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🌼 jueves 18 abril 2024
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El silencio, el verbo y las turgencias

La idea de infinito me robó muchas horas de sueño en la infancia. Era un niño con tendencia a la fantasía y cuando explicaron en el colegio lo del infinito del universo, pasé muchas noches agobiado tratando de imaginarme un espacio sin fin. Viajaba con la imaginación de un lado a otro del universo, atravesando galaxias. ¿Y detrás de cien mil galaxias? Otras cien mil. ¿Y abajo, y arriba? Otras cien mil. ¿Y detrás de esas cien mil? Otras cien mil más. ¿Y al final? Un vacío. ¿Y detrás del vacío? Más sistemas solares y más galaxias llenas de estrellas brillando.

Tenía que levantarme para beber agua, pisar el suelo, caminar descalzo, con los brazos extendidos como los sonámbulos para no chocar con nada. No quería encender luces para no despertar a nadie; bebía un vaso de agua y volvía a la cama, encendía una linterna pequeña que guardaba en el cajón de la mesilla, necesitaba ver las paredes del cuarto. Allí todo tenía limites: las vigas del techo de madera, las paredes blancas, el suelo de ladrillos rojos…

A través del cristal de la ventana veía que aún era de noche, era una pantalla negra como la del televisor apagado. Pero no había televisores en España y muy pocas farolas. Las noches entonces eran mucho más oscuras.

Para mí, los limites del mundo estaban entre los altos de Caudete, la curva del Portichuelo en la carretera de Pinoso, el puerto de Jumilla, o la casa de Almansa en la carretera de Montealegre. Hacia el mar, el mundo se me abría algo más porque conocía la playa del Postiguet y el puerto de Alicante desde los seis años y ese sí que era para mí el fin del mundo, el mar.

Si abría la ventana, comprobaba que la noche estaba llena de sonidos y eso me reafirmaba en la idea de un mundo sonoro y lleno de ruidos, pero muy lejanos. Oía los ronquidos de mi abuelo en la habitación de al lado y acompasando mi respiración, al ritmo de los ronquidos, me concentraba para dejar de pensar y poderme dormir.

Debió ser por la misma época que mi abuelo Teodoro, y a causa del agobio que intuyó en mí, decidió simplificar el asunto y contarme que el mundo tenía unas paredes, las paredes del fin del mundo y allí se acababa todo. Fue peor.

Las paredes del fin del mundo también me producían insomnio. De existir esas paredes resultaba que estábamos presos y encerrados en un mundo limitado. ¿Por unas paredes de hierro o de cristal? ¿Podía verse el exterior; y detrás de esas paredes qué? Además, las paredes nos aíslan del resto de galaxias y nunca nos podrían encontrar los extraterrestres o bien éramos esclavos de Dios y nos tenía enjaulados. ¿Desde la Luna se pueden ver las paredes? Algunos años más tarde, me respondí a esa pregunta: no puede ser porque los astronautas subieron a la luna y no atravesaron paredes; estas deben estar mucho más allá de las cien mil galaxias.

Estas dudas me atormentaban… Por aquella época empecé a masturbarme, prefería pensar en pechos turgentes y en besos húmedos con mujeres guapísimas de cabellos largos que entraban en mi cuarto y se metían desnudas en mi cama. En esas sesiones todo tenía límites: los pechos redondos, las bocas inflamadas de deseos, mi pene, incluso el tiempo de masturbación; cuando eyaculaba sentía una placidez tan intensa que dormía de un tirón toda la noche. No hace falta aclarar que me convertí en un onanista convulsivo.
¡Los pezones son el principio del mundo!, me dije una noche; se parecen al sistema solar.

Pero mi cabeza era más terca que mi deseo; conseguí no pensar en el infinito del universo, pero entonces aparecieron preguntas sobre religión y con ello encontré varios conflictos: ¿Un dios necesita barro para crear vida? Y si había creado al hombre modelando barro, ¿para qué necesitaba quitarle una costilla para crear a la mujer? ¿Y por qué se enfadaba tanto, si resulta que es piadoso? ¿Dios, Yahvé y Alá son el mismo? Y, la más importante: ¿Cómo sabemos que existe si nadie lo ha visto? Demasiadas dudas para esa edad, o posiblemente bendita edad la de las dudas.

Se las conté a un cura joven que conocí recién llegado a Francia y me dijo que la Biblia estaba llena de metáforas, que aquel era el libro más poético del mundo, que las tres religiones adoraban al mismo dios con distintos nombres; eso me tranquilizó durante algún tiempo y quedé muy agradecido. Además me aclaró que por la masturbación no iría al infierno ni me quedaría ciego.

Pero lo de que el principio fue el verbo me parecía una metáfora mala. Imaginaba que antes de la creación Dios estaría callado pensando en cosas de dioses hasta que se le ocurrió la idea de crear el mundo, y de pronto se le iluminó la mirada. «¡Voy a crear el mundo!», dijo. Y entonces habló y exclamó aquello de hágase la luz y la luz se hizo. ¿Si era tan poderoso, para que necesitaba hablar? Solo con pensarlo tendría que ser capaz de crear la luz. Y pensaba: Yo que no soy dios, ni tengo poderes sobrenaturales, cuando imagino algo, ya está creado en mi cabeza y ya existe; aquellas mujeres de pechos turgentes se volvían reales y me producían mucho placer. O cuando pensaba en una vecina a la que miraba lujurioso cuando saltaba a la cuerda, mi excitación era inmediata solo con la imaginación.

A partir de entonces, las noches fueron más cortas, más húmedas y más placenteras y me gustaban más los dioses griegos, sobre todo Zeus que con tal de poseer a mujeres dotadas de hermosura era capaz de transformarse en cualquier cosa solo con pensarlo, no necesitaba palabras. Cuando hice el amor por primera vez entendí mucho mejor los limites del universo, la grandeza del amor y hasta comprendí lo del verbo y el silencio.

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

La idea de infinito me robó muchas horas de sueño en la infancia. Era un niño con tendencia a la fantasía y cuando explicaron en el colegio lo del infinito del universo, pasé muchas noches agobiado tratando de imaginarme un espacio sin fin. Viajaba con la imaginación de un lado a otro del universo, atravesando galaxias. ¿Y detrás de cien mil galaxias? Otras cien mil. ¿Y abajo, y arriba? Otras cien mil. ¿Y detrás de esas cien mil? Otras cien mil más. ¿Y al final? Un vacío. ¿Y detrás del vacío? Más sistemas solares y más galaxias llenas de estrellas brillando.

Tenía que levantarme para beber agua, pisar el suelo, caminar descalzo, con los brazos extendidos como los sonámbulos para no chocar con nada. No quería encender luces para no despertar a nadie; bebía un vaso de agua y volvía a la cama, encendía una linterna pequeña que guardaba en el cajón de la mesilla, necesitaba ver las paredes del cuarto. Allí todo tenía limites: las vigas del techo de madera, las paredes blancas, el suelo de ladrillos rojos…

A través del cristal de la ventana veía que aún era de noche, era una pantalla negra como la del televisor apagado. Pero no había televisores en España y muy pocas farolas. Las noches entonces eran mucho más oscuras.

Para mí, los limites del mundo estaban entre los altos de Caudete, la curva del Portichuelo en la carretera de Pinoso, el puerto de Jumilla, o la casa de Almansa en la carretera de Montealegre. Hacia el mar, el mundo se me abría algo más porque conocía la playa del Postiguet y el puerto de Alicante desde los seis años y ese sí que era para mí el fin del mundo, el mar.

Si abría la ventana, comprobaba que la noche estaba llena de sonidos y eso me reafirmaba en la idea de un mundo sonoro y lleno de ruidos, pero muy lejanos. Oía los ronquidos de mi abuelo en la habitación de al lado y acompasando mi respiración, al ritmo de los ronquidos, me concentraba para dejar de pensar y poderme dormir.

Debió ser por la misma época que mi abuelo Teodoro, y a causa del agobio que intuyó en mí, decidió simplificar el asunto y contarme que el mundo tenía unas paredes, las paredes del fin del mundo y allí se acababa todo. Fue peor.

Las paredes del fin del mundo también me producían insomnio. De existir esas paredes resultaba que estábamos presos y encerrados en un mundo limitado. ¿Por unas paredes de hierro o de cristal? ¿Podía verse el exterior; y detrás de esas paredes qué? Además, las paredes nos aíslan del resto de galaxias y nunca nos podrían encontrar los extraterrestres o bien éramos esclavos de Dios y nos tenía enjaulados. ¿Desde la Luna se pueden ver las paredes? Algunos años más tarde, me respondí a esa pregunta: no puede ser porque los astronautas subieron a la luna y no atravesaron paredes; estas deben estar mucho más allá de las cien mil galaxias.

Estas dudas me atormentaban… Por aquella época empecé a masturbarme, prefería pensar en pechos turgentes y en besos húmedos con mujeres guapísimas de cabellos largos que entraban en mi cuarto y se metían desnudas en mi cama. En esas sesiones todo tenía límites: los pechos redondos, las bocas inflamadas de deseos, mi pene, incluso el tiempo de masturbación; cuando eyaculaba sentía una placidez tan intensa que dormía de un tirón toda la noche. No hace falta aclarar que me convertí en un onanista convulsivo.
¡Los pezones son el principio del mundo!, me dije una noche; se parecen al sistema solar.

Pero mi cabeza era más terca que mi deseo; conseguí no pensar en el infinito del universo, pero entonces aparecieron preguntas sobre religión y con ello encontré varios conflictos: ¿Un dios necesita barro para crear vida? Y si había creado al hombre modelando barro, ¿para qué necesitaba quitarle una costilla para crear a la mujer? ¿Y por qué se enfadaba tanto, si resulta que es piadoso? ¿Dios, Yahvé y Alá son el mismo? Y, la más importante: ¿Cómo sabemos que existe si nadie lo ha visto? Demasiadas dudas para esa edad, o posiblemente bendita edad la de las dudas.

Se las conté a un cura joven que conocí recién llegado a Francia y me dijo que la Biblia estaba llena de metáforas, que aquel era el libro más poético del mundo, que las tres religiones adoraban al mismo dios con distintos nombres; eso me tranquilizó durante algún tiempo y quedé muy agradecido. Además me aclaró que por la masturbación no iría al infierno ni me quedaría ciego.

Pero lo de que el principio fue el verbo me parecía una metáfora mala. Imaginaba que antes de la creación Dios estaría callado pensando en cosas de dioses hasta que se le ocurrió la idea de crear el mundo, y de pronto se le iluminó la mirada. «¡Voy a crear el mundo!», dijo. Y entonces habló y exclamó aquello de hágase la luz y la luz se hizo. ¿Si era tan poderoso, para que necesitaba hablar? Solo con pensarlo tendría que ser capaz de crear la luz. Y pensaba: Yo que no soy dios, ni tengo poderes sobrenaturales, cuando imagino algo, ya está creado en mi cabeza y ya existe; aquellas mujeres de pechos turgentes se volvían reales y me producían mucho placer. O cuando pensaba en una vecina a la que miraba lujurioso cuando saltaba a la cuerda, mi excitación era inmediata solo con la imaginación.

A partir de entonces, las noches fueron más cortas, más húmedas y más placenteras y me gustaban más los dioses griegos, sobre todo Zeus que con tal de poseer a mujeres dotadas de hermosura era capaz de transformarse en cualquier cosa solo con pensarlo, no necesitaba palabras. Cuando hice el amor por primera vez entendí mucho mejor los limites del universo, la grandeza del amor y hasta comprendí lo del verbo y el silencio.

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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