En el mercado Central todo el mundo anda revuelto desde que saltó la noticia de los safaris organizados desde Milán para la caza de ciudadanos durante la guerra de Bosnia en Sarajevo.
Tarik es un superviviente de la guerra de Yugoslavia; ahora tiene una de las mejores pescaderías del mercado; su abuelo fue cazado por disparos de un francotirador cuando volvía de la panadería. Francesco, el dentista de la calle del Carmen, es italiano de Milán y a Tarik le ha dado por decir que el padre del dentista mató a su abuelo. El bosnio se niega a atender a la mujer del dentista y la llama cómplice y asesina.
Laura anda despistada, hoy abrió tarde su puesto y no tenía capellanes ni caballa para vender. Da pena ver medio vacías las vitrinas de su puesto. Pasa las noches en vela, rezando para que su astronauta vuelva. La frutera, de la que sigo sin conocer su nombre, se ha enamorado de un vendedor de seguros que frecuenta el mercado. Damián, tirando de su carretilla con ocho cajas de manzanas, suspira por ella.
—Así de triste es la vida, el amor no correspondido duele más que las puñaladas —dice Mariano, que ha venido al mercado a comprar aceitunas. Basilio, el carnicero, a pesar de manejar cuchillos y hachas, es el más pacífico de todos y llora cada vez que escucha la noticia de los cazadores de personas. Matar ancianos salía gratis. Para cazar niños o mujeres se pagaba un alto precio que solo se podían permitir gente muy rica. Matilde asegura que lo de los Balcanes fue una muestra de que Satanás vive en la tierra y se vestía de persona decente.
—El mal existe y hay mucha gente ciega pensando que el ser humano es bueno por naturaleza.
—El bien anida en los corazones humanos —le contestó una clienta recién llegada, que sentenció rotunda, antes de pedir la vez—: nos vuelven malos los políticos, los curas y los periodistas.
Y el ayudante de Basilio, que es un joven callado y tímido, no pudo más:
—La bondad hay que cultivarla, nacemos siendo tiranos y egoístas y solo la educación, la mano dura y la cultura nos pueden salvar.
Varias clientas empezaron a discutir; todos en el mercado levantaban la voz y todos hablaban al mismo tiempo; el niño de Matilde empezó a llorar. El revuelo parecía imparable. El guardia jurado tuvo que poner orden: dejó a medio comer su bocata de sardinas en aceite, se subió a una caja de pescado y dio un pitido que retumbó en el techo como un trueno.
—¡Silencio! Las personas que quieran hablar me tienen que pedir a mí la palabra levantando la mano, y hablaréis todas y todos por orden y sin interrumpir a nadie.
—¡Hostia, democracia popular, esto se va a la mierda! —dijo el ciego de cupones, que no confía en la democracia ni en la bondad de los humanos.
Y Joaquín, el peluquero que le estaba comprando un cupón, le dio la razón.
—No estamos preparados para la democracia participativa, ni para asumir que entre nosotros habita el mal y los hijos de puta…
—¡Esa boca! —dijo un viejecillo que entró jadeante.
Aquel revuelto me recordaba un nido de locos o una tertulia televisiva, pero a lo pobre. Salí del mercado alterado por el tema de la discusión: ¡francotiradores de safari para matar personas, por Dios!
—¡Arrepentíos, pecadores, el final del mundo se acerca! —gritaba enloquecido Paco el sacristán, regando el atrio de la iglesia con agua bendita.


















