He propuesto a mis amigos que cada uno cuente una historia relacionada con su familia o un cuento. El primero ha sido Salvador:
—Una noche de enero, cuando vivíamos en el campo, y después de un día de recogida de aceitunas, al calor de la lumbre, mi abuelo nos habló de un extraño ser que habitó en los alrededores de la Sierra de Salinas y de un valiente pastor de Raspay. Aquel monstruo, al que nadie había visto, degollaba gallinas, cabras y a más de una mula sin dejarse ver, creando una sensación de desamparo entre las casas de labranzas cercanas.
Rafaelico, un zagal de Raspay que vino a trabajar a la finca y decía no conocer el miedo, prometió enfrentarse a la bestia. Una noche de invierno ventoso, al escuchar los rugidos de lo que parecía un dragón, salió a la calle a campo abierto armado con un garrote y una navaja de dos palmos, dispuesto a remediar de una vez el peligro que acechaba por aquellos territorios. No quiso que lo acompañara nadie.
—Mi abuelo hacía pausas breves —continuó Salvador—, bajaba la voz un poco para dar más misterio, así todos atendíamos intrigados. El chisporroteo de la lumbre se escuchaba de fondo.
—¿Y qué pasó? —preguntó mi hermana mayor.
—Pues que después de un rato en el que se escucharon gritos y rugidos que encogían el alma, y que según mi abuelo pareció una eternidad, —prosiguió Salvador— entró Rafaelillo dando un portazo con los brazos llenos de arañazos y ensangrentados. Le miramos asustados —a mi abuelo se le erizaba el cabello cuando narraba esta historia, apuntilló Salvador—. El joven llevaba la camisa rasgada por el pecho.
—¿Qué ha pasado? —le preguntaron los mayores.
—Lo he dejado herido de muerte de un garrotazo y ha huido hacia la sierra, pero él me ha arrancado el corazón —dijo Rafaelillo—. Y entonces, el zagal de Raspay se descubrió el pecho y, contaba mi abuelo, que todos pudieron ver su torso amoratado donde se podía apreciar un agujero rojo y vacío.
—Pero si te ha robado el corazón, ¿cómo puedes seguir viviendo? —le volvieron a preguntar.
—No lo sé, no lo entiendo, no tengo palpitaciones, pero aquí me tenéis —respondió con arrojo el zagal.
—Nadie se atrevía a acercarse y de pronto se desplomó. Intentaron levantarlo —dijo mi abuelo—, pero el cuerpo estaba frío como la noche y la piel se le volvió escarcha; se escucharon rugidos a lo lejos, se desgarraba el cielo con el eco y el aire rebotaba en las chimeneas. Aquella noche nadie pudo dormir…
—Desde la muerte de Rafaelillo, las noches se volvieron serenas; al pastor lo enterraron sin corazón. El día del entierro, su madre lloraba encogida y se preguntaba entre sollozos dónde estaría el corazón de mi hijo. Al final, una patrulla de cazadores salió a buscar al monstruo. Tres días más tarde encontraron en la Cueva del Lagrimal a un engendro mitad lobo y mitad oso con la cabeza destrozada y el corazón del valiente raspaleño en la mano.
Nos quedamos todos un rato en silencio, la historia de Rafaelico nos dejó pensativos.
—Eso son historias fantasiosas de tertulias alrededor de la lumbre y la mayoría de las veces, inventadas —dijo el Panocha, pero Salvador le contestó furioso:
—En las narraciones, la verdad o la mentira no tienen importancia. Entre los contadores de historias populares, eran muy apreciados los que eran capaces de asustar a los asistentes más fríos e indiferentes. En el fondo, respondían a la necesidad de ahuyentar los miedos en aquellas casas solitarias, ya que las noches eran largas y no existía otro entretenimiento.
—Y ahora una anécdota familiar —continuó Salvador—. Nací en el Hospitalico de Yecla, mi madre fue asistida por una comadrona local a la que todos llamaban Consuelito y ella presumía diciendo que a todos los guapos de este pueblo los había traído ella al mundo. Mi madre contaba que cuando yo estaba asomando la cabeza a la vida, era la hora del ángelus y la monja que ayudaba a Consuelito rezaba unas avemarías.
—Por favor hermana, que si reza usted no puedo hacer fuerza y me desconcentro —le dijo mi madre—, pero la monja siguió rezando y yo nací llorando.
—Lo ve usted, ahora hemos dado a luz a un ateo —le reprochó mi madre.
Y todos nos reímos con ganas y brindamos por su historia. La siguiente será Ana.
Relatos de Teo Carpena
Para pastor de los buenos el de Jumilla. El que se negó a venderle sus tierras a una empresa constructora para hacer unas urbanizaciones de esas de antes de la burbuja inmobiliaria.
A especie de las «lamparitas» de Fortuna. Urbanizaciones que están a tomar por… del pueblo y sin servicios de ningún tipo.
Pues bien, este pastor jumillano que según dicen le daban un «pastón» por aquellas tierras, ni corto ni perezoso desestimó cuantioso dinero con el argumento de que hacía con las perras? Si lo que le gustaba era estar en sus tierras, en el campo con sus cabras.
Vamos que el pastor no servía para capitalista.
Con el tiempo el pastor se quedó a gusto, con lo que hacía desde niño, ser pastor, y la constructora le estará agradecido de por vida de que no le vendiera el terreno, ya que poco después ni el «tato» compraba una vivienda.
Los bancos empiezan a ser más cuidadosos en dar créditos, sin créditos se detienen las compras, el desempleo hace su aparición…y todo eso.
Cada vez que paso por esa carretera que enlaza Jumilla con la autovía, se ve aún el arco que supuestamente sería la entrada a la urbanización y me recuerda al glorioso pastor jumillano que si hubiesen premios Nobel para pastores ya se lo habrían dado.
Esto no es un cuento de pastores, aunque con este hecho bien puede ser el argumento de una película.