Cuando trabajaba en el Jardin des Plantes de Montpellier me encargaba del invernadero y, en especial, de las flores tropicales.
El único secreto para ser un buen jardinero es saber mirar a las plantas atentamente y escuchar, pues ellas reclaman con claridad sus necesidades. Lo aprendí de mi madre siendo niño cuando vivíamos en Yecla; ella tenía el corral lleno de geranios y clavellinas. Todavía lo puedo oler al cerrar los ojos y pensar en ella. Lo llaman memoria olfativa.
De todos los árboles del mundo, el magnolio era el favorito de Juliette; decía que la carnosidad y la blancura de sus flores solo se puede igualar con la exuberancia de los hibiscos rojos. Compramos una casa en Montpellier que delante tenía un magnolio enorme y una pequeña parcela donde plantamos algunos rosales y un laurel. Vivimos allí durante veintiséis años.
Juliette decía de mí, y con razón, que conocía mejor el lenguaje de las plantas que el de los humanos. Algunas noches, después de hacer el amor, me pedía que le hablara de flores; yo le contaba cómo era el cuidado de los jacintos o le describía el mimo necesario para que las hortensias lucieran radiantes y ella me acariciaba el pecho hasta que nos dormíamos y me llamaba jardinier, mi jardinier amoroso.
Un día de primavera y sol reluciente, en la época de floración explosiva de todas las plantas, andaba preocupado con varios esquejes que no acababan de agarrar. Al salir de la zona de hierbas medicinales, escuché una agradable voz, levanté la cabeza y me encontré de frente con una pelirroja de ojos gatunos, tenía un bloc de hojas blancas y un lápiz en la mano y me preguntó por el nombre de la flor que estaba dibujando. Dudé un segundo, sobre todos del tono a utilizar… «Cuando encuentras a una mujer de esas que te hacen tiritar de admiración, debes acertar”, me dije, y quedé enganchado a su mirada unos segundos. Me pareció escuchar un silencio hueco y de manera atropellada respondí:
—Es un hibisco, la flor más bella del mundo, medicinal y nutriente, conocida popularmente como una de las favoritas de Josephine— y le expliqué la historia del jardín de la Malmaison y a qué familia pertenecía la planta, cuál era su temporada de floración y los cuidados necesarios. En ese momento, nuestras miradas quedaron atrapadas, se repitió el silencio, pero esta vez era compartido. ¿Sería esta la chispa de la que hablan los enamorados?
Nunca había visto una cara con tantas pecas y unos labios tan rojos; se dio cuenta de mi embeleso, no podía dejar de mirar su boca.. Después de una incómoda pausa seguimos hablando de flores y de plantas, pero con la mirada hablábamos un lenguaje paralelo.
—Ya me iba —dijo—, pero estas flores me han retenido y me he puesto a dibujarlas.
—Si no es por los hibiscos no habríamos coincidido y habría sido una pena —respondí acompañando a las palabras con una sonrisa picarona.
—Sí, habría sido una pena —añadió ella con timidez, pero sin dejar de mirarme. En ese momento noté un calor sofocante. Su olor, su cara, su manera de mirarme. Su boca.
Ese día me sentí como si fuese el jardinero del Edén y ella una diosa del Olimpo.
Recuperé el resuello y el oído y pude escuchar el fluir de una fuente cercana y entonces supe que no estaba soñando.
Ella era profesora de un liceo de Montpellier. Me dijo que estaba pensando organizar una visita al jardín botánico con sus alumnos y me preguntó si yo podría hacer de guía. Le contesté que por ella guiaría a la humanidad hasta el fin del mundo si me lo pedía. Sé que fue un piropo exagerado, pero le hizo mucha gracia y nos reímos. Ese día lo acabamos en la playa disfrutando de un atardecer tan rojo como nuestros deseos. El primer beso de Juliette me supo a vainilla mezclado con el olor salado de la brisa marina y supe que ese era el paraíso. Comprendimos desde ese momento, que nos quedaban muchas noches y muchos besos por desvelar.
No estoy seguro de que sucediese de esa manera tan idílica, pero a mí me gusta recordarlo así.
A partir de ese día quedamos una tarde detrás de otra, hablando de plantas y, de vez en cuando, de nosotros. Encontramos el amor que nos unió de por vida. Mis amigos entonces se referían a mi como el jardinero enamorado.
Después de una penosa y larga enfermedad la perdí, y su último beso no me supo a despedida, pero me dejó un amargor intenso. Supe que ese era el infierno.
Vendí la casa, el magnolio empezaba a secarse, abandoné el cuidado de las flores y me deshice de todas nuestras pertenencias. Solo guardo una caja con fotos que todavía no soy capaz de abrir y dediqué dos años de mi duelo a recorrer caminos solitarios amparado en el silencio. El mundo dejó para mí de tener sentido; fue un largo camino el que me trajo hasta aquí.
Algunas noches sueño con Juliette y siempre viene acariciando una magnolia entre sus dedos blanquísimos.
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