Los tigres no creen en Dios, son implacables cazando, no temen a nadie y al igual que los gatos, solo atienden a sus instintos; y como los linces ibéricos, nunca se dejarán domesticar. Los felinos son el mejor ejemplo de independencia, son indomables y rebeldes y cuando mueren, mueren sin más. Sin embargo, los hombres desde el principio de los tiempos sueñan con la inmortalidad, incluso inventaron diferentes leyendas sobre la reencarnación de los gatos, pero de ser ciertas, estoy seguro de que vuelven a la vida muy lejos de los humanos.
En la cultura egipcia antigua, cuando moría un gato, le guardaban siete días de luto y sus anfitriones se afeitaban las cejas en señal de duelo.
Estoy seguro de que Alba, la gata de Ana, es la reencarnación de Cleopatra, solo hay que ver con la majestuosidad que camina y con la displicencia que nos mira. Cuando muera Alba o Saturno, nuestras mascotas, Ana y yo nos afeitaremos las cejas.
Los felinos no sufren por lo que les pueda pasar mañana, es más, no saben que hay un mañana. Los humanos lloran nada más nacer, son llorones por naturaleza y en esa desazón, quizás resida su grandeza.
La mirada de un felino siempre es cristalina, la de los gobernantes siempre es turbia, y es que a los humanos lo alimentaron con miedos desde el principio de los tiempos, por eso inventaron a los dioses, crearon el arte, se ejercitaron en la guerra y ambicionan el poder. El miedo provoca inseguridad y los temerosos buscan refugio o protección y ahí están los de siempre, al acecho, para administrar la solución anestésica; por eso los valientes o los temerarios llegan a donde se proponen.
La mirada desafiante de un emprendedor despierta desconfianza en sus congéneres y todos quieren atraerlos hacia la uniforme mediocridad. Con el discurso del bien común nos engañaron siempre.
Me gustan los tejados como a los gatos callejeros y me tranquilizan los pararrayos, las veletas y los campanarios: son los intermediarios entre Dios o la naturaleza con los humanos. Unos neutralizan la fuerza destructora del rayo, otras te advierten sobre la dirección de los vientos y los últimos convocan a la oración. Pero desde que mejoraron los telescopios, la gente siente por ellos verdadera devoción: «son las ventanas al universo», dicen algunos, aunque mi amigo Pelayo opina que no sirve para nada ver con más detalles las estrellas.
—El universo siempre será inabarcable y el único misterio es Dios— así de seguro es mi amigo. Yo, sin embargo, creo que el único misterio que guarda el universo es nuestra tremenda ignorancia.
Los humanos, por culpa del miedo, somos presuntuosos en grado descomunal y buscamos respuestas demasiado lejos. Y a partir de esto me surge una pregunta: ¿los científicos están tan seguros de la inexistencia de Dios?
Me gusta pensar que todas las religiones de la Tierra tienen infiltrados en la NASA o en los laboratorios experimentales, disfrazados de científicos vocacionales; fieles servidores que solo buscan la confirmación de la existencia divina y que cada vez que descubren más espacios inhabitables, sonríen para adentro satisfechos. Y cada vez que aparece una nueva incógnita, se reafirman en el milagro de la creación.
Los tigres de bengala caminan a sus anchas porque están seguros de que hoy comerán carne fresca, son solitarios y nunca muestran debilidad, porque no tienen que dar explicaciones a nadie.
Imagino que las puertas del Paraíso no están custodiadas por San Pedro, como cuenta los católicos, sino por un tigre de mirada serena y bigotes electrizados vigilando para que no se cuele ningún farsante. Los felinos desconfían de los humanos melifluos y adocenados.
Y de existir vida en algún planeta lejano, solo puede estar poblado por felinos y como no creen en dioses, ni conocen la ciencia, ni piensan en el más allá, nunca podremos contactar con ellos.
Muchos tecnócratas y algunos gobernantes hablan de buscar refugio en otros planetas y venden apocalipsis con viajes de salvación o inmortalidad y todos los felinos al mismo tiempo rugen o maúllan, que es su manera de gritar. Y en las noches sin luna, el tigre sale de caza en busca de carne tierna, mientras un hombre sudoroso despierta angustiado de una pesadilla.