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🍁 viernes 22 noviembre 2024
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Dos soldados

Puedo pasar horas mirando el trigo agitado por el aire fresco de la mañana y dejarme llevar por la nostalgia.

Durante una breve temporada de mi vida, residí en un pequeño pueblo manchego de 500 habitantes donde hice amistad con dos ancianos, uno de 87 años y otro de 92. Estos me contaban que solo habían salido del pueblo para el servicio militar y para la guerra.

El pueblo estaba construido sobre una pequeña loma cerca de un pequeño río que fluía susurrante. Cada día daba un paseo con ellos por la alameda y me decían que aquel valle era el más bonito del mundo; yo les daba la razón, y juntos admirábamos el verde de los sembrados, el cielo enorme y escuchábamos en silencio el paso del agua atravesando el puente.

Luego tomábamos unos cuantos vasos de un vino espeso y oscuro en una cueva que utilizaban a modo de bodega que olía a mosto y a humedad. Traía cada uno un poco de pan, unas rebanadas de chorizo y queso y me contaban historias de sus trabajos y de sus amores jóvenes. Sus historias eran tan interesantes como las que escuché contar a viajantes aventureros.

Pedro me contaba cómo había levantado la mitad de las casas del pueblo, describía con entusiasmo la técnica que utilizaba para la construcción de los muros y visitamos algunas de ellas. Tocaba las paredes porque eran la obra de su vida: “Estas piedras las levanté con mis brazos”. Y las mirábamos de cerca y después de lejos para comprobar su perfecta verticalidad. Pedro era bajito, pero fuerte y robusto como un olivo centenario. Nos enseñaba sus bíceps presumiendo de fuerza y fanfarroneaba de su potencia sexual. Yo le decía que mucha fanfarria para tan poca fiesta, y nos reíamos los tres.

El otro se llamaba Julián y era más sereno. Había sido apicultor y describía las ocupaciones de la abejas minuciosamente, y relataba el proceso como si hablara de relaciones amorosas: “Geometría, disciplina, orden y mucho amor”, decía marcando cada palabra con un dedo, y enumeraba las jerarquías y sus ocupaciones (reina, zánganos y obreras); hablaba de las abejas con la misma delicadeza que se habla de las amantes.

También decía que el olor que desprendía la tierra dependía de si era barbechos o recién sembrada. Julián tenía un pequeño huerto donde algunos días preparábamos una ensalada con sus tomates y siempre me decía lo mismo: “Cómo estos tomates no los hay iguales ni en Francia ni en Murcia”. A mí eso me hacía gracia, en España cada uno piensa que su vino y sus tomates son los mejores del mundo. Pero me gustaba la pasión que le ponía al contar y no se por qué me recordaba a los poetas romanos.

Yo les hablaba de las viñas y de las uvas francesas y no creían que fuesen tan grandes, me llamaban exagerado. Y les contaba lo de las cepas pequeñas de mi infancia en Yecla y de aquellos racimos pequeños dulces y negros.

Delante de los vasos de vino siempre se ponían ceremoniosos, era una liturgia a tres bandas en la que divagaban sobre la amistad y hacían hincapié en lo de la honradez, repitiendo una frase que le escuché cientos de veces a mi abuelo: “Un hombre debe ser cabal en la vida civil y en la vida militar”. Yo les hablaba de mi abuelo Teodoro y de la guerra y descubrimos que lucharon en bandos enfrentados y se les humedecían los ojos y me relataban lo que he podido escuchar a muchos españoles de casta sencilla que lucharon en el frente: «Perdimos todos, nadie de nosotros ganó, ganaron los de siempre”.

 Apurábamos una jarra de  vino y el pan con chorizo; al atardecer volvíamos por la vereda al pueblo tambaleándonos, pero contentos.

Por ese mismo camino dicen que entraron cuando volvieron de la guerra, descalzos, después de caminar más de cien kilómetros, bajo un sol vengativo de julio, cuando la siega había terminando. Las mujeres los recibieron llorando de emoción. “Dormí en mi cama 24 horas seguidas después de abrazar a mi hijo con fuerza y que él me abrazara con miedo, como si fuese un desconocido”, contó Pedro.

“A mí no me esperaba nadie, mi madre y mi mujer habían muerto y no tenia hijos; solo me esperaba la tierra seca y el hambre”. A Julián se le humedecían los ojos cuando hablaba de esa época.

Yo era entonces demasiado joven para entender cómo mis amigos disfrutaban contando sus historias; me emocionaba, pero no era consciente de la hondura de sus mensajes, lo entendí mucho tiempo después.

Años mas tarde, volví al pueblo manchego y ya no vivía ninguno de mis dos amigos, tal y como me informó el dueño de la taberna donde nos refugiábamos los días de lluvia. Me tomé tres vinos, uno de ellos con gaseosa, como lo tomaba mi amigo Julián y después fui al cementerio, y vi sus fotos y las flores con la que sus familiares adornaban los nichos. Pretendía decirles con cuánto agradado los recordaba, pero me sentí ridículo, allí no estaban ellos y yo era un intruso.

Ellos vivían en mi memoria; volví a la alameda, al rio, a las cuevas… A la vuelta me tumbé en la hierba húmeda de un pequeño bancal, dejándome llevar por las nubes, recordando sus voces. Olí el campo, la pestilencia del rio y comprobé que el valle era ridículamente pequeño. Entonces entendí que el mundo sin gente sencilla y honrada como ellos es más pequeño, más insignificante y más ridículo. Dice Ana que siempre he tenido amigos mucho mayores que yo, es cierto, pero ahora que soy yo el mayor, me rodeo de amigos jóvenes; debe ser una ley no escrita que la vida ofrece para facilitar el recambio emocional, uniendo generaciones distintas para hacer del mundo un lugar algo más comprensible y llevadero.

Hoy la tierra en estos parajes es baldía y el sol no luce como antes.


Blog de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Puedo pasar horas mirando el trigo agitado por el aire fresco de la mañana y dejarme llevar por la nostalgia.

Durante una breve temporada de mi vida, residí en un pequeño pueblo manchego de 500 habitantes donde hice amistad con dos ancianos, uno de 87 años y otro de 92. Estos me contaban que solo habían salido del pueblo para el servicio militar y para la guerra.

El pueblo estaba construido sobre una pequeña loma cerca de un pequeño río que fluía susurrante. Cada día daba un paseo con ellos por la alameda y me decían que aquel valle era el más bonito del mundo; yo les daba la razón, y juntos admirábamos el verde de los sembrados, el cielo enorme y escuchábamos en silencio el paso del agua atravesando el puente.

Luego tomábamos unos cuantos vasos de un vino espeso y oscuro en una cueva que utilizaban a modo de bodega que olía a mosto y a humedad. Traía cada uno un poco de pan, unas rebanadas de chorizo y queso y me contaban historias de sus trabajos y de sus amores jóvenes. Sus historias eran tan interesantes como las que escuché contar a viajantes aventureros.

Pedro me contaba cómo había levantado la mitad de las casas del pueblo, describía con entusiasmo la técnica que utilizaba para la construcción de los muros y visitamos algunas de ellas. Tocaba las paredes porque eran la obra de su vida: “Estas piedras las levanté con mis brazos”. Y las mirábamos de cerca y después de lejos para comprobar su perfecta verticalidad. Pedro era bajito, pero fuerte y robusto como un olivo centenario. Nos enseñaba sus bíceps presumiendo de fuerza y fanfarroneaba de su potencia sexual. Yo le decía que mucha fanfarria para tan poca fiesta, y nos reíamos los tres.

El otro se llamaba Julián y era más sereno. Había sido apicultor y describía las ocupaciones de la abejas minuciosamente, y relataba el proceso como si hablara de relaciones amorosas: “Geometría, disciplina, orden y mucho amor”, decía marcando cada palabra con un dedo, y enumeraba las jerarquías y sus ocupaciones (reina, zánganos y obreras); hablaba de las abejas con la misma delicadeza que se habla de las amantes.

También decía que el olor que desprendía la tierra dependía de si era barbechos o recién sembrada. Julián tenía un pequeño huerto donde algunos días preparábamos una ensalada con sus tomates y siempre me decía lo mismo: “Cómo estos tomates no los hay iguales ni en Francia ni en Murcia”. A mí eso me hacía gracia, en España cada uno piensa que su vino y sus tomates son los mejores del mundo. Pero me gustaba la pasión que le ponía al contar y no se por qué me recordaba a los poetas romanos.

Yo les hablaba de las viñas y de las uvas francesas y no creían que fuesen tan grandes, me llamaban exagerado. Y les contaba lo de las cepas pequeñas de mi infancia en Yecla y de aquellos racimos pequeños dulces y negros.

Delante de los vasos de vino siempre se ponían ceremoniosos, era una liturgia a tres bandas en la que divagaban sobre la amistad y hacían hincapié en lo de la honradez, repitiendo una frase que le escuché cientos de veces a mi abuelo: “Un hombre debe ser cabal en la vida civil y en la vida militar”. Yo les hablaba de mi abuelo Teodoro y de la guerra y descubrimos que lucharon en bandos enfrentados y se les humedecían los ojos y me relataban lo que he podido escuchar a muchos españoles de casta sencilla que lucharon en el frente: «Perdimos todos, nadie de nosotros ganó, ganaron los de siempre”.

 Apurábamos una jarra de  vino y el pan con chorizo; al atardecer volvíamos por la vereda al pueblo tambaleándonos, pero contentos.

Por ese mismo camino dicen que entraron cuando volvieron de la guerra, descalzos, después de caminar más de cien kilómetros, bajo un sol vengativo de julio, cuando la siega había terminando. Las mujeres los recibieron llorando de emoción. “Dormí en mi cama 24 horas seguidas después de abrazar a mi hijo con fuerza y que él me abrazara con miedo, como si fuese un desconocido”, contó Pedro.

“A mí no me esperaba nadie, mi madre y mi mujer habían muerto y no tenia hijos; solo me esperaba la tierra seca y el hambre”. A Julián se le humedecían los ojos cuando hablaba de esa época.

Yo era entonces demasiado joven para entender cómo mis amigos disfrutaban contando sus historias; me emocionaba, pero no era consciente de la hondura de sus mensajes, lo entendí mucho tiempo después.

Años mas tarde, volví al pueblo manchego y ya no vivía ninguno de mis dos amigos, tal y como me informó el dueño de la taberna donde nos refugiábamos los días de lluvia. Me tomé tres vinos, uno de ellos con gaseosa, como lo tomaba mi amigo Julián y después fui al cementerio, y vi sus fotos y las flores con la que sus familiares adornaban los nichos. Pretendía decirles con cuánto agradado los recordaba, pero me sentí ridículo, allí no estaban ellos y yo era un intruso.

Ellos vivían en mi memoria; volví a la alameda, al rio, a las cuevas… A la vuelta me tumbé en la hierba húmeda de un pequeño bancal, dejándome llevar por las nubes, recordando sus voces. Olí el campo, la pestilencia del rio y comprobé que el valle era ridículamente pequeño. Entonces entendí que el mundo sin gente sencilla y honrada como ellos es más pequeño, más insignificante y más ridículo. Dice Ana que siempre he tenido amigos mucho mayores que yo, es cierto, pero ahora que soy yo el mayor, me rodeo de amigos jóvenes; debe ser una ley no escrita que la vida ofrece para facilitar el recambio emocional, uniendo generaciones distintas para hacer del mundo un lugar algo más comprensible y llevadero.

Hoy la tierra en estos parajes es baldía y el sol no luce como antes.


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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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Teo Carpena
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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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