Este maldito aire frío me tiene acobardado y me viene a la memoria cuando de niño camino de la escuela con la rodillas llenas de costras, las manos frías, las orejas con sabañones y tiritando, corría calle abajo para llegar lo antes posible. Cada vez que aparece este maldito frío ventoso rememoro aquellas mañanas cuando al calentarme las manos en la estufa sentía un dolor como si los dedos se me fuesen a caer a pedazos y mi padre me decía que no podía pasar del frío al calor con tanta rapidez; se me escapaban unas espesas lágrimas y nunca supe si era de dolor o de placer.
Ayer fue un día de esos y solo unos buenos gazpachos te pueden consolar ante semejante suplicio. Me gusta el calor de las chimeneas, el chisporroteo del fuego y escuchar, estando a cubierto, como el aire mueve la ramas.
Saturno miraba el fuego y parecía estar urdiendo alguna profunda reflexión. Mi hermana revoloteaba por la casa, se está instalando.
La tranquilidad duró muy poco. Ana llegó con las tortas dando prisas y nos pusimos a desmenuzarla; trocitos más pequeños, me decía de vez en cuando.
Hoy viene la madre de mi novia, la buena de Carmen con sus 95 años, también el hermano que vive en Granada y a quien aún no conozco. Es artista audiovisual, dice. Nada más vernos me ha dado un abrazo y me ha llamado cuñado; me pilló descuidado.
Salvador llegó contando cosas de mar y diciendo frases marineras como que hoy sopla a barlovento y no tiene pinta de amainar.
Soy de comer poco y exquisito, pero de gazpachos puedo llegar a comerme la ración de dos personas y unas cuantas tajadas de conejo; me gusta la comida sustanciosa, y no me interesa la nueva cocina o lo que llaman cocina de fusión. Un muslo de pollo tiene que tener aspecto de muslo de pollo, eso de la espuma de tortilla de patata se lo dejo a los snobs, a los hípster o a los de paladar aventurero. Con la comida no se juega, decía mi madre.
Los gazpachos manchegos que cocinó Ana con la ayuda de su madre, creo que son los mejores que he comido en mi vida. Hasta el tragón de Saturno se relamía.
La llegada de Pedrito, al que ahora llamamos Peter ‘el millonario’, fue apoteósica. Vestía traje con chaqueta a cuadros y corbata; la chaqueta y la corbata más ridícula que he visto en mi vida. Ha cambiado la mochila por un maletín de piel y se convirtió en el centro de todas las ironías del grupo, sobre todo de su tío Salvador:
—¿Dónde va con esas pintas? —le dijo Salvador.
—Estoy ensayando porque tengo una cita con Marta Ortega.
—¿Quién es esa Marta, una nueva novia?
—No, Marta Ortega, la hija de Amancio.
—¿Que Amancio, el del Real Madrid?
—No tío, el de Inditex, que le quiero proponer negocios. —Salvador ni le contestó, me miró y me dijo por lo bajini: «Vamos a necesitar mucho vino hoy».
El Panocha trajo caracoles y ese fue el centro de la polémica del día: caracoles sí o caracoles no. Creo que deberían reunirse todos los alcaldes de los pueblos donde se cocinan los gazpachos manchegos para unificar criterios y editar una receta maestra. Después de varios intentos fallidos ya lo hicieron en las Cortes valencianas para decidir los ingredientes de la auténtica paella; no vamos a ser nosotros menos. Aunque aquí se armaría la marimorena: los villeneros dirían que los mejores son los gazpachos de Villena; los yeclanos, que los suyos, que por eso han dado tantos premios a Los Chispos; pero si te vas a La Roda o a San Clemente, te dirán que los originales y verdaderos son los de ahí. Y eso sin hablar de los de Mota del Cuervo o los de Letur. Un sindiós.
Volviendo al debate de los caracoles, el artista que vive en Granada dice con cara de asco que no le gusta ningún bicho que se arrastre, que son asquerosos; sin embargo, al Panocha le parece que unos gazpachos sin caracoles son como un cocido sin garbanzos. Controversia servida.
‘El millonario’ dice que Arguiñano los prepara con perdiz y conejo solamente y el Panocha le contesta con cajas destempladas:
—Ese sabrá mucho de bacalao, pero de gazpachos no tiene ni idea.
Ana propuso hacer los caracoles aparte y que cada uno se sirva al gusto, y, como parecía muy razonable, todo el mundo aceptó. Pero entonces surgió otro dilema: los comemos en platos o sobre la torta en medio de la mesa. Empezaron a subir el tono; menos mal que Carmen intervino para advertir que las tradiciones están para saltárselas y que eso lo decide la cocinera y nadie fue capaz de rebatir semejante argumento.
Llegaron Concha y su hija con unas botellas de vino de una bodega yeclana, pero el Panocha había traído vino de Jumilla y, como bien intuí tuvimos otro desencuentro. Así que impuse mi criterio: Primero el de Jumilla, que ha llegado antes, y después el de Yecla. Y Salvador, con una sonrisa sarcástica, de esas de medio lado, dijo con rotundidad que durante la comida solo se hablará en el idioma yeclano «y los que vengan de fuera que se jodan si no nos entienden». Todos se rieron y mi hermana, recién llegada de Francia, y que aún no conoce las costumbres locales, se me acercó sigilosa para pedirme que yo le tradujera porque no conoce ese idioma.
Nuevamente me parece que Saturno se rio, pero cuando le miré bajó la cabeza. Creo que mi perro se está humanizando y en cualquier momento va a empezar a hablar.