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🍁 jueves 12 diciembre 2024
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Un encuentro

Dicen de nosotros los perros que somos fieles, lo que no se dice es que somos muy observadores e intuitivos y nuestro olfato nos permite adelantarnos a los acontecimientos. Estábamos sentados en una terraza cerca del ayuntamiento, Teodoro se pidió una cerveza, era miércoles, día de mercado, día elegido para visitar a los amigos; hacía un calor infernal. El verano y el exceso de sol me vuelven perezoso y algo melancólico.

Estábamos tranquilos, mi dueño se ajustó la visera tapándose media cara y cerró los ojos, no le gusta el bullicio. Noté que alguien se acercaba por mi espalda con sigilo, era un chiquillo, estaba a punto de acariciarme y mi dueño le alertó:

―¡Cuidado con el perro!
―¿Muerde? ―preguntó el muchacho.
―No, pero es muy sensible ―me gustó ese adjetivo.
―¿Puedo acariciarlo? ―volvió a preguntar el zagal.
―Inténtalo, pero despacio. ―Apoyó con timidez el anverso de su mano en mi cuello, me gustó su delicadeza y algo me decía que esa mano traía buenas noticias.
―Es muy bonito su perro y de pelo muy suave.
―Ya lo sé, es mi perro. ―El niño era larguirucho y flaco, en dos segundos apareció su madre.

―Perdone usted, ¿le está molestando mi hijo?
―No, sólo estamos conversando sobre mi perro. ―Ella se agachó y también me acarició, me gustó su olor.
―Es precioso y su mirada es muy tierna ―dijo la rubia, y me convertí en el centro de atención y eso me gusta.
―Algo parecido ha dicho su hijo ―le contestó con sequedad Teodoro.
―¿Dónde lo compro? ―Se notaba que quería entablar conversación.
―No lo compré, me lo regalaron hace años.
―¿De qué raza es? ―Aquello empezaba a parecerse a un interrogatorio.
―No lo sé, es francés.

―¿Me puedo sentar? ―Teodoro le dijo que sí, me sorprendió. Ella le ofreció su mano blanca y pequeña para presentarse.
―Me llamo Lucía.
―Yo Teodoro.
―Lo sé ―contestó ella, y en su sonrisa se intuía una extraña emoción.
―Mi hijo se llama César.
―¿Como el emperador? ―Pretendía hacer una gracia, pero ella no captó el punto irónico.
―No, como su padre; y el perro, ¿cómo se llama?
―Saturno, como el dios mitológico que devoró a su hijo ―mintió, sabe que es por el planeta; es posible que estuviese cansado del interrogatorio.

―Teodoro, yo quería hablar con usted ―y se miraron fijamente.
―O sea, ¿que no es casual el encuentro?
―No, llevo observándole algún tiempo y dudando; pregunté a unos amigos por su dirección y me dijeron que todos los miércoles viene a esta terraza.
―Malditos cotillas…
―Soy hija de Marta ―e hizo un gesto de desahogo como quien se deshace de una carga pesada.
―¿Marta que más, y de qué la debo conocer?
―Marta Muñoz, ella también era yeclana y se conocieron de jóvenes, aquí, muy cerca; era escultora y luego coincidieron en…
―Ah, sí ¿era pelirroja y menuda verdad?
―Sí, esa. ―Lucía se acomodó en la silla serenada y esperando la reacción de Teodoro.

―Nos conocimos en unas fiestas de la Corredera. Luego volvimos a coincidir en París, pero hace cincuenta años que no sé nada de ella. ¿Cómo está?
―Mal, ha fallecido hace tres meses ―a él se le cambió el semblante.
―Lo siento ―y se notaba que de verdad lo sentía.
―Me entregó esta carta para usted. 

Teodoro la tomó con cuidado; en ese momento se acercó un perro feo y pequeñajo a olerme el culo, le lancé un ladrido furioso y el chucho salió disparado a refugiarse a los pies de su dueña; a César le hizo gracia. Lamí su mano, sabía a vainilla; era prematura la confianza de los dos y permanecíamos atentos al acontecimiento. Teodoro pretendía guardarse la carta para leerla con tranquilidad en casa, pero Lucía le pidió que la leyera en ese momento.

―Por favor, ábrala, es muy breve. ―A mi dueño le temblaban las manos, la solapa no estaba pegada, solo tenía que levantarla, así lo hizo y sacó una hoja doblada del interior, la desdobló con cuidado y con algo de miedo, la vinieron a la memoria en ese momento la cara y los ojos de Marta…
―Fuimos amantes una buena temporada antes de marcharme a Londres con una beca de jardinería y sin dar explicaciones. Ella se quedó en París muy enfadada. No he vuelto a saber nada de ella hasta ahora ―se ajustó las gafas y empezó a leer.

«Querido mío, te dije que te encontraría en este mundo o en el otro, pero que te encontraría. No pude antes porque estaba muy ocupada cuidando de nuestra hija; espero que os entendáis. Ella lleva toda su vida pidiéndome tu nombre, espero que disfrutéis».

La carta estaba firmada con una marca de carmín de los labios de Marta y vi por primera vez a mi dueño emocionarse. Se abrazaron los tres, yo gruñí un poco y César me abrazó.


Relatos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Dicen de nosotros los perros que somos fieles, lo que no se dice es que somos muy observadores e intuitivos y nuestro olfato nos permite adelantarnos a los acontecimientos. Estábamos sentados en una terraza cerca del ayuntamiento, Teodoro se pidió una cerveza, era miércoles, día de mercado, día elegido para visitar a los amigos; hacía un calor infernal. El verano y el exceso de sol me vuelven perezoso y algo melancólico.

Estábamos tranquilos, mi dueño se ajustó la visera tapándose media cara y cerró los ojos, no le gusta el bullicio. Noté que alguien se acercaba por mi espalda con sigilo, era un chiquillo, estaba a punto de acariciarme y mi dueño le alertó:

―¡Cuidado con el perro!
―¿Muerde? ―preguntó el muchacho.
―No, pero es muy sensible ―me gustó ese adjetivo.
―¿Puedo acariciarlo? ―volvió a preguntar el zagal.
―Inténtalo, pero despacio. ―Apoyó con timidez el anverso de su mano en mi cuello, me gustó su delicadeza y algo me decía que esa mano traía buenas noticias.
―Es muy bonito su perro y de pelo muy suave.
―Ya lo sé, es mi perro. ―El niño era larguirucho y flaco, en dos segundos apareció su madre.

―Perdone usted, ¿le está molestando mi hijo?
―No, sólo estamos conversando sobre mi perro. ―Ella se agachó y también me acarició, me gustó su olor.
―Es precioso y su mirada es muy tierna ―dijo la rubia, y me convertí en el centro de atención y eso me gusta.
―Algo parecido ha dicho su hijo ―le contestó con sequedad Teodoro.
―¿Dónde lo compro? ―Se notaba que quería entablar conversación.
―No lo compré, me lo regalaron hace años.
―¿De qué raza es? ―Aquello empezaba a parecerse a un interrogatorio.
―No lo sé, es francés.

―¿Me puedo sentar? ―Teodoro le dijo que sí, me sorprendió. Ella le ofreció su mano blanca y pequeña para presentarse.
―Me llamo Lucía.
―Yo Teodoro.
―Lo sé ―contestó ella, y en su sonrisa se intuía una extraña emoción.
―Mi hijo se llama César.
―¿Como el emperador? ―Pretendía hacer una gracia, pero ella no captó el punto irónico.
―No, como su padre; y el perro, ¿cómo se llama?
―Saturno, como el dios mitológico que devoró a su hijo ―mintió, sabe que es por el planeta; es posible que estuviese cansado del interrogatorio.

―Teodoro, yo quería hablar con usted ―y se miraron fijamente.
―O sea, ¿que no es casual el encuentro?
―No, llevo observándole algún tiempo y dudando; pregunté a unos amigos por su dirección y me dijeron que todos los miércoles viene a esta terraza.
―Malditos cotillas…
―Soy hija de Marta ―e hizo un gesto de desahogo como quien se deshace de una carga pesada.
―¿Marta que más, y de qué la debo conocer?
―Marta Muñoz, ella también era yeclana y se conocieron de jóvenes, aquí, muy cerca; era escultora y luego coincidieron en…
―Ah, sí ¿era pelirroja y menuda verdad?
―Sí, esa. ―Lucía se acomodó en la silla serenada y esperando la reacción de Teodoro.

―Nos conocimos en unas fiestas de la Corredera. Luego volvimos a coincidir en París, pero hace cincuenta años que no sé nada de ella. ¿Cómo está?
―Mal, ha fallecido hace tres meses ―a él se le cambió el semblante.
―Lo siento ―y se notaba que de verdad lo sentía.
―Me entregó esta carta para usted. 

Teodoro la tomó con cuidado; en ese momento se acercó un perro feo y pequeñajo a olerme el culo, le lancé un ladrido furioso y el chucho salió disparado a refugiarse a los pies de su dueña; a César le hizo gracia. Lamí su mano, sabía a vainilla; era prematura la confianza de los dos y permanecíamos atentos al acontecimiento. Teodoro pretendía guardarse la carta para leerla con tranquilidad en casa, pero Lucía le pidió que la leyera en ese momento.

―Por favor, ábrala, es muy breve. ―A mi dueño le temblaban las manos, la solapa no estaba pegada, solo tenía que levantarla, así lo hizo y sacó una hoja doblada del interior, la desdobló con cuidado y con algo de miedo, la vinieron a la memoria en ese momento la cara y los ojos de Marta…
―Fuimos amantes una buena temporada antes de marcharme a Londres con una beca de jardinería y sin dar explicaciones. Ella se quedó en París muy enfadada. No he vuelto a saber nada de ella hasta ahora ―se ajustó las gafas y empezó a leer.

«Querido mío, te dije que te encontraría en este mundo o en el otro, pero que te encontraría. No pude antes porque estaba muy ocupada cuidando de nuestra hija; espero que os entendáis. Ella lleva toda su vida pidiéndome tu nombre, espero que disfrutéis».

La carta estaba firmada con una marca de carmín de los labios de Marta y vi por primera vez a mi dueño emocionarse. Se abrazaron los tres, yo gruñí un poco y César me abrazó.


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Teo Carpena
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