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🍁 viernes 22 noviembre 2024
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Un camino lleno de brasas y de punchas

Mi abuelo y el tío Perete, que era primo suyo y habían sufrido juntos las mismas derrotas, se tomaban unos vinos cada vez que se les moría algún amigo o conocido en homenaje al fallecido. Se referían siempre a una doncella que acompañaba a la muerte y estaba cautiva; hablaban de la muchacha con familiaridad y planificaban que, al primero que le llegara la hora fatal, tenía el compromiso de burlar al de la guadaña y rescatar a la doncella.

Estaban los dos de acuerdo en que la dama que acompañaba a la muerte tenía que ser tan guapa como una mujer de Yecla a la que llamaban Paca ‘la forastera’. Pero hablaban en clave y nunca supe quién era. No sentían ningún respeto por la muerte y decían que esta no tiene sexo definido; es asexual y de ahí su mala sombra, decían. El tío Perete era sereno y decía que en las noches de viento seco la muerte se vuelve traicionera y por eso golpeaba fuerte el suelo con su garrota para espantarla.

En Yecla y en todos los pueblos de España se velaba a los muertos en casa; venían los vecinos a traer sillas y las vecinas ayudaban a teñir la ropa para el luto en unos barreños en el corral con sal y agua caliente y servían a los asistentes tila, manzanilla y anís. A los pequeños nos gustaba curiosear en los velorios, sobre todo si no eran de nuestra familia, como el día que murió la abuela de mi amigo Pacorro que decían que era santa, que nunca se pudriría su cuerpo y que parecía dormida.

En el salón de la casa, presidiendo la estancia, sobre una base inclinada estaba el féretro negro y brillante como el azabache y dentro estaba la tía Jacinta muy seria, con los ojos cerrados, morada y arrugada como una pasa. Con las manos sobre su pecho sujetaba un crucifijo, dos cirios en candelabros de bronces alumbrando la escena; las sombras titilantes daban a la escena un aire tétrico del que me costó recuperarme varios días y el olor reconcentrado de cera quemada, de mistela y de incienso se me metió de tal manera en mi pituitaria que todavía al oler cualquiera de esos tres productos, vuelve a mi mente la imagen de la difunta. Sufrí algunas pesadillas con Jacinta persiguiéndome por las calles vacías del pueblo y me despertaba sudoroso y gritando.

Era habitual ver calle arriba al cura y dos monaguillos con una campanilla y unas aceiteras entonando unos rezos extraños, para darle la extremaunción a algún futuro difunto y eso nos mantenía en guardia; cuando el vecino la espichaba, venían las plañideras y las rezadoras y los parientes de fuera y se montaba jaleo. Las noches eran largas y ruidosas, las puertas y las ventanas permanecían abiertas y se escuchaban llantos, algún lamento trémulo y conversaciones donde contaban cosas de la abuela de cuando era joven; decían que era de una belleza deslumbrante, o al menos eso pasó con la abuela de mi amigo.

En esos velatorios era común la borrachera con escándalo incluido de algún primo lejano.

Yo creo que no hay pueblo en España en la actualidad que no tenga un tanatorio por pequeño que sea, y los velatorios ya no tienen tanto interés, ahora son insulsos y aburridos.

Llenaron nuestro país de tanatorios, de residencias para ancianos y de crematorios. A partir de los años ochenta nos convencieron de que éramos un país moderno y europeo y la muerte y la vejez no se ajustaba a la nueva estética; había que mantenerlas aisladas.

En los tanatorios, las salas de espera están numeradas como las dársenas o los andenes; da la sensación de que el difunto fuese a viajar a otra galaxia en una nave espacial y el cuartico acristalado simula la plataforma de despegue. Todos los tanatorios que he visitado son iguales, exhiben una decoración polivalente, vale para todos los públicos y la muerte ahora es algo ajeno, frío y distante.

Pero cuando el virus hizo estragos allá por el 2020 sentimos en la nuca el aliento de la parca y a pesar de las mascarilla chinas y el gel hidroalcohólico que venían a socorrernos, todos pensamos en el infierno, porque el pueblo llano es pesimista por naturaleza y no confía ni en los salvadores terrestres ni en los celestiales. Sin embargo, el infierno y la condenación despierta temores incomprensibles y mucha curiosidad.

Dicen que el camino hacia “Las calderas de Pedro Botero” está lleno de brasas y de punchas anunciando los martirios.

De niño sentía un miedo atroz al infierno y al fuego eterno. Una vecina nuestra dijo un día: “Imagínate al diablo atizando todo el día las calderas y la temperatura como si fuese julio eternamente, caminando descalzo sobre rastrojos, sin sombrero ni agua todo el tiempo”. Y yo que soy alérgico al sol y delicado de pies, me puse a temblar. ¡Por Dios, al infierno nunca! Prefiero la doncella de la que hablaban mi abuelo y el tío Perete.

Se lo dije un día a mi amigo Pacorro: “El infierno es el Sol; la Gloria son las nubes fresquitas y la doncella dándome besos”.

Dijeron en el velatorio de la abuela de mi amigo que cuando era joven tenía una melena larga y roja. Y yo imaginaba que las mujeres más hermosas, al fallecer, se convierten en cautivas por la muerte, y heredé de aquellos viejos entrañables la pretensión de rescatar a la doncella. Esta semana fantaseo con que la dama que arrancaré de las garras de Hades será Rafaella Carrá, la divina italiana.


Relatos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Mi abuelo y el tío Perete, que era primo suyo y habían sufrido juntos las mismas derrotas, se tomaban unos vinos cada vez que se les moría algún amigo o conocido en homenaje al fallecido. Se referían siempre a una doncella que acompañaba a la muerte y estaba cautiva; hablaban de la muchacha con familiaridad y planificaban que, al primero que le llegara la hora fatal, tenía el compromiso de burlar al de la guadaña y rescatar a la doncella.

Estaban los dos de acuerdo en que la dama que acompañaba a la muerte tenía que ser tan guapa como una mujer de Yecla a la que llamaban Paca ‘la forastera’. Pero hablaban en clave y nunca supe quién era. No sentían ningún respeto por la muerte y decían que esta no tiene sexo definido; es asexual y de ahí su mala sombra, decían. El tío Perete era sereno y decía que en las noches de viento seco la muerte se vuelve traicionera y por eso golpeaba fuerte el suelo con su garrota para espantarla.

En Yecla y en todos los pueblos de España se velaba a los muertos en casa; venían los vecinos a traer sillas y las vecinas ayudaban a teñir la ropa para el luto en unos barreños en el corral con sal y agua caliente y servían a los asistentes tila, manzanilla y anís. A los pequeños nos gustaba curiosear en los velorios, sobre todo si no eran de nuestra familia, como el día que murió la abuela de mi amigo Pacorro que decían que era santa, que nunca se pudriría su cuerpo y que parecía dormida.

En el salón de la casa, presidiendo la estancia, sobre una base inclinada estaba el féretro negro y brillante como el azabache y dentro estaba la tía Jacinta muy seria, con los ojos cerrados, morada y arrugada como una pasa. Con las manos sobre su pecho sujetaba un crucifijo, dos cirios en candelabros de bronces alumbrando la escena; las sombras titilantes daban a la escena un aire tétrico del que me costó recuperarme varios días y el olor reconcentrado de cera quemada, de mistela y de incienso se me metió de tal manera en mi pituitaria que todavía al oler cualquiera de esos tres productos, vuelve a mi mente la imagen de la difunta. Sufrí algunas pesadillas con Jacinta persiguiéndome por las calles vacías del pueblo y me despertaba sudoroso y gritando.

Era habitual ver calle arriba al cura y dos monaguillos con una campanilla y unas aceiteras entonando unos rezos extraños, para darle la extremaunción a algún futuro difunto y eso nos mantenía en guardia; cuando el vecino la espichaba, venían las plañideras y las rezadoras y los parientes de fuera y se montaba jaleo. Las noches eran largas y ruidosas, las puertas y las ventanas permanecían abiertas y se escuchaban llantos, algún lamento trémulo y conversaciones donde contaban cosas de la abuela de cuando era joven; decían que era de una belleza deslumbrante, o al menos eso pasó con la abuela de mi amigo.

En esos velatorios era común la borrachera con escándalo incluido de algún primo lejano.

Yo creo que no hay pueblo en España en la actualidad que no tenga un tanatorio por pequeño que sea, y los velatorios ya no tienen tanto interés, ahora son insulsos y aburridos.

Llenaron nuestro país de tanatorios, de residencias para ancianos y de crematorios. A partir de los años ochenta nos convencieron de que éramos un país moderno y europeo y la muerte y la vejez no se ajustaba a la nueva estética; había que mantenerlas aisladas.

En los tanatorios, las salas de espera están numeradas como las dársenas o los andenes; da la sensación de que el difunto fuese a viajar a otra galaxia en una nave espacial y el cuartico acristalado simula la plataforma de despegue. Todos los tanatorios que he visitado son iguales, exhiben una decoración polivalente, vale para todos los públicos y la muerte ahora es algo ajeno, frío y distante.

Pero cuando el virus hizo estragos allá por el 2020 sentimos en la nuca el aliento de la parca y a pesar de las mascarilla chinas y el gel hidroalcohólico que venían a socorrernos, todos pensamos en el infierno, porque el pueblo llano es pesimista por naturaleza y no confía ni en los salvadores terrestres ni en los celestiales. Sin embargo, el infierno y la condenación despierta temores incomprensibles y mucha curiosidad.

Dicen que el camino hacia “Las calderas de Pedro Botero” está lleno de brasas y de punchas anunciando los martirios.

De niño sentía un miedo atroz al infierno y al fuego eterno. Una vecina nuestra dijo un día: “Imagínate al diablo atizando todo el día las calderas y la temperatura como si fuese julio eternamente, caminando descalzo sobre rastrojos, sin sombrero ni agua todo el tiempo”. Y yo que soy alérgico al sol y delicado de pies, me puse a temblar. ¡Por Dios, al infierno nunca! Prefiero la doncella de la que hablaban mi abuelo y el tío Perete.

Se lo dije un día a mi amigo Pacorro: “El infierno es el Sol; la Gloria son las nubes fresquitas y la doncella dándome besos”.

Dijeron en el velatorio de la abuela de mi amigo que cuando era joven tenía una melena larga y roja. Y yo imaginaba que las mujeres más hermosas, al fallecer, se convierten en cautivas por la muerte, y heredé de aquellos viejos entrañables la pretensión de rescatar a la doncella. Esta semana fantaseo con que la dama que arrancaré de las garras de Hades será Rafaella Carrá, la divina italiana.


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