Me llaman Saturno, como al planeta. Algunas noches sin luna miro el cielo para comprobar si puedo verlo, pero dice Teodoro que solo podemos ver las estrellas (su luz antes de morir. ¡Qué cosa tan misteriosa!). Dice que para ver Saturno hace falta un aparato muy caro y extraño llamado telescopio.
Desde que me trajeron de Francia, he vivido en esta casa de campo a mis anchas y correteo por caminos o por cerros acompañado de mi dueño. Hoy ha comprado un collar con correa y me va a llevar a conocer Yecla.
Teodoro dice que es un pueblo manchego con vocación alicantina, pero murciano por papeles. Salvador dice que Yecla es una ciudad.
—La capital de España pasó de ser Villa a Capital y cuando Madrid era solo una Villa, Yecla era ya ciudad; un cruce de caminos y confluencia de culturas. —Salvador se pone así de solemne cuando habla de Yecla. Concha, sin embargo, lo describe de otra manera dice:
—No sé si es pueblo o ciudad, pero es el mejor sitio del mundo y nosotros unos afortunados de haber nacido aquí.
Pedrito dice que Yecla era la cuna de la República y ahora el paraíso de los nuevos ricos.
El Panocha —lo llaman así porque es pelirrojo— es un nuevo amigo de la familia. Dice que Yecla es una fábrica muy grande con gente viviendo dentro.
—La gente en este pueblo solo habla de su trabajo; la gente aquí nunca habla de ocio, solo habla de política, de trabajo o de comida. Algunos hablan de futbol. —El Panocha habla con tanta rotundidad que todos le dan la razón.
Yo no puedo opinar.
—Amigo, tengo que ponerte este collar porque la ley no permite llevar animales sueltos —y nos reímos los dos, cada uno a su manera, porque sabemos que lo que más abunda en este mundo son los animales peligrosos de dos patas. Y esos pueden andar sueltos.
—Vas a conocer Yecla; será una aventura, pero no te hagas muchas ilusiones. —Así de escueto ha sido Teo.
Entramos por la carretera de Caudete y aparcamos el coche entre la iglesia de San Francisco, la ermita de San Roque y el parque. Teodoro me anunciaba todos los lugares por donde pasábamos.
—Este es el jardín de las palomas —me dice. Yo, sin embargo, no veo ninguna. Solo había gente, tampoco mucha, y casi todos llevan mascarillas. Teodoro también la lleva; se me hace extraño no ver las bocas parlanchinas de los humanos. Subimos por la calle San Francisco, oigo bullicio, le gente habla a gritos y se saludan eufóricos. Huele a cerveza y a meadas varias.
—La iglesia nueva —me anuncia.
Hay arroz por el suelo. Huele a rosas deshojadas.
La calle es resbaladiza y sucia; por cierto, me ha dicho Teodoro, que de cagar y mear por estas calles nada de nada, que él no se agacha a coger una mierda mía. Yo obedezco.
Poco zapato limpio veo yo por aquí, demasiada chancla o sandalia sin calcetines y pies deformados y sucios. Subimos las escaleras para llegar a la plaza del Ayuntamiento. No está mal, pero a mí me gustan más las plazas de los pueblos de mi país; soy un perro francés. Allí existen fuentes, aquí se nota que son de secano, pues no se oye correr agua por ningún sitio.
—El mercado y el auditorio —señala Teodoro. Huele a fruta podrida, a pescado y a amoniaco. Subimos hacia la Iglesia Vieja, dice mi dueño. La verdad es que a mí lo de las iglesias me da igual. Soy ateo. Además, los católicos piensan que los perros no tenemos alma.
Este pueblo tiene demasiadas cuestas y hace mucho calor. Se me acerca un chucho a olerme el trasero, le doy un ladrido potente y sale disparado, pero contestándome con ladridos impertinentes. Su dueña le habla como si fuese un niño:
—Tochi no ladres así a este perrito tan bonito que quiere ser amiguito tuyo, ¿verdad? —Me mira a mí la señora y luego mira a Teodoro, que noto como sonríe con sorna debajo de la mascarilla y pienso: ¿perrito yo? ¡Soy un pastor francés! Seguimos a lo nuestro y dejamos a la señora parloteando con su chuchito.
A mí Teodoro me habla como a un adulto y me trata como lo que soy, un perro inteligente, por eso nos entendemos tan bien.
—Vamos a subir al castillo —dice, y ahí me ilusioné porque no sabía que en esta ciudad había un castillo como en Carcassonne, ¡mi ciudad! La subida es un camino estrecho en zigzag asfaltado. El cerro está lleno de casas cueva. Lo mejor es que huele a resina de pino, a tierra mojada y a sandía; he visto pájaros y muchos gatos. Me gustan los gatos yeclanos, corretean sueltos, son desconfiados y no están adormecidos como en Francia.
—Hay una vista panorámica espectacular —me dice Teodoro.
Cuando llegamos arriba, pensaba que el Castillo estaba al otro lado del cerro. ¡Qué desengaño! Teo me ha enseñado el pueblo desde un risco más alto, es grande y puede que sea una ciudad, pero como los pueblos franceses, nada de nada. Teodoro que intuye mis pensamientos me dice:
—Mira la torre de la Iglesia Vieja que interesante es; y no compares con Francia. —No está mal, pero demasiado ruido, muchas iglesias, abundancia de colillas por el suelo, mucha basura entre los pinos del cerro del Castillo y mucho coche con música estridente.
—Estás mal acostumbrado, Saturno; en la vida cotidiana la música es así de horrorosa —asevera mi dueño.
Nos cruzamos con una chica a la que acompaña un chucho con cara triste; la chica intenta acariciarme el lomo, yo le gruño y mi dueño advierte: “Cuidado, no le gustan las caricias de desconocidos y es un perro peligroso”. Eso me gustó. Nos encaminamos hacia la parte de atrás del cerro, a lo lejos abajo se ve un cementerio y un polideportivo y mucha gente que va y viene; huele a meadas de humanos y de perros y hay plásticos por todas partes.
Me suelta la correa para que corra un poco, pero no me apetece, yo solo quiero volver a nuestra casa y corretear por los caminos cercanos y oler las tomateras y el tomillo. Detrás del cerro hay unas ruinas y Teo me cuenta algo sobre otra civilización.
Todo eso está muy bien, pero ¡no tienen castillo!
Cuando por fin llegamos a casa, Teodoro pone las sonatas de Chopin; lo sé porque lo dice él, yo no tengo alma (o eso dicen algunos), pero el caso es que nunca he diferenciado de quién son las sonatas de piano; solo sé que esa música me gusta mucho.
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