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🍁 viernes 22 noviembre 2024
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Yecla: una salida y tres regresos

Emigramos a Francia en el año sesenta. Dejábamos atrás un pueblo muy triste, muy pobre, con una agricultura de secano de tierras pedregosas y muy repartidas. Las cepas eran bajitas, al menos las que yo conocía, y de cada cepa sacábamos un par de racimos no muy grandes. Había muy pocos coches, pero muchos carros con mula que dejaban un rastro de boñigas y moscas.

La mayoría de las casas del pueblo no tenían alcantarillado y en la zona alta, ni siquiera agua corriente. Las calles no estaban asfaltadas y cuando llovía, el pueblo entero se convertía en un barrizal. Los niños éramos aficionados a saltar charcos y de esos estaba el pueblo bien servido. De vez en cuando se organizaban cucañas o chocolatadas sobre un entarimado en la calle; a todos nos parecía muy divertido. En la escuela a la que asistía nos daban un paquete de leche en polvo a cada uno y gracias a la caridad muchas familias sobrevivían. Los domingos era obligatorio ir a misa. A mí, lo único que me dolía por el aire y el frío eran los sabañones de las manos y de las orejas.

En aquel entonces, era habitual vivir en casas de labranza alejadas del pueblo junto a otras familias de labradores, y en cuanto se acababa la época de recolección, volvíamos a la casa del pueblo. Los populares y abundantes ventorrillos se poblaban de hombres de manos rudas, de la misma apariencia que los terrones, para  tomar unos chatos de tintorro y hablar de sus cosas. Deambulaban por las aceras señoras enlutadas con velos que les cubrían la cara.

Nosotros jugábamos en la calle todos los días del año y las noches de verano eran largas y entretenidas: los vecinos se organizaban en grupos de tertulianos al fresco con ganas de reírse y de cantar.

La austeridad se imponía, la gente del campo vivía pendiente del cielo para que no les estropeara la cosecha de la que dependía el sustento del año siguiente y se aceptaba la penuria como designio inevitable.

¡Vivir así era una tortura!

Emigramos dejando como única pertenencia en Yecla un bancal que mi madre había heredado de unos tíos suyos; mi madre nunca quiso venderlo, le parecía un sacrilegio comerciar con tierras heredadas. “Eso solo lo hacen los ricos porque no tienen apego a nada”. Y decía que la tierra te puede salvar la vida en un momento de hambruna. Lo vendimos después de que ella muriera; ese día sentí vergüenza.

La gente del campo tiene un apego a la tierra a veces irracional, pero ese apego es el que mantiene la pertenencia a un lugar.

El taller de Ramoncico el de las bicicletas detrás de la plaza de San Cayetano era uno de lugares más frecuentados, pues en casi en todas las casas había  una bici.

Los jornaleros tenían que ir a la siega a La Rivera o a la Albufera. Con suerte un joven de buenos brazos podía hacer las dos campañas.

Los jóvenes peones yeclanos salían en grupo y llenaban las carreteras mal asfaltadas españolas en busca de un jornal. En nuestro pueblo, incluso la gente que tenía algo de tierra mandaba a sus hijos a segar en el verano para completar la escasez de ingresos. Volvían ennegrecidos y cansados, pero contentos.

El trabajo escaseaba; tractores y cosechadoras desterraban a los braceros y los yeclanos empezaron a emigrar a las zonas de turismo naciente o al extranjero. En estos lugares todavía reclamaban mano de obra.

Entre los años 1960 y 1973 emigramos dos millones de españoles al extranjero. Algunos expertos hablan además de más de seis millones de personas desplazadas del mundo rural al urbano. Creo que nunca antes en nuestro país hubo tanto trasiego humano, pero es verdad que en Yecla la emigración fue solo temporal.

De Francia, por contraste, nos gustó todo. Las cepas francesas eran enormes y de cada una nacían cinco o seis buenos racimos; todo nos parecía de color. Mi padre y mi abuelo ganaban un sueldo decente y vivíamos con soltura. “Mereció la pena el viaje”, canturreaba mi padre.

Nadie abandona por capricho su lugar de nacimiento, yo lo viví como una aventura, pero mi madre decía que en todos sus sueños aparecían calles y gentes de Yecla; fue así hasta el final de sus días.

Volví con ella y con una de mis hermanas a unas fiestas de la Virgen en el año 2004. Era una anciana que miraba todo con extrañeza a través de sus ojos humedecidos por la nostalgia. Los emigrantes desean encontrar el lugar que dejaron, pero suelen volver a un lugar desconocido y nuevo; las personas y los pueblos evolucionan, pero los recuerdos son inamovibles o perezosos.

Antes de ese viaje había vuelto al pueblo con una amiga fotógrafa francesa que estaba muy interesada en conocer donde había nacido. Era el año 1981.

No reconocía nada de aquel carácter austero y humilde del que me hablaba mi abuelo, ni de lo poco que yo recordaba. Quedaban algunos paisanos entrañables que se aferraban al pasado como a un salvavidas en una tormenta marina. Quedaban abiertos todavía algunos ventorrillos con olor a aguardiente y mi amiga fotografió a  parroquianos sonrientes. La fisonomía del pueblo era muy distinta a la de mi infancia.

Todo el pueblo trabajaba en la industria del mueble, se apreciaba riqueza y cierto lujo por todas partes. Las tiendas lucían escaparates luminosos.

El crecimiento de la industria resultaba llamativo y digno de elogio; pero el derroche y la falta de miras al futuro también. El pueblo entero estaba de obras y reformas. Agradaba ver el entusiasmo de la gente y la inquietud cultural.

Éramos conscientes del paso del tiempo y había leído sobre la modernización de España, pero encontramos a gente presuntuosa y un montón de nuevos ricos que conducían coches de lujo. A mi amiga le gustó ese ambiente; es verdad que lo pasamos bien. Nos llamó mucho la atención la cantidad de drogas que manejaban algunos jóvenes (la heroína cabalgaba a rienda suelta): nos pareció incluso exagerado. De hecho, una generación de españoles pagó muy caro esos excesos.

Casi cuarenta años más tarde de aquella visita, volví para instalarme definitivamente. Fue en 2018, y descubrí que de aquel entusiasmo de 1981 casi no quedaba nada. El paso del tiempo en este pueblo es excesivamente destructivo. La crisis de 2008 y la falta de previsión hicieron estragos.

Quizá los españoles siempre hemos pecado de ingenuos y nos dejamos engañar con aquello de que éramos ricos y modernos. De hecho, poco ha cambiado. Ahora, dependemos de un rescate europeo, nos encontramos a merced de los países ricos y dominantes; sin embargo, en nuestro país y en nuestro pueblo todavía hay mucha gente que sigue pensando que somos ricos, famosos y poderosos.


Lee todos los artículos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Emigramos a Francia en el año sesenta. Dejábamos atrás un pueblo muy triste, muy pobre, con una agricultura de secano de tierras pedregosas y muy repartidas. Las cepas eran bajitas, al menos las que yo conocía, y de cada cepa sacábamos un par de racimos no muy grandes. Había muy pocos coches, pero muchos carros con mula que dejaban un rastro de boñigas y moscas.

La mayoría de las casas del pueblo no tenían alcantarillado y en la zona alta, ni siquiera agua corriente. Las calles no estaban asfaltadas y cuando llovía, el pueblo entero se convertía en un barrizal. Los niños éramos aficionados a saltar charcos y de esos estaba el pueblo bien servido. De vez en cuando se organizaban cucañas o chocolatadas sobre un entarimado en la calle; a todos nos parecía muy divertido. En la escuela a la que asistía nos daban un paquete de leche en polvo a cada uno y gracias a la caridad muchas familias sobrevivían. Los domingos era obligatorio ir a misa. A mí, lo único que me dolía por el aire y el frío eran los sabañones de las manos y de las orejas.

En aquel entonces, era habitual vivir en casas de labranza alejadas del pueblo junto a otras familias de labradores, y en cuanto se acababa la época de recolección, volvíamos a la casa del pueblo. Los populares y abundantes ventorrillos se poblaban de hombres de manos rudas, de la misma apariencia que los terrones, para  tomar unos chatos de tintorro y hablar de sus cosas. Deambulaban por las aceras señoras enlutadas con velos que les cubrían la cara.

Nosotros jugábamos en la calle todos los días del año y las noches de verano eran largas y entretenidas: los vecinos se organizaban en grupos de tertulianos al fresco con ganas de reírse y de cantar.

La austeridad se imponía, la gente del campo vivía pendiente del cielo para que no les estropeara la cosecha de la que dependía el sustento del año siguiente y se aceptaba la penuria como designio inevitable.

¡Vivir así era una tortura!

Emigramos dejando como única pertenencia en Yecla un bancal que mi madre había heredado de unos tíos suyos; mi madre nunca quiso venderlo, le parecía un sacrilegio comerciar con tierras heredadas. “Eso solo lo hacen los ricos porque no tienen apego a nada”. Y decía que la tierra te puede salvar la vida en un momento de hambruna. Lo vendimos después de que ella muriera; ese día sentí vergüenza.

La gente del campo tiene un apego a la tierra a veces irracional, pero ese apego es el que mantiene la pertenencia a un lugar.

El taller de Ramoncico el de las bicicletas detrás de la plaza de San Cayetano era uno de lugares más frecuentados, pues en casi en todas las casas había  una bici.

Los jornaleros tenían que ir a la siega a La Rivera o a la Albufera. Con suerte un joven de buenos brazos podía hacer las dos campañas.

Los jóvenes peones yeclanos salían en grupo y llenaban las carreteras mal asfaltadas españolas en busca de un jornal. En nuestro pueblo, incluso la gente que tenía algo de tierra mandaba a sus hijos a segar en el verano para completar la escasez de ingresos. Volvían ennegrecidos y cansados, pero contentos.

El trabajo escaseaba; tractores y cosechadoras desterraban a los braceros y los yeclanos empezaron a emigrar a las zonas de turismo naciente o al extranjero. En estos lugares todavía reclamaban mano de obra.

Entre los años 1960 y 1973 emigramos dos millones de españoles al extranjero. Algunos expertos hablan además de más de seis millones de personas desplazadas del mundo rural al urbano. Creo que nunca antes en nuestro país hubo tanto trasiego humano, pero es verdad que en Yecla la emigración fue solo temporal.

De Francia, por contraste, nos gustó todo. Las cepas francesas eran enormes y de cada una nacían cinco o seis buenos racimos; todo nos parecía de color. Mi padre y mi abuelo ganaban un sueldo decente y vivíamos con soltura. “Mereció la pena el viaje”, canturreaba mi padre.

Nadie abandona por capricho su lugar de nacimiento, yo lo viví como una aventura, pero mi madre decía que en todos sus sueños aparecían calles y gentes de Yecla; fue así hasta el final de sus días.

Volví con ella y con una de mis hermanas a unas fiestas de la Virgen en el año 2004. Era una anciana que miraba todo con extrañeza a través de sus ojos humedecidos por la nostalgia. Los emigrantes desean encontrar el lugar que dejaron, pero suelen volver a un lugar desconocido y nuevo; las personas y los pueblos evolucionan, pero los recuerdos son inamovibles o perezosos.

Antes de ese viaje había vuelto al pueblo con una amiga fotógrafa francesa que estaba muy interesada en conocer donde había nacido. Era el año 1981.

No reconocía nada de aquel carácter austero y humilde del que me hablaba mi abuelo, ni de lo poco que yo recordaba. Quedaban algunos paisanos entrañables que se aferraban al pasado como a un salvavidas en una tormenta marina. Quedaban abiertos todavía algunos ventorrillos con olor a aguardiente y mi amiga fotografió a  parroquianos sonrientes. La fisonomía del pueblo era muy distinta a la de mi infancia.

Todo el pueblo trabajaba en la industria del mueble, se apreciaba riqueza y cierto lujo por todas partes. Las tiendas lucían escaparates luminosos.

El crecimiento de la industria resultaba llamativo y digno de elogio; pero el derroche y la falta de miras al futuro también. El pueblo entero estaba de obras y reformas. Agradaba ver el entusiasmo de la gente y la inquietud cultural.

Éramos conscientes del paso del tiempo y había leído sobre la modernización de España, pero encontramos a gente presuntuosa y un montón de nuevos ricos que conducían coches de lujo. A mi amiga le gustó ese ambiente; es verdad que lo pasamos bien. Nos llamó mucho la atención la cantidad de drogas que manejaban algunos jóvenes (la heroína cabalgaba a rienda suelta): nos pareció incluso exagerado. De hecho, una generación de españoles pagó muy caro esos excesos.

Casi cuarenta años más tarde de aquella visita, volví para instalarme definitivamente. Fue en 2018, y descubrí que de aquel entusiasmo de 1981 casi no quedaba nada. El paso del tiempo en este pueblo es excesivamente destructivo. La crisis de 2008 y la falta de previsión hicieron estragos.

Quizá los españoles siempre hemos pecado de ingenuos y nos dejamos engañar con aquello de que éramos ricos y modernos. De hecho, poco ha cambiado. Ahora, dependemos de un rescate europeo, nos encontramos a merced de los países ricos y dominantes; sin embargo, en nuestro país y en nuestro pueblo todavía hay mucha gente que sigue pensando que somos ricos, famosos y poderosos.


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Teo Carpena
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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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3 COMENTARIOS

  1. Teo hace un recorrido por la Yecla de la posguerra hasta ahora. Me parece interesante más allá de alguna matización. Es de agradecer que alguién nos ponga ante el espejo de una Yecla acrítica. Viene a confirmar los que otros escritores han dicho de Yecla, un «pueblo muy triste», pobre, de mujeres con velos y obligatorio ir a misa los domingos.
    La leche en polvo de los colegios eran las ayudas USA a la dictadura, que a pesar de ellas supuso la marcha al extranjero de entre dos y seis millones de españoles desplazados. Unos regresaron otros se les casaron los hijos y allí se quedaron.
    Habla de la industria del mueble, de los nuevos ricos y que somos un «pueblo destructivo» ¿Por habernos cargado el patrimonio arquitectónico u otro motivo?
    Sobre la España pobre a merced de rescate europeo, hay que matizar que no somos tan pobres, es la mala distribución de la riqueza. De esto sabe mucho un economista francés Thomas Piketty.
    Estas matizaciones son para un buen artículo de Teo. Gracias

    • En el articulo no hacen mención a que en Yecla siempre existieron unos seres negacioncitas que se negaban a que cualquier bien pudiera llegar a Yecla, para que así la ciudad prosperase debidamente, una de estas cosas fue la negación absoluta de que Yecla se convirtiese en uno de los ejes principales del ferrocarril en España, si la estación de la Encina se hubiera puesto en Yecla, como en principio estaba diseñada, esta ciudad hubiera multiplicado por 10 o 20 su potencial económico, pero esa mala gente se negó, es cierto que estos malhechores existieron, existen y seguirán existiendo. MUY TRISTE, PERO MUY REAL….

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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