El sonido repetitivo de la megafonía anunciando llegadas y salidas de trenes, el bullicio en las salas de esperas y el trasiego de viajeros despistados por los andenes atraía a carteristas, jubilados y curiosos.
Son luminosas las miradas de los recién llegados a la ciudad, sobre todo cuando llegan por primera vez. Un buen viajante intentar sentir que siempre es la primera vez y los buenos amantes hacen lo mismo.
Recuerdo cada uno de los minutos del día de mi primer viaje; el destino era Francia. Era un viaje largo y decisivo. Casi ochocientos kilómetros en unos vagones incómodos y repletos de viajeros. El tren parecía un gusano gigante que soplaba fuego y lanzaba quejidos metálicos. Llegamos exhaustos a nuestro destino, salimos desde la estación de La Encina y fueron dos días de trasiego multitudinario, con transbordo en la frontera y con reconocimiento medico incluido. Nos trataban como apestados, pero para un niño de diez años era toda una aventura.
Algunos años después, acudía a la estación de Carcassonne y me sentaba en un banco desde donde podía ver todos los andenes y el movimiento de pasajeros. Una de esas tardes reparé en una señora sentada en un banco frente a mí que con unas agujas grandes tejía algo parecido a una pequeña manta; de vez en cuando levantaba la vista de su labor, miraba por encima de unas pequeñas gafas y sonreía al ver a algún grupo de gente con niños. Siempre sonreía y dejaba su labor cuando escuchaba voces infantiles; el resto del tiempo tejía.
Empecé a imaginar la vida de esa mujer y a suponer las razones por las que pasaba las tardes en un banco de la estación haciendo punto. Cuando anunciaban las llegadas por megafonía, miraba su reloj de pulsera y acto seguido comprobaba el de la estación. Empecé a suponer que esperaba a alguien que nunca llegaría, y debido al interés que mostraba por los niños pensé que quizá había perdido un hijo y venía aquí a observar a los niños ajenos que llegaban a la ciudad por si alguno se parecía al suyo.
Después de varias semanas descubrí que me despertaba mayor interés la señora de la mantita de colorines que los viajeros. Tengo que hablar con Penélope, me decía, y le coloqué ese nombre imaginario, emulado a la mujer de Ulises o a la Penélope de la canción de Serrat. Después de muchas dudas, un día me acerqué decidido y me senté a su lado. Ella fue la primera en saludar:
—Bonsoir, pensaba que no te acercarías nunca. —Abrí los ojos con asombro y respondí tartamudeando.
—Me llamo Teodoro y vengo algunas tardes a ver gente; me intriga la manera de moverse que tienen los pasajeros.
—Viene usted los lunes, miércoles y viernes; y también algunos sábados —Quedé perplejo por el control de la señora.
—Pensé que solo atendía a su labor…
—Esto lo hago porque soy nerviosa y no puedo tener las manos quietas. Me llamo Penélope…
—¡Estaba en lo cierto! —exclamé.
—No hombre, es una broma, —rió—. Me llamo Marie y vengo cada tarde, si bien cómo Penélope, tejo y destejo, siempre con la misma lana; hay gente que hace yoga, yo escucho las llegadas y las salidas y compruebo la puntualidad. Conozco de memoria los horarios de los trenes; este sonido y este barullo me ayuda a relajarme.
—¿Le gustan los niños?
—Mucho. Tengo tres nietos preciosos, dos hijas y en casa me espera mi Ulises. —Y aquí soltó una carcajada y me reí con ella.
—He observado cómo me mirabas y cómo miras a la gente: ¿Te has preguntado por qué te interesan tanto los viajantes y los trenes?
—Sí, muy a menudo. Me gusta pensar que el viaje y las estaciones son una metáfora de la vida y reflexiono sobre el destino.
—Una razón interesante. Yo creo que la gente viaja en busca de algo que perdió, pero sin saber bien lo que es.
Desde aquel día, no sé qué pasó, pero la señora no volvió a aparecer. Pregunté a una empleada a la que vi saludarla el día en el que hablamos y me dijo que no había vuelto, que no sabía ni su nombre ni su dirección. Volví todas las tardes durante varias semanas y nada: mi Penélope no volvió a la estación.
Otra razón por la que me gustan las estaciones de tren es porque entre el bullicio de la gente, el ruido de motores y el parloteo de los viajantes, queda oculto el sonido de los lamentos. Conocí a un anciano marroquí que iba a llorar a la estación; a nadie le sorprenden las lágrimas en este lugar, me decía. También se puede ir a reír y a contagiarse de la alegría de los recién llegados, pues tampoco se fija nadie. Todos andan con precipitación y despiste.
He visto muchas veces a gente sola en los andenes, sin nadie que los reciba; disimulan su tristeza mirando el reloj, el teléfono, o un periódico, aparentando interés en las noticias. Pero lo único que les interesa es ocultar su soledad; estos caminan deprisa como si tuvieran una cita urgente.
He dudado muchas veces sobre las razones que mueven a los humanos a viajar; creo que es la manera mas entretenida de huir. Ahora que no se puede viajar, veo miradas más tristes que antes.
Un día encontré unos carteles pegados en un tablón de anuncios con una foto de Marie, la que tejía en la estación y un texto debajo: Desaparecida, y un número de teléfono. La mirada de la foto se te clavaba como un puñal. Llamé al teléfono y una de sus hijas me contó que hacía tres meses que no sabían nada de ella. Nunca se supo nada y nunca me olvidé de esa mirada interrogante y amable.
Los turistas actuales son otra cosa, viajan en pareja o en grupos; esos pueden transitar de cualquier manera, miran los edificios con aire de suficiencia, fotografían y ven el paisaje a través de una pantallita de alta definición. No van a ninguna parte, llegan y pasan, forman parte momentánea del paisaje y son recambiables.
Y es que, como decía Lee Marvin en «La leyenda de la ciudad sin nombre», en el mundo hay dos clases de gente, los que van a alguna parte y los que no van a ninguna.
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Un placer leerlo, como siempre.