La mañana lucía con una luz mortecina; este invierno se nos acaba y se parece mucho a la primavera. En las caras de la gente se nota un extraño desencanto, creo que la tormenta de polvo del desierto ha terminado de trastornar a más de uno.
Estábamos dando un paseo por el pueblo —nos gusta saber que sigue todo en su sitio y tan sucio como siempre— cuando vi a un hombre con un maniquí mujer. Iba por la calle con ella al hombro, los brazos de plástico anaranjados medio abiertos. Las manos de dedos finos y uñas pintadas parecían pedir ayuda, las piernas rígidas y muy largas no llevaba ropa; la cubría con una sábana sobre los hombros. El cabello rubio le tapaba la frente, los pechos abultados sin pezones quedaban a veces al descubierto y los ojos azules con largas pestañas miraban impasibles al infinito. Y lo que causaba más extrañeza en el maniquí era el gesto de indiferencia, idéntico al que muestran las modelos de pasarela cuando desfilan.
No parecía pesar demasiado; el hombre mayor y bajito lo llevaba con facilidad y a veces paraba en una esquina y la apoyaba de pie contra la pared. Le peinaba la melena, recolocaba la sábana y todos los paseantes miraban a la pareja; el pequeñajo miraba la pantalla de su teléfono y daba unas caladas a su cigarro, luego parecía pedirle permiso al maniquí como diciendo: ¿Seguimos? Y se la volvía a echar al hombro o debajo del brazo, según le apeteciera, y seguía caminando.
Lo vi salir de una tienda de ropa de la calle del Niño y decidí seguirlo a distancia; tenía curiosidad. Al llegar al Callejón Ancho torció a la derecha y luego se encaminó por la calle Colón hacia el centro del pueblo de nuevo. Con en ese detalle lo tuve claro: estaba paseando a la muñeca, porque parecía eso, un adulto paseando a su muñeca.
Al pasar por el colegio de la Inmaculada coincidió que los niños salían de clase. Unos se reían al ver al hombre con el maniquí bajo el brazo (resultaba extraño ver un cuerpo semidesnudo aunque fuese de plástico); otros miraban con curiosidad y todos cuchicheaban. Al hombre le cubría la cabeza una gorra de cuadros azules e, ignorando el revuelo, seguía su extraño paseo lento con paradas en cada esquina. Varias niñas lo siguieron intrigadas como yo. «Es un loco», dijo una de ellas.
En la esquina de la calle San Francisco, el lugar más céntrico y transitado del pueblo, apoyó el maniquí en un árbol, le atusó el pelo, encendió otro cigarro y comenzó a charlar con ella. Después, puso música que sonaba con potencia en un altavoz de esos redondos portátiles. La niña de antes le dio con el codo a su compañera y le dijo en voz baja.
—Ya te lo había dicho yo, un loco.
—Yo creo que es un artista —le contestó la otra. Las oí perfectamente, yo estaba parado detrás de ellas y Saturno tenía la misma cara de asombro que ellas y que todos los que pasaban. El hombre de la gorra de cuadros azules estaba a lo suyo y tarareaba un bolero, no prestaba atención a la concurrencia. No debe ser del pueblo, pensé, porque aquí todos están pendientes de todos. Un niño se soltó de la mano de su madre y vino a acariciar a Saturno; este se dejó, algo que me sorprendió, pero es que este día en el pueblo todo era raro, hasta mi perro.
Empezaron a subir chavales del Instituto Azorín; estos son mayores y más atrevidos. El primer grupo en llegar frente a la escena empezó a bromear y uno de ellos dijo:
—¡Oye, pues está buena la rubia! —sus amigos le rieron la gracia y este se envalentonó, se acercó y le dijo al hombre de la muñeca:
—¿Me deja usted bailar con ella? —a lo que el hombre le respondió:
—Ella es independiente, no soy su dueño, pregúntale. —Los amigotes se lo tomaron a chufla, se reían a carcajadas. El descarado se acercó a ella y cuando intentaba coger de la mano al maniquí, el hombre dio un grito que retumbó en los muros de la iglesia.
—¡Sin tocar, chaval! Primero pregunta, lo principal es el respeto y la educación. —Todos los amiguetes le vitoreaban; el envalentonado se acercó con sigilo, mirando de reojo al viejo, y preguntó a la muñeca:
—¿Bailas?
—¡Más alto coño! —le gritó el bajito. El chico se puso colorado, la gente se arremolinó; volvió al preguntar:
—¿Bailas?
—¡Más alto, que es un poco sorda! —respondió el hombre y entonces las risas fueron generalizadas. El chico se retiró avergonzado y sintiéndose el centro de la diversión callejera. Se refugió entre los amigos, que le llamaban cobarde y gallina y se alejaron. Entonces, el hombre cogió al maniquí, se lo coloco bajo el brazo y siguió su camino, pero hacia la plaza del ayuntamiento mientras le decía a su acompañante muda:
—Vamos a casa cariño…
La gente siguió cada uno a lo suyo; en el reloj de las plaza sonaron los dos, miré mi reloj de pulsera y le dije a Saturno: «Amigo, hoy hemos echado la mañana a perros»; este ladró furioso. Unas señoras que pasaban comentaban el acontecimiento y una a otra le susurró:
—Yo creo que ese hombre no está bien.
—¿El del maniquí? —preguntó la otra.
—No, el del perro —espetó la primera.
Seguíamos al hombre del maniquí porque llevábamos el mismo camino y vi a Ana bajar las escaleras de la plaza y saludar con afecto al hombre; cuando llegó a nosotros le pregunté si es que conocía al del maniquí.
—Claro, es mi primo Joaquín, te lo presenté el día de nuestra boda, el que llevaba un traje de cuadros rojos…