Es fácil conocer a la gente por las palabras que utiliza, aunque hay gente que se empeña en borrar las huellas de su pasado anulando su acento.
Pasa lo mismo con la manera de mover las manos, la forma de caminar o la manera en cómo entramos en un bar; nos retratan esos gestos inconsciente y reflejan la inseguridad, el miedo o la altanería. El tono de voz, el acento y el vocabulario son nuestro ADN.
La manera de preguntar o las preguntas que hacemos también nos retratan. Hay personas que no preguntan jamás, como si hubiesen nacido sabiendo; hay otras personas que preguntan a todas horas y sin parar, estas son curiosas; sin embargo, algunos adolescentes preguntan en demasía por inseguridad. Existen preguntones impertinentes interesados en la intimidad ajena y todos conocemos a gente que pregunta respondiéndose a sí mismo: estos son onanistas intelectuales.
También existen las preguntas internas, eso es cosa de cada uno, pero cuanto más transcendental y compleja, más nos alejan de la verdad.
Pasa lo mismo con las palabras gordas y ampulosas como «libertad o justicia», palabras de la que mucha gente cree tener la exclusividad. Otros deciden abonarse a esas palabras para crear un escudo y ocultar sus verdaderas intenciones.
En política se utiliza un lenguaje de dudosa claridad, se vacían de contenido palabras sencillas y hacen uso excesivo de eufemismos para enmascarar sus mentiras.
En periodismo abusan de palabras llamativas y frases grandilocuentes, y en poesía se utilizan palabras rebuscadas; es posible que solo sean los malos políticos, los malos periodistas y los malos poetas.
El lenguaje también refleja el oficio, y los que manejan la retórica saben en qué momento se han de utilizar según qué palabras y disimulan mejor sus vicios, pero de esos quedan pocos.
Los abogados, los psicólogos y los médicos utilizan lenguajes especializados de sus profesiones para marcar diferencias con el resto de los mortales y como te descuides, durante una velada agradable, te diagnostican, te psicoanalizan o te meten en un pleito.
Las cuidadoras de ancianos y las maestras de infantil dominan un vocabulario dulzón y abusan de las palabras como cariño o bonita, pero son entrañables.
Las palabras o los nombres de herramientas utilizadas por los carpinteros y ebanistas son muy corrientes en nuestro pueblo: serrucho, escofina, formón o cepillo; son palabras metálicas y reales, pero a mi la que más me gusta es garlopa.
Las palabras de los albañiles: hormigonera, lechada o enlucido me resultan refrescantes, pero ante todo prefiero el lenguaje de la jardinería, primero porque fue mi oficio y segundo porque es el más poético del mundo: injerto, enredadera, bulbo o semilla; y el de los huertanos: caballón, ribazo, azada, plantío… Cada uno tiene querencia por lo suyo y me preguntó, ¿por qué unos injertos funcionan y otros no, por qué los geranios son tan prolíficos y por qué los almendros son tan madrugadores?
Ana tiene un acento cadencioso terminado en diminutivos que en la mayoría de las yeclanas resulta afectuoso, pero en ella me parece sensual. El acento francés de mi hermana Jeanne mezclado con esos diminutivos me parece exótico y a su novio dice que le pone a mil.
Las palabras de la infancia te acompañan y atraviesan fronteras y siglos; y los latinoamericanos traen de vuelta perlas de sonoridad cosquilleante; tesoros que creíamos perdidos.
Nosotros cuando emigramos a Francia nos llevamos unas cuantas de las que nunca nos deshicimos y a mí siempre me supieron a miel: alicornio, cociolero enrasinao, gobanilla, zarañar, estralica, cornijal o polseguera. Pero de todas ellas, la más poética es voliana. Su origen es catalán, como cientos de palabras utilizadas en Yecla, y su correspondencia con el castellano es otra igual de lírica, pero más recia: pavesa.
En el lenguaje de los oficios (carpintero-ebanista) recuerdo uno que tan siquiera existe en el vocabulario pero que empleaban los oficiales para gastar una broma a los aprendices. Esto era un objeto pesado, cual fuere, que se le denominaba el «desarnaó».
«Nene tráeme el desarnaó, el aprendiz se quedaba perplejo ya que desconocía que era aquello». Le señalaban cualquier cosa pesada que el aprendiz le llevaba al oficial bromista.
Hay que tener en cuenta que los oficios, por aquella época estaban jerarquizados, clases, como los antiguos gremios; maestros, oficiales, aprendices.
Los aprendices eran el último escalón de la jerarquía, casi siempre tenían que pagar el peaje de la broma de los de «arriba».
Un poco igual que en el servicio militar obligatorio con los veteranos y los reclutas, también llamados «pollos». Siempre había alguna broma, casos de bromas pesadas y del mal gusto.
Hay gente muy pesada con estas cosas, en oficios y otros. Cuándo me tocaba imaginaria dentro del recinto militar donde el personal dormía, en un par de ocasiones me «vengué» de un pesado. A las cuatro de la mañana lo despertaba diciéndole que vendía papeletas para el sorteo de una ambulancia, si quería alguna.
En el oficio de ebanista que estuve 30 años, desde los 14, nunca me gustó que me hiciesen bromas pesadas ni cuando fui oficial el gastarla. En la mili tampoco.