A veces me da por pensar que la única función en esta vida sea quizá pasear y pensar, o al menos a mí son las que más me satisfacen. Al caminar, tranquilizo al lobo que me habita. Lo más molesto de pasear por algunos caminos cerca del pueblo son los ladridos insistentes de los perros y el tráfico ruidoso.
Miro a mi perro y en voz baja le digo: “¿Te das cuenta cómo viven estos pobres perros vigilantes? De guardia todos los días y todas las horas de su vida; tú vives como un marqués, ni siquiera eres capaz de ladrar cuando se acerca alguien a la casa». Saturno me mira condescendiente, debe ir pensando en sus cosas.
Me gustan los caminos de tierra, pero ya no huelen como antes. Cuando de niño pasábamos por este camino olía a hierba fresca, en verano las amapolas adornaban los sembrados y en primavera hasta los ribazos se llenaban de flores silvestres. Esta zona ofrecía un paisaje muy distinto, ahora hay mucha tierra yerma y mucha casa pretenciosa.
Este camino encierra secretos que todavía no consigo desvelar y en cuanto nos alejamos del bullicioso polígono y vemos el pueblo de lejos vuelven a mi memoria caras y nombres del pasado. Busco algo perdido en el laberinto de mi memoria, pero llevo dos años en este empeño y no lo consigo.
Al pasar cerca de un viejo aljibe en desuso encontramos a un hombre con chaqueta y pantalones de pana marrón y gorra agrisada y desteñida, alto y de gesto desapacible. Me preguntó por la estación.
—¿Qué estación? —contesté.
—La del chicharra —dijo—. Es que quiero coger el tren de las doce para ir a Jumilla y necesito encontrar a mis nietos.
Se frotaba las manos sobre el pantalón de pana gruesa a modo de tic como si quisiera deshacerse de tierra pegajosa; sentí un fuerte olor a moho cuando se me acercó. Titubeaba y su mirada era huidiza.
—¿Se encuentra usted bien? —le pregunté, mientras farfullaba algo entre dientes que no entendí. Le observé con atención y repetí la pregunta. Me contestó que estaba bien, pero un poco cansado.
Parecía desorientado y yo sufrí un ligero déjà vu, al recordar al niño que vi hace meses en Jumilla que perdía las canicas y los cromos y andaba buscando a su abuelo. Intento averiguar algo del misterio y le propuse acompañarle.
—¿Es usted forastero? —le interrogué.
—No, soy de Yecla, pero he pasado casi sesenta años fuera.
—¿Qué edad tiene usted?
—60 años —respondió.
—¿Entonces se fue usted de recién nacido?
—No, no, tenía 60 años
Nada encajaba, porque no aparentaba tener 120 años; me pareció que necesitaba ayuda, pensé que podría ser un enfermo de Alzheimer, le pregunté por su casa, pero no me respondió, lanzaba su mirada perdida hacia el pueblo…
—¿Su nieto es un niño de camiseta a rayas azules y blancas?
—Sí, ese es uno, busco a tres, dos nietos y una nieta; hace un rato los llevaba de la mano, íbamos a Jumilla a ver a un amigo mío y los he perdido…
Estaba seguro de que acababa de escaparse del asilo o de alguna residencia, no llevaba mascarilla y como llevo unas de recambio en el bolsillo le ofrecí una, me miró con cara de asombro y me preguntó por qué llevaba yo esa tela tapándome la boca y la nariz. Intenté explicarle lo de la pandemia mundial y no entendió o no escuchó.
No quiso ponerse la mascarilla.
Le acompañé un rato y en el recorrido me dijo que no reconocía nada de todo aquello, tantas fábricas, tantos coches, tanto ruido…
—A mí me pasó lo mismo cuando volví al pueblo, no reconocía nada
—¿Usted también ha estado ausente? —me preguntó.
—Sí, he vivido en Francia sesenta años.
—Igual que yo —me dijo.
—¿También ha vivido usted en Francia?
—No, en Francia no, he estado por ahí —y ese por ahí me resultó demasiado impreciso.
Apareció de pronto una ambulancia a toda velocidad y con la sirena a tope; me orillé a un lado del camino y el hombre de la chaqueta de pana se apartó al otro lado. La ambulancia y dos coches que la seguían levantaron una polvareda enorme y cuando se hubo disipado el polvo miré alrededor y ya no vi al hombre de la gorra gis, había desaparecido. Saturno no se movió de mi lado, nos quedamos paralizados y mirando en todas las direcciones.
Una nube de primavera ensombreció el cielo amenazando tormenta y decidimos encaminarnos hacia el pueblo. La historia del abuelo me dejó desconcertado. La vida y el mundo son incomprensibles. Se lo iba diciendo a mi perro en francés, que es el idioma en el que mejor me entiende, cuando nos cruzamos con un tío que se parecía mucho al Panocha y deteniéndose se dirigió a mí muy amable para preguntarme:
—¿Es usted Teodoro?
—No, me llamo Camilo —respondí exagerando un poco el acento yeclano. Él me pidió disculpas y se alejó frunciendo el ceño, con la sospecha de que le estaba mintiendo. Saturno y yo nos reímos cada uno a nuestra manera, para adentro, alejándonos.
Y como por arte de magia apareció Salvador conduciendo una furgoneta, nos contó que había comprado unas chivas; está pensando reunir un ganado de cabras autóctonas, llevaba tres de ellas que balaban con insistencia.
—Este es el futuro, amigo mío, la crianza de la cabra hispánica yeclana —y lo asegura con tanto convencimiento que es imposible rebatirle.
—Coño, iba pensando yo ahora mismo que me tomaría un vinico y mira por donde os encuentro. Subid que os llevo al pueblo —pero Saturno se negó en rotundo ladrando rabioso.
A mi perro los animales con cuernos no le gustan nada.
Mi amigo y yo decimos que para tomar un vino cualquier hora es oportuna, sobre todo si es en buena compañía. “Beber solo es cosa de bárbaros”, decía siempre un amigo mío. Así que media hora más tarde, ya sentados en la terraza de un bar, le conté la historia del hombre de la gorra desteñida. Salvador se lo tomó a chufla, pero cuando fuimos a pagar metí la mano en el bolsillo de mi chaqueta y me encontré cuatro billetes envejecidos del chicharra con destino y fecha: Yecla—Jumilla 1962.