Esta noche no he pegado ojo, me acosté tarde, leí un buen rato y quedé atrapado por unos personajes novelescos que me hicieron navegar atravesando el Mediterráneo de punta a punta en una corbeta dirigida por el capitán Jack Aubrey.
Pero ni el marinero ni los mares fueron la causa de mi vigilia, es que en otoño me desvelo con facilidad y, encima, por la tarde recibí una llamada de mi amigo Dominique anunciándome la muerte de uno de nuestra pandilla en París, Antoine Leblanc. Su recuerdo no me dejaba dormir y me parecía escuchar su voz ronca y en un español rudimentario gritándome: «¡Españolcagondiós!». Me apodaba así, y a todos nos hacia gracia.
Las sábanas me molestaban y cada vez que cerraba los ojos tenía visiones extrañas; aparecía gente sentada en mi cama dándome conversación. El que apareció primero hablaba en castellano, pero con acento extraño, remarcaba las tes y las erres. Por el acento parecía ruso y vestía de rojo; me soltó una perorata incompresible y a modo de preámbulo levantó la voz y dijo:
—Soy la luz… —le corté en seco y le advertí que más que la luz parecía un carbonero. Tenía los ojos inyectados en sangre y las manos negras. Entonces empezó a hablarme del reino eterno del tiempo y de comprarme el alma.
—¡No me interesan el comercio y a estas horas menos! —lo mandé a la mierda y obedeció. Al salir de la habitación, dejó un tufo irrespirable que me recordaba al azufre; cerré los ojos e intenté relajarme…
Me despertó un trueno cuando estaba a punto de alcanzar al sueño; llovía a mares, escuché a Saturno ladrar y me pareció oír la voz de Antoine: «¡Españolcagondiós!«.
La siguiente aparición me resultó familiar; un ser andrógino, envejecido e inseguro: le temblaba la voz y exhibía unas alas blancas enormes.
—¿Quién es usted? —le pregunté, y me respondió con acertijos:
—Soy tu protección y el portador del bien, te acompaño a todas partes y cuido de tu integridad —pero como a mí el bien, la integridad y todas esas mamarrachadas me traen sin cuidado, lo mandé también a la mierda como al anterior. Al salir, se le atascó un ala en la puerta, perdió varias plumas en la maniobra y vociferó nombrando a la madre que le parió…
Pensé que ya podría aparecer Marilyn o cualquier rubia explosiva para alegrarme la noche, pero nada, el sueño se me negó, y el de las alas blancas dejó un intenso olor a malvavisco, así que tuve que abrir la ventana un rato.
El tercero y último, porque afortunadamente solo fueron tres, lo reconocí ipso facto: era Pavarotti y empezó a cantar Nessun Dorma:
—¡Nessun Dorma no, desgraciao! —grité, y el primer impulso fue saltar sobre su cuello y estrangularlo, pero lo dejé un minuto hasta que dijo aquello de la Principessa y entonces lo mandé a tomar viento a otra parte; este dejó olor a sudor y a limoncello.
Agarré la novela y seguí navegando con mis marineros acercándonos a Gibraltar.
Dejó de llover y amanecía.
En poco tiempo, el cielo azul deslumbraba y decidí encalar una de las paredes de la casa, la que da al norte está muy sucia. Dice mi vecino, el del mastín español, que debería encargárselo a alguien o hacerlo con rodillo, pero a mí me gusta hacerlo como antes, con mocho de esparto y caña larga. Y blanqueando blanqueando me acuerdo de Antoine, que decía que pintar era mas fácil que cantar. Y me parece escucharle detrás de mí: ¡Españolcagondiós! ¡Dale a la brocha!
Saturno se refugia en el porche, no le gusta el aire otoñal y Alba pasa rozando su lomo por mi pierna; esta gata es tan lista como su dueña, camina como una marquesa, ronronea, vigila nuestra ocupación y vuelve a la casa para ocupar la mecedora.
Pasan unos idiotas con motos muy ruidosas, ya se sabe que el campo los fines de semana se llena de ruidos y de tontos. A todos estos los mandaba yo a misa cada domingo para que dejaran de revolotear por los caminos. Creo que deberían poner puertas al campo y no dejar pasar a según quién.
El perro de mi vecino ha venido a buscar a Saturno y los dos se dedican a corretear alrededor de los almendros y Pelayo, que así se llama el dueño del perro, viene con unas cervezas frías diciendo eso de «en todos los trabajos se fuma». Así que no puedo resistirme; después de todo dicen que una cerveza en ayunas es lo mejor para la resaca y como es un charlatán pertinaz, hoy me ha estado sermoneando de lo importante que es la caza para el mantenimiento del equilibrio ecológico.
—Hay que acabar con las plagas de conejos y de jabalíes, ni te imaginas lo divertido que es perseguirlos entre pedregales y ribazos o hacerles salir de sus madrigueras. Un día de estos se va a venir conmigo a cazar, tengo una escopeta hecha a su medida y unos tiros sientan bien a un hombre como usted —me lo dice convencido de que aceptaré.
No sé qué clase de hombre piensa que soy, pero para tranquilizarle le advierto que yo si empuño un arma es para hacer justicia; esto le hace gracia y nos reímos porque cada uno tiene un sentido de la justicia diferente y los dos sabemos cuál es la diferencia.