Teodoro y Ana han estado varios días enfermos. ¿Que los hombres son quejicas? Este dueño mío es el que más, es un hipocondríaco de libro. Le vi haciendo testamento, despidiéndose de los almendros desde la ventana de su cuarto mientras tosía como si se le arrancara el pecho. No dejó de gimotear por el día y por las noches, entre las toses y las veces que se levantaba a tomarse la temperatura, la casa parecía un lugar de peregrinaje para tuberculosos.
Pero a los cinco días como nuevo y la pobre Ana a pesar de una fiebre altísima y una tos desgarradora, se ha dedicado a cuidar al quejumbroso enfermo, que, por cierto, me miraba con cara de místico a punto de elevarse a los cielos; no lo dejé que se me acercara a menos de tres metros. Quiso ir a Urgencias y yo pensé: Le voy a dar un mordisco en un tobillo, que va a tener razones para ir.
Después de una semana tortuosa, la paz ha vuelto a la casa. El lastimero ha empezado a leer y a dejarnos en paz; Ana ha preparado un Pan Bendito que a mi me parece una copia de unos panes dulces que hacían en una patisserie cerca de mi casa en París. Aquí los hacen para las fiestas de San Blas y dicen que si rezas un padre nuestro antes de comerlo, el santo te protege la garganta todo el año.
Teodoro anda ganduleando, sin ganas de caminar; lo que yo os digo, este hombre ya no es lo que era, pero a mí no me quita nadie mi paseo diario por los caminos de tierra y mis excursiones a los cerros repletos de tomillo y esparto. Ayer vi bastantes conejos, huían al verme, pero yo no soy cazador, mi estómago está acostumbrado desde mi nacimiento a guisos elaborados o a comida canina vitaminada.
Me gusta este paisaje solitario de las mañanas; me entretiene tanto pedregal y los atochales llenos de caracoles, los huelo, me gusta el rastro que dejan a su paso.
Estos días tan frío, con los ribazos llenos de escarcha, me avivan el olfato y puedo oler la presencia de alguien a cinco kilómetros. Ayer fui otra vez a visitar a mi amigo Cohen, vivimos bastante distanciados, pero merece la pena corretear un rato con él. Me han recibido con unos trozos de longaniza sustanciosa y caliente; son muy generosos en esta casa.
Hemos echado unas carreras y después hemos conversado de nuestras cosas a la sombra de una olivera. Me gusta ver cómo levanta las orejas en cuanto escucha algún sonido nuevo, su sentido más despierto es el oído, el mío el olfato y los dos podemos ver los huevos de un mosquito en vuelo a cinco kilómetros.
La despedida de mi amigo ha sido emotiva, y volviendo a mi casa he empezado a notar un extraño desasosiego. Estoy enamorado desde hace años de Venus, una perra francesa de dulces maneras, de mirada electrizante y de pelo suave. Hace mucho tiempo que no nos vemos ni nos olemos.
¿Vivirá todavía?
Esa pregunta me atormenta, me gustaría volver a verla. Le cuento a mi amigo cómo la añoro y él me habla de un desengaño amoroso y de imposibilidad física de sexo debido a su castración. Vuelvo pensativo y Teodoro me lanza una mirada inquisitiva e intenta interrogarme utilizando ese sarcasmo que tanto odio en los humanos:
—Menudo paseo el de hoy, tres horas fuera de casa, voy a tener que atarte en corto, sinvergüenza.
Ni le miro, me tumbo al calorcico cerca de la chimenea, huele a lentejas con chorizo guisándose lentamente, cierro los ojos, suspiro. Escucho a Ana a mi espalda.
—A este perro le pasa algo, nunca le había oído suspirar.
Se supone que los perros no suspiramos. Ha venido a visitarnos nuestro vecino Pelayo, el cazador. Su perro me ha propuesto echarnos unas carreras, pero le he dicho que me duele la cabeza, necesito pensar.