Un amigo de mi padre aseguraba que todo el mundo tiene una ventanica del cierzo: “Cuando le encuentro a alguien dicha ventanica, está perdido, porque puedo manejarlo a mi antojo”, decía.
—Seguro que el amigo de tu padre era comerciante —asevera Concha.
—Cómo lo sabes. Era capaz de venderte cualquier cosa.
—¡Estaba claro! —contesta—. Mi tío Alfredo decía lo mismo y también era comerciante.
—Y acuérdate Concha de aquel empresario andaluz que decía: “Todo hombre tiene un precio, y si no lo tiene es porque no vale nada”. Menudo pájaro era ese, pero tenía algo de razón; el único error que cometía es que siempre pensaba en dinero, pero yo conozco a más de un majadero que se dejaría comprar por una boca lujuriosa.
Al decir esto, Salvador, que escuchaba atento nuestra conversación, sonrió maliciosamente. Y en voz baja, como temiendo ser escuchado, me dijo: “Todos sabemos cuál es la ventanica del Emérito”. Reconozco que me hizo gracia e imaginé a Corinna Larsen portando la bandera republicana y guiando al pueblo español como la Marianne francesa en el cuadro de Delacroix. Esa imagen me divierte.
Mi padre, como buen desconfiado, aseguraba que las personas tenemos varias ventanas y que un hombre de bien debe mantenerlas todas cerradas, sobre todo la del miedo y la de la cobardía.
Concha siguió a lo suyo:
—Yo le digo a mi hija que a la calle hay que salir llorada. La gente no tiene por qué saber nada de ti, aunque ahora por las redes sociales los muy tontos enseñan hasta lo que comen. ¿A quién le importa eso? Al final, acabarán fotografiando y compartiendo lo que cagan. Al tiempo…
—La ventanica del cierzo es como el espejo donde se reflejan todas las debilidades; y por ahí se asoman los demás para saber de nosotros —maticé.
“¡Quien conoce tus miedos puede controlar tu alma!”, recalcaba mi padre levantando el dedo índice como advertencia.
—El alma de una persona debe ser como su casa: limpia y bien administrada, porque si tu casa es un caos, el mundo te parecerá caótico; de eso sé un poco —prosiguió Concha.
—Y de los “braguetas flojas” qué decir, a esos se les compra con mucha facilidad —puntualizó Salvador. ¡Otra vez tirando puyas! Y a mí me vuelve la misma imagen de Corinna, pero esta vez la imagino enseñando sus blancos pechos y un rosado pezón al levantar la bandera tricolor.
Saturno ha ladrado furioso y molesto; no sé lo que le pasa a mi perro, pero últimamente está demasiado pensativo, y en cuanto hablamos de algo que no le gusta, gruñe o ladra para demostrar su desacuerdo.
—A los perros no se les puede ver la ventanica del cierzo, porque no hablan, pero yo creo que este perro es “Juancarlista”: cada vez que hablamos del monarca, protesta —añade Salvador en tono jocoso mientras acaricia a Saturno, que se deja mimar, pero gruñendo.
—El miedo es el peor enemigo de un hombre —prosigo— y al hacernos mayores se apodera con más ganas de nuestra voluntad; se te agarra a los pies como un pulpo gigante, por eso la gente joven suele ser más atrevida, aunque he conocido cobardes de veinte años que no daban un paso sin encomendarse a una doctrina.
—Pues yo he visto a muchos mayores que hacen y piensan cosas que muchos jóvenes no son capaces por miedo al fracaso; a cierta edad importan poco los fracasos: ya no hay nada que perder —razona con mucho acierto Salvador.
Pero hay otras ventanas mucho más peligrosas: las pantallas. Han sustituido a la religión y casi todo el mundo atribuye una credibilidad que asusta a todo lo que ve a través de ellas. Da pena ver a tanta gente con indigestión de informaciones manipuladas.
—Hoy estamos muy pesaditos con el tema de las ventanas —remarcó Concha—. Lo único que existe son buenas personas o hijos de puta, y todos tienen los mismos derechos; y eso me jode.
—Pues yo creo que la ventanica de la justicia es muy grande pa’ unos y muy pequeña pa’ otros —sentenció Salvador.
—Te veo muy justiciero hoy, marido…
—¿Y si empezamos ya con la paella y abrimos la ventana del apetito y unas cervecicas? —dije para relajar los ánimos.
—Tienes razón —me respondió Concha—. Venga, pon la mesa; tú, corta limones y abre las cervezas. Y tú, —le dijo a Saturno—, quita de en medio que pareces un jueves. —Saturno en cuanto escucha la palabra paella mueve la cola más rápida que las aspas de un ventilador.
—Por cierto, tenía mi padre una casa de campo con unas ventanas muy pequeñas y yo le preguntaba que por qué no las ampliábamos para que entrara más luz. Me respondía que en boca cerrada no entran moscas y en ventana pequeña no entran lobos —continuó Salvador.
—¡Vale ya de ventanas, Salvador! Y mueve el culo, que desde que estamos de vacaciones no haces nada —le cortó Concha—. Además, tenemos que contarte las vacaciones de Benidorm, Teodoro.
—Han sido las mejores en años: menos gente, bares con mesas libres…
—¿Pero tanto os gusta Benidorm que vais cada año? —pregunté incrédulo.
—Es el paraíso, Teodoro —contestó Concha, saliendo de la cocina con una fuente de ensalada—. Allí no te conoce nadie, cada uno va como le da la gana y está llena de guiris como usted.
—¡Pero mujer, que yo soy yeclano!
Concha hace un guiño a su marido y sentencia:
—Es verdad, pero un yeclano raro y un poco guiri. —Y se ríen los dos a mandíbula suelta, a la vez que el golfo de Saturno emite un gruñido sordo que me parece también una carcajada perruna.
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