La teletransportación o las alfombras mágicas son el método de transporte perfecto, uno por la rapidez, y el otro por la libertad individual que ofrece, pero creo que ni uno ni otro son posibles de momento.
Conducir por autovías me aburre y en el asiento del copiloto me vuelvo desconfiado; el avión me da miedo y en barco me mareo. Siempre que puedo elijo el tren; me gusta leer y dormir mientras viajo, aunque no siempre lo consigo debido a la impertinencia de algunos viajeros empeñados en aferrarse a conversaciones interminables y en voz alta.
El viaje me cansa, los lugares nuevos no me atraen y más de cinco días fuera de casa me desconcierta y mi cuerpo se resiente.
Durante tres semanas he vestido con camisas de flores y con gorra de beisbol, ya se sabe que cuando salimos del pueblo quebrantamos todas las reglas estéticas, por eso el mundo del turisteo es tan colorido y tan hortera.
Mi hija dice que soy un buen cristiano, ya que en estas vacaciones parece ser que no he incumplido ningún mandamiento del catecismo Católico y no he pecado contra la iglesia de Roma, hasta asistí a una misa en la catedral de Santiago. Pero contra los dogmas ecológicos, dice que he cometido todos los pecados: He comido carne de animales terrestres y marinos en exceso, he bebido destilados y fermentados sin control, me he dejado llevar por el entusiasmo y he gastado y consumido por encima de mis posibilidades; no he reciclado nada, he gozado de aire acondicionado a tope y he comprado en supermercados, incluso llegué a rechazar una ensalada de productos ecológicos.
He visto mucho boxeo en un canal de pago donde retransmiten combates históricos y hasta asistimos a una corrida de toros, y lo mejor es que he disfrutado como un chiquillo. Soy un hereje progre, dice Ana, y mi nieto piensa que estoy equivocado cuando le digo que pierde el tiempo viendo chorradas cuando en su teléfono tiene más información de la que había en la biblioteca de Alejandría. Él se ríe de mí porque no me hago selfis, y dice que no estar presente en las redes me hace parecer un viejo desorientado; confío en él, ya lo entenderá, el tiempo nos modera y nos moldea acomodándonos al mundo…
Estoy atrapado en una ola mística y ando preguntándome sobre la existencia de Dios, sobre la inmortalidad del alma y sobre la vida después de la muerte.
He conocido a un perro llamado Julio; en un primer momento pensé que le había puesto ese nombre por Julio César o por Julio Cortázar, pero cuando vi que le llamaban Julito entendí que era por el gran Julio Iglesias; su dueña se llama Gwendolyne. Una tarde, aprovechando que todos dormían la siesta y Julito y yo dormitábamos en los sofás del salón, en un momento de descuido, le hablé de la inmortalidad del alma y le expuse mi gran duda: ¿Los perros y los gatos tenéis alma?
Julito me miró un par de veces con gesto compasivo y yo seguí disertando, pero mirándole a los ojos: ¿El león cuando se come a una gacela se traga su alma, o nosotros los humanos cuando nos comemos un conejo o una gamba, nos comemos también el alma? Pues claro que no, me contesté a mi mismo. El alma, suponiendo que estos bichos tengan alma, no es comestible porque no es material; y eso me llevó a pensar en los toros. Estos tienen alma seguro, pensé, y no sé con certeza por qué lo pensé, pero un animal que corre de esa manera tan elegante, que enviste con tanta fuerza, que se entrega con pasión en la faena y que muere con tanta resistencia y tanta dignidad, no puede ser un animal desalmado. Julito escondió la cabeza debajo de un cojín.
Volvimos ayer. Saturno está enfadado; mi perro es un resentido, no quiere saber nada conmigo por abandonarle. No lo hice, lo dejamos con Salvador y Concha, y encima ha pasado una semana con su amada Chanel… le he hablado de Julito para fastidiarle y el muy cabezón me ha lanzado una dentellada que si me pilla me arranca una mano, pero aquí estamos otra vez caminando por estos cerros sin mirarnos, oliendo a tomillo y a tierra seca y buscando caracoles para un arroz.
Por cierto, ¿los caracoles son criaturas de Dios y tienen alma?