Los sueños son el pozo donde residen agazapados los miedos ancestrales; se escapan a nuestro control y pueden llevarnos a paraísos insospechados, o a infiernos tremebundos. Acabo de despertar de una terrible pesadilla: Caían bombas y nos quedábamos sin casa, desaparecían las calles y el pueblo entero se convertía en una escombrera.
La guerra y las serpientes son mis miedos heredados. Y aunque he escuchado decir a una psiquiatra famosa que, el noventa por ciento de las cosas que tememos no llegan a suceder, a mí esto de dos bloques mundiales armados, disputándose territorios y jugando con la economía de la gente, me recuerda otros momentos parecidos y me acojona. Y es que esta guerra, como todas, las pagan los ciudadanos de a pie.
Ya no veo telediarios, ni leo periódicos, sé que cerrando los ojos no desaparece el horror, pero consuela.
El Panocha dice que la paz solo es el resultado de una tregua y que las guerras son como la lucha de clases, inevitables, y puedo llegar a entenderlo, pero a estas horas de madrugada, una congoja espesa se me agarra a la garganta.
Siendo niño me colé en el cine un día que ponían una película bélica para adultos, en la que un niño buscaba a sus padres en una ciudad destruida como las de hace unos años en Siria y como ahora las de Ucrania. El niño lloraba perdido entre las ruinas, sin encontrar ni a sus padres, ni su casa. Creo que la película acababa así, o yo no recuerdo nada más. Desde entonces, cada vez que escucho noticias sobre bombardeos siento el mismo pánico de entonces.
El olor de Ana me consuela y su respiración serena me tranquiliza, pero hoy no encuentro sosiego ni mirando sus pechos; la pesadilla me ha dejado un temor pegajoso en la memoria.
Me levanto y me voy a la cocina, ya se sabe que los insomnes tenemos querencia por las cocinas. Son las cuatro de la madrugada y no puedo dormir, hace mucho calor, estamos en una casa alquilada en un pueblo manchego donde el hidalgo Don Quijote dice que residía su amada Dulcinea. Me gusta la imagen del caballero y su doncella y eso me lleva a imaginar a los soldados ucranianos o rusos pensando en sus rubias de piel de porcelana antes de entrar en combate.
Ayer vimos molinos en Puerto Lápice que verdaderamente parecían gigantes. Visitamos la Venta donde veló armas el caballero de la triste figura y me pareció que al anochecer lo veríamos aparecer ataviado con su vieja armadura y su firme espada.
El cielo se llenó de estrellas relucientes y me pareció escuchar el relincho de Rocinante y es que los campos dorados manchegos, con su belleza, nublan los pensamientos.
Dicen que los campos de maíz ucranianos son enormes y su amarillo es deslumbrante, pero yo prefiero los rastrojos manchegos, que son de un dorado añejo y de una sobriedad mística.
El cielo veraniego manchego es hermoso y uno imagina estar bajo una cúpula acristalada y gigantesca… Antes de ir a la cama echamos una última mirada, ya que cada noche tomamos el fresco sobre unas sillas de enea a la puerta de la casa. Anoche vimos una lagartija trepando por la fachada, y como la memoria es tan rápida y tan caprichosa, volví en un segundo a través del tiempo a mi infancia y recordé la pared encalada de la casa de mi abuelo y sobre la pared, cerca de una bombilla que alumbraba la esquina, dos paniquesas (así las llamábamos entonces en Yecla) quietas, como si fuesen de barro, custodiando la luz, esperando la llegada de alguna presa y pensé:
¿Qué harán las lagartijas ucranianas en tiempos de bombardeos, esperarán pacientes como las nuestras o habrán emigrado a un lugar más tranquilo? Y los artilleros rusos en campaña, ¿velan armas y sueñan con los ojos verdes de sus amadas?