciera. Las estuvo repartiendo por todo el pueblo, por si alguien lo encontraba.
—¿Desapareció? —pregunté alarmada.
—Sí. Lo buscaron durante días por los montes cercanos a su casa, fue todo el pueblo, hasta la Guardia Civil con perros, pero ni rastro del pequeño; la tierra se lo tragó. Qué pena y qué miedo pasamos aquellos días.

Yo también sentí esa misma pena de la que hablaba la abuela por aquel niño tan pequeño y tan guapo, pues inmediatamente me puse en su lugar. Me imaginé a mí misma perdida en el bosque como Hansel y Gretel, muerta de hambre y de frío, asustada por la oscuridad de la noche; o robada por personas malvadas que me vendían a unos padres desconocidos; o llevada a un orfelinato en un país lejano obligada a trabajar como esclava por un mendrugo de pan, como a David Cooperfield, y se me erizaba el pelo. Pero ese día había demasiado jaleo para profundizar en aquel asunto, así que decidí esperar una ocasión más propicia para que la abuela me contara toda la historia con pelos y señales.

Solo unos días después, el día de San Marcos, la abuela nos llevó a todos los niños, hermanos y primos, de excursión al campo. Cada uno con su mona con huevo y su cantimplora en la mochila. Al poco de dejar atrás la última casa del pueblo y tomar el primer camino de tierra, pasamos por una humilde casa, encalada de blanco ya desconchada, que parecía abandonada.
—Mira Conchita, aquí vivía Pascualín, el del cabrero, el nene por el que me preguntaste el otro día —me informó la abuela de paso.

Me paré en seco y le pedí que me dejara husmear un momento.
—¿No vive nadie? —era evidente que, por su aspecto, la casa estaba abandonada, pero quise asegurarme antes de empezar a curiosear.
—Así es —confirmó ella— se marcharon del pueblo hace años.
—¿Por qué?
—Pasaron muchas cosas después de la desaparición del niño —dijo la abuela con gesto triste y misterioso a la vez.

Solo mi prima Gracia y yo dimos muestras de curiosidad; los chicos aprovecharon la parada para darle un rato al balón. Cruzamos una pequeña parcela llena de hierbajos con algunos almendros que empezaban a dar forma a sus tiernos frutos, antes de llegar a la entrada de la casita. Una puerta de rejas verde y oxidada, cerrada con candado, daba paso a un rellano donde otra puerta interior, esta con cristales rotos, daba acceso a la casa. Era imposible entrar al interior, pero justo en la izquierda del recinto de entrada, la pared mostraba un enorme boquete en el centro, lo suficientemente amplio para ver el interior de lo que parecía una habitación ciega.

—¿Abuela, por qué hay un agujero en la pared? ¿Alguien buscaba un tesoro escondido? —se me ocurrió preguntar.
La abuela se acercó para comprobar por ella misma lo que le anunciamos; observó pensativa durante unos segundos y después llegó a una conclusión.
—Veréis, tras varios días de buscar al pobre Pascualín sin encontrar nada, la Guardia civil interrogó a los padres. Se habló de que tal vez el niño no se había perdido, sino que los padres le habían hecho algo, lo habían ocultado en algún sitio y después se habían inventado lo de la desaparición. Registraron la casa de cabo a rabo y, como ahí había una habitación oculta, picaron la pared por si hubieran emparedado allí al pobre chiquillo. Pero no encontraron nada.

—Al poco de que esto ocurriera, —continuó contando la abuela mientras caminábamos— como yo les tenía arrendadas unas parcelas para que plantaran cereales para dar de comer a los animales y venían a pagarme cada tanto, se presentaron a verme. Venía toda la familia, el padre, la madre y los tres hijos que les quedaban; todos de punta en blanco, ropa nueva, zapatos nuevos, incluso con joyas y relojes que no me parecían, ni mucho menos de saldo. Y un coche recién comprado los esperaba aparcado en la puerta.

—El cabrero —avanzó— me dijo que venían a liquidar el último pago y de paso a despedirse, que les había tocado la lotería y que como el pueblo les había tratado tan mal y los había acusado de cosas tan horribles, se marchaban, que bastantes penas arrastraban ya entre unas cosas y otras. Pero que Dios, que todo lo sabe y es todopoderoso, se había apiadado de ellos y los había compensado con aquel premio. Me dijo que habían comprado una casa en un pueblo, no recuerdo cuál, creo que no lo había oído nunca, pero lejos de aquí, y pensaban quedarse allí con un comercio de ultramarinos que traspasaban.

—Tras la marcha de la familia del cabrero —prosiguió mi abuela— no había otro tema de conversación. En la panadería, en la peluquería, en los corrillos de las esquinas, allí donde se juntaran dos o más personas, no se hablaba de otra cosa, y todos parecían saber lo que, de verdad, le había ocurrido a Pascualín.

—De lotería nada de nada, —contó la Juani, una de las vecinas—. Ella estaba convencida de que al niño lo vendieron a una de esas familias ricas que no pueden tener hijos, y llegó a esa conclusión porque la misma noche, víspera de la desaparición, pasaba por cal’ cabrero camino de su casa, y vio un coche negro muy lujoso allí aparcado en la misma puerta; y dentro escuchó una conversación, claro que ella no se paró a escuchar pues no era asunto suyo. Justo al día siguiente, dieron la voz de alarma de la desaparición.

—El caso es que, pasara lo que pasara, nunca sabremos con certeza qué fue de Pascualín y la familia nunca más se supo. Todo un misterio— concluyó la abuela.

La tarde era cálida. Los campos verdeaban moteados por margaritas blancas y amarillas, y amapolas. Las viñas estaban en todo su esplendor y al fondo nos esperaba un Cerrico de la Fuente lleno de pinos para pasar la tarde. Mientras caminábamos, imaginé que de mayor sería una reputada detective que resolvería todos los casos y aclararía cada uno de los misterios que acontecen a nuestro alrededor. La foto de Pascualín me la guardé para recordarlo y por si alguna vez el misterio llegaba a resolverse. Creo que todavía la conservo por algún cajón. Por cierto, la mona con huevo y unas cuantas onzas de chocolate de postre me supieron a gloria “a la sombra de los pinos”.


Relatos de Concha Ortega

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com

Cuando vivía la abuela Eva, algunos domingos solíamos juntarnos en su casa, a comer toda la familia. Eran días de mucho trajín: preparar la lumbre en el patio con los sarmientos y cepas viejas; matar el conejo y el pollo, pelarlos y trocearlos, hacer el sofrito; preparar los aperitivos, todos en círculo y con las manos bien lavadas, al solecito del invierno; desmigar la torta, cuando tocaban gazpachos.

Las mujeres eran las que solían hacer la mayor parte del trabajo; los hombres, como mucho, se encargaban del fuego; aunque, como en este caso la experta era la abuela, ni eso hacían. Así que, mientras las mujeres trabajaban, ellos vino va, cerveza viene, discutiendo de fútbol o de política. Y subiendo la voz conforme el alcohol iba desinhibiendo el ánimo. Los chiquillos correteando, jugando, voceando e incluso peleando. A mí me aturdía tanto jaleo y como todo el mundo andaba en sus cosas, me escabullía por algún rincón de la casa buscando un entretenimiento más sosegado.

Uno de aquellos días me puse a registrar los cajones de la cómoda de la abuela, donde siempre descubría algo en lo que no había reparado antes. Así fue como me tropecé con la caja ‘de los recuerdos’ que ya había ojeado en alguna ocasión, pero no con la profundidad suficiente. Delante de mí desfilaron abuelos, tíos, padres, primos y hermanos. También había fotos mías propias, con distintas edades y fisonomías. Me resultaba divertido ver a mi padre muy delgado, con camisa ajustada y gafas enormes y cuadradas, o a mis abuelos jóvenes y bellos.

Con más o menos atino fui identificando a todos los retratados hasta que, de pronto, me topé con un desconocido. Era un primer plano de un niño de pocos años, tres o cuatro, guapo, más rubio que moreno, ojos claros y sonrisa dulce y amigable. La curiosidad me llevó hasta el patio para preguntar a la abuela quién era aquel ser angelical. La encontré entre el humo, descansando un momento en su silla de anea, colorada y fatigada de atizar el fuego inmenso que alimentaban los manojos de sarmientos.

—Pascualín, el hijo pequeño del cabrero —dijo sin dudarlo, secándose con su pañuelo una gota de sudor que se deslizaba por su frente—. La foto me la trajo su padre unos días después de que desapareciera. Las estuvo repartiendo por todo el pueblo, por si alguien lo encontraba.
—¿Desapareció? —pregunté alarmada.
—Sí. Lo buscaron durante días por los montes cercanos a su casa, fue todo el pueblo, hasta la Guardia Civil con perros, pero ni rastro del pequeño; la tierra se lo tragó. Qué pena y qué miedo pasamos aquellos días.

Yo también sentí esa misma pena de la que hablaba la abuela por aquel niño tan pequeño y tan guapo, pues inmediatamente me puse en su lugar. Me imaginé a mí misma perdida en el bosque como Hansel y Gretel, muerta de hambre y de frío, asustada por la oscuridad de la noche; o robada por personas malvadas que me vendían a unos padres desconocidos; o llevada a un orfelinato en un país lejano obligada a trabajar como esclava por un mendrugo de pan, como a David Cooperfield, y se me erizaba el pelo. Pero ese día había demasiado jaleo para profundizar en aquel asunto, así que decidí esperar una ocasión más propicia para que la abuela me contara toda la historia con pelos y señales.

Solo unos días después, el día de San Marcos, la abuela nos llevó a todos los niños, hermanos y primos, de excursión al campo. Cada uno con su mona con huevo y su cantimplora en la mochila. Al poco de dejar atrás la última casa del pueblo y tomar el primer camino de tierra, pasamos por una humilde casa, encalada de blanco ya desconchada, que parecía abandonada.
—Mira Conchita, aquí vivía Pascualín, el del cabrero, el nene por el que me preguntaste el otro día —me informó la abuela de paso.

Me paré en seco y le pedí que me dejara husmear un momento.
—¿No vive nadie? —era evidente que, por su aspecto, la casa estaba abandonada, pero quise asegurarme antes de empezar a curiosear.
—Así es —confirmó ella— se marcharon del pueblo hace años.
—¿Por qué?
—Pasaron muchas cosas después de la desaparición del niño —dijo la abuela con gesto triste y misterioso a la vez.

Solo mi prima Gracia y yo dimos muestras de curiosidad; los chicos aprovecharon la parada para darle un rato al balón. Cruzamos una pequeña parcela llena de hierbajos con algunos almendros que empezaban a dar forma a sus tiernos frutos, antes de llegar a la entrada de la casita. Una puerta de rejas verde y oxidada, cerrada con candado, daba paso a un rellano donde otra puerta interior, esta con cristales rotos, daba acceso a la casa. Era imposible entrar al interior, pero justo en la izquierda del recinto de entrada, la pared mostraba un enorme boquete en el centro, lo suficientemente amplio para ver el interior de lo que parecía una habitación ciega.

—¿Abuela, por qué hay un agujero en la pared? ¿Alguien buscaba un tesoro escondido? —se me ocurrió preguntar.
La abuela se acercó para comprobar por ella misma lo que le anunciamos; observó pensativa durante unos segundos y después llegó a una conclusión.
—Veréis, tras varios días de buscar al pobre Pascualín sin encontrar nada, la Guardia civil interrogó a los padres. Se habló de que tal vez el niño no se había perdido, sino que los padres le habían hecho algo, lo habían ocultado en algún sitio y después se habían inventado lo de la desaparición. Registraron la casa de cabo a rabo y, como ahí había una habitación oculta, picaron la pared por si hubieran emparedado allí al pobre chiquillo. Pero no encontraron nada.

—Al poco de que esto ocurriera, —continuó contando la abuela mientras caminábamos— como yo les tenía arrendadas unas parcelas para que plantaran cereales para dar de comer a los animales y venían a pagarme cada tanto, se presentaron a verme. Venía toda la familia, el padre, la madre y los tres hijos que les quedaban; todos de punta en blanco, ropa nueva, zapatos nuevos, incluso con joyas y relojes que no me parecían, ni mucho menos de saldo. Y un coche recién comprado los esperaba aparcado en la puerta.

—El cabrero —avanzó— me dijo que venían a liquidar el último pago y de paso a despedirse, que les había tocado la lotería y que como el pueblo les había tratado tan mal y los había acusado de cosas tan horribles, se marchaban, que bastantes penas arrastraban ya entre unas cosas y otras. Pero que Dios, que todo lo sabe y es todopoderoso, se había apiadado de ellos y los había compensado con aquel premio. Me dijo que habían comprado una casa en un pueblo, no recuerdo cuál, creo que no lo había oído nunca, pero lejos de aquí, y pensaban quedarse allí con un comercio de ultramarinos que traspasaban.

—Tras la marcha de la familia del cabrero —prosiguió mi abuela— no había otro tema de conversación. En la panadería, en la peluquería, en los corrillos de las esquinas, allí donde se juntaran dos o más personas, no se hablaba de otra cosa, y todos parecían saber lo que, de verdad, le había ocurrido a Pascualín.

—De lotería nada de nada, —contó la Juani, una de las vecinas—. Ella estaba convencida de que al niño lo vendieron a una de esas familias ricas que no pueden tener hijos, y llegó a esa conclusión porque la misma noche, víspera de la desaparición, pasaba por cal’ cabrero camino de su casa, y vio un coche negro muy lujoso allí aparcado en la misma puerta; y dentro escuchó una conversación, claro que ella no se paró a escuchar pues no era asunto suyo. Justo al día siguiente, dieron la voz de alarma de la desaparición.

—El caso es que, pasara lo que pasara, nunca sabremos con certeza qué fue de Pascualín y la familia nunca más se supo. Todo un misterio— concluyó la abuela.

La tarde era cálida. Los campos verdeaban moteados por margaritas blancas y amarillas, y amapolas. Las viñas estaban en todo su esplendor y al fondo nos esperaba un Cerrico de la Fuente lleno de pinos para pasar la tarde. Mientras caminábamos, imaginé que de mayor sería una reputada detective que resolvería todos los casos y aclararía cada uno de los misterios que acontecen a nuestro alrededor. La foto de Pascualín me la guardé para recordarlo y por si alguna vez el misterio llegaba a resolverse. Creo que todavía la conservo por algún cajón. Por cierto, la mona con huevo y unas cuantas onzas de chocolate de postre me supieron a gloria “a la sombra de los pinos”.


Relatos de Concha Ortega

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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