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🍁 jueves 12 diciembre 2024
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El Jardín de las Delicias y los espejos

El Jardín de las Delicias era un lugar clandestino y decadente regentado por Sor Teresa, que no era monja, ni había sido, pero todos la llamaban así y era una respetable meretriz zaragozana que se instaló en nuestro pueblo durante varios años. La maña y yo nos hicimos amigos, hablábamos en francés, pues ella había vivido en París, y compartimos muchas horas de intensos diálogos.

Fui un asiduo al Jardín de las Delicias durante los meses que estuve en el pueblo. En todas las habitaciones de las chicas tenía el encargo de colocar hermosos búcaros de flores frescas. Ella siempre pedía gardenias para su cuarto. “Son el símbolo de la pureza, pero también del amor secreto, que es lo que en este lugar ofrecemos”. Y lo decía levantando la cabeza orgullosa y lanzando una mirada picarona.

La pared principal del bar la presidía una reproducción del Jardín de las Delicias del Bosco. A Teresa le gustaba hablar de arte, de flores o de amor; siempre con picardía, y era especialista en los  tres temas.

Corría  el año 1980. Yo intentaba salir de un desengaño amoroso, había pedido tres meses de permiso sin sueldo y necesitaba aire nuevo y alejarme de Montpellier; tenía un interés más literario que erótico por aquel lugar por donde desfilaba una clientela heterogénea. Siempre había música y la decoración era ecléctica, como diría un interiorista posmoderno.

En el bar había una sinfonola donde sonaban los Chichos, los Chunguitos, Julio Iglesias, boleros, muchos boleros y algún tango… Las paredes estaban pintadas de colores chillones y unas muchachas tan necesitadas de afecto como de ingresos, resultaban muy inocentes para ejercer el oficio que ejercían; sobrevivían de las copas más que de otros servicios.

Abundaban los tímidos y los roñosos entre los parroquianos y arrancarles mil pesetas era un triunfo. Para mí, supuso el descubrimiento del mundo lumpen pueblerino e ingenuo con vocación camorrista.

Siempre que cierro los ojos y recuerdo El Jardín de las Delicias pienso en Iris. Me enamoré ciegamente de ella. Su nombre verdadero era Evetlana, pero Sor Teresa les ponía nombres de flores a cada una de sus chicas. Iris era una rubita de piel de porcelana de origen ucraniano que acababa de llegar de Alicante buscando refugio, porque huía de un proxeneta de mano ligera.

Una tarde nos citamos en su cuarto y al verla desnuda lloré de emoción, sus pechos eran blanquísimos y quedé tan deslumbrado por la suavidad de su piel y por la delicadeza de sus curvas que no fui capaz de hacer el amor con ella. Al sentir el calor de sus labios en los míos, un temblor se apoderó de todo mi cuerpo, tirité excitado y tanto tirité, que me faltaba el resuello y no conseguí tener erección. Este fue nuestro primer secreto. Años más tarde me visitó en Montpellier y tuvimos una intensa historia de amor que no os voy a contar.

—Aquel antro era de techos bajos, paredes verdosas, cortinas de saldo con estampados floridos y en las habitaciones para los encuentros amorosos, sobre el cabezal, colgaban espejos grandes con marcos de purpurina mate.

 El lugar no era demasiado limpio, pero la belleza de Iris y la inteligencia de la dueña lo iluminaba, dando cierto carácter cautivador.

“Un espejo es el arma defensiva más eficaz para nuestro oficio”. Sor Teresa disfrutaba exponiendo sus teorías sobre los espejos y yo la escuchaba con atención; ella a veces atendía a mis explicaciones sobre el cuidado de las gardenias.

Insistía a menudo con el tema de los espejos y con el peligro de algunos hombres, aunque allí solo iban pobres desgraciados, solterones viejos y algún despistado concejal; hablé con algunos esperando encontrar algún relato interesante, pero eran aburridos y vulgares, no sé cómo podían aquellas chicas soportar conversaciones tan soporíferas.

Le conté a un amigo el secreto de mis temblores de piernas y mi falta de aire ante la chica de los pechos blanquísimos y no lo entendió, me dijo que eso era demasiado poético para describir la relación con una puta. Se notaba que no la conocía.

Hoy he dado un paseo por la zona donde estaba situado aquel club y me he desorientado, ahora es un polígono industrial; el caso es que aquel lugar desapareció y nadie sabe nada de Sor Teresa. Y pensando en ella he recordado una de sus teorías, decía conocer a mujeres que se desvisten para ocultar su identidad y a hombres que al desnudarse dan paso a su auténtico yo.

El puticlub se llamaba en realidad “Liang Sahan Po”, nombre que tenía que ver con una serie de televisión japonesa o china que se llamaba “La Frontera Azul”. Pero en Yecla lo pronunciaban “Lianchampó”, todo junto.

El encargado de la limpieza era Jacinto; este, cuando caminaba, tenía la elegancia de una modelo de pasarela y era más femenino que algunas de las chicas que habitaban aquel lugar. Nunca supe si era su verdadero nombre o también lo había bautizado Sor Teresa con nombre de flor. “En el Jardín de las Delicias algunos entran furiosos de deseo y se les administra la medicina de la serenidad para calmar sus miedos”, me decía el prudente afeminado.

Teresa decía conocer a meretrices muy prestigiosas que nunca habían pasado por un prostíbulo, pero se desenvuelven airosas en salones burgueses o en despachos oficiales, en busca de algún sexagenario con fortuna.

Y el tema de los espejos era recurrente en las conversaciones de la aragonesa:

“Todos albergamos monstruos, y colocando espejos grandes en las habitaciones conseguimos espantar a los de nuestros clientes, porque cuando se ven reflejados, se sienten pequeños e indefensos y entonces son mis chicas las que gobiernan en la alcoba”.

Según me han contado, el puticlub dejó de funcionar cuando un cliente habitual se confesó y un cura de Yecla cada domingo desde el púlpito lanzaba consignas contra Sor Teresa, contra sus chicas y contra sus clientes. El Jardín de las Delicias se convirtió entonces en un lugar visitado por puritanos que apedreaban las ventanas e intimidaban a su clientela. Y eso me trae a la memoria una frase recurrente de Sor Teresa: “Los artistas y las putas beben del mismo néctar: de la vanidad y de la adulación, pero siempre salimos perdiendo cuando mandan los fundamentalistas”.


Relatos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

El Jardín de las Delicias era un lugar clandestino y decadente regentado por Sor Teresa, que no era monja, ni había sido, pero todos la llamaban así y era una respetable meretriz zaragozana que se instaló en nuestro pueblo durante varios años. La maña y yo nos hicimos amigos, hablábamos en francés, pues ella había vivido en París, y compartimos muchas horas de intensos diálogos.

Fui un asiduo al Jardín de las Delicias durante los meses que estuve en el pueblo. En todas las habitaciones de las chicas tenía el encargo de colocar hermosos búcaros de flores frescas. Ella siempre pedía gardenias para su cuarto. “Son el símbolo de la pureza, pero también del amor secreto, que es lo que en este lugar ofrecemos”. Y lo decía levantando la cabeza orgullosa y lanzando una mirada picarona.

La pared principal del bar la presidía una reproducción del Jardín de las Delicias del Bosco. A Teresa le gustaba hablar de arte, de flores o de amor; siempre con picardía, y era especialista en los  tres temas.

Corría  el año 1980. Yo intentaba salir de un desengaño amoroso, había pedido tres meses de permiso sin sueldo y necesitaba aire nuevo y alejarme de Montpellier; tenía un interés más literario que erótico por aquel lugar por donde desfilaba una clientela heterogénea. Siempre había música y la decoración era ecléctica, como diría un interiorista posmoderno.

En el bar había una sinfonola donde sonaban los Chichos, los Chunguitos, Julio Iglesias, boleros, muchos boleros y algún tango… Las paredes estaban pintadas de colores chillones y unas muchachas tan necesitadas de afecto como de ingresos, resultaban muy inocentes para ejercer el oficio que ejercían; sobrevivían de las copas más que de otros servicios.

Abundaban los tímidos y los roñosos entre los parroquianos y arrancarles mil pesetas era un triunfo. Para mí, supuso el descubrimiento del mundo lumpen pueblerino e ingenuo con vocación camorrista.

Siempre que cierro los ojos y recuerdo El Jardín de las Delicias pienso en Iris. Me enamoré ciegamente de ella. Su nombre verdadero era Evetlana, pero Sor Teresa les ponía nombres de flores a cada una de sus chicas. Iris era una rubita de piel de porcelana de origen ucraniano que acababa de llegar de Alicante buscando refugio, porque huía de un proxeneta de mano ligera.

Una tarde nos citamos en su cuarto y al verla desnuda lloré de emoción, sus pechos eran blanquísimos y quedé tan deslumbrado por la suavidad de su piel y por la delicadeza de sus curvas que no fui capaz de hacer el amor con ella. Al sentir el calor de sus labios en los míos, un temblor se apoderó de todo mi cuerpo, tirité excitado y tanto tirité, que me faltaba el resuello y no conseguí tener erección. Este fue nuestro primer secreto. Años más tarde me visitó en Montpellier y tuvimos una intensa historia de amor que no os voy a contar.

—Aquel antro era de techos bajos, paredes verdosas, cortinas de saldo con estampados floridos y en las habitaciones para los encuentros amorosos, sobre el cabezal, colgaban espejos grandes con marcos de purpurina mate.

 El lugar no era demasiado limpio, pero la belleza de Iris y la inteligencia de la dueña lo iluminaba, dando cierto carácter cautivador.

“Un espejo es el arma defensiva más eficaz para nuestro oficio”. Sor Teresa disfrutaba exponiendo sus teorías sobre los espejos y yo la escuchaba con atención; ella a veces atendía a mis explicaciones sobre el cuidado de las gardenias.

Insistía a menudo con el tema de los espejos y con el peligro de algunos hombres, aunque allí solo iban pobres desgraciados, solterones viejos y algún despistado concejal; hablé con algunos esperando encontrar algún relato interesante, pero eran aburridos y vulgares, no sé cómo podían aquellas chicas soportar conversaciones tan soporíferas.

Le conté a un amigo el secreto de mis temblores de piernas y mi falta de aire ante la chica de los pechos blanquísimos y no lo entendió, me dijo que eso era demasiado poético para describir la relación con una puta. Se notaba que no la conocía.

Hoy he dado un paseo por la zona donde estaba situado aquel club y me he desorientado, ahora es un polígono industrial; el caso es que aquel lugar desapareció y nadie sabe nada de Sor Teresa. Y pensando en ella he recordado una de sus teorías, decía conocer a mujeres que se desvisten para ocultar su identidad y a hombres que al desnudarse dan paso a su auténtico yo.

El puticlub se llamaba en realidad “Liang Sahan Po”, nombre que tenía que ver con una serie de televisión japonesa o china que se llamaba “La Frontera Azul”. Pero en Yecla lo pronunciaban “Lianchampó”, todo junto.

El encargado de la limpieza era Jacinto; este, cuando caminaba, tenía la elegancia de una modelo de pasarela y era más femenino que algunas de las chicas que habitaban aquel lugar. Nunca supe si era su verdadero nombre o también lo había bautizado Sor Teresa con nombre de flor. “En el Jardín de las Delicias algunos entran furiosos de deseo y se les administra la medicina de la serenidad para calmar sus miedos”, me decía el prudente afeminado.

Teresa decía conocer a meretrices muy prestigiosas que nunca habían pasado por un prostíbulo, pero se desenvuelven airosas en salones burgueses o en despachos oficiales, en busca de algún sexagenario con fortuna.

Y el tema de los espejos era recurrente en las conversaciones de la aragonesa:

“Todos albergamos monstruos, y colocando espejos grandes en las habitaciones conseguimos espantar a los de nuestros clientes, porque cuando se ven reflejados, se sienten pequeños e indefensos y entonces son mis chicas las que gobiernan en la alcoba”.

Según me han contado, el puticlub dejó de funcionar cuando un cliente habitual se confesó y un cura de Yecla cada domingo desde el púlpito lanzaba consignas contra Sor Teresa, contra sus chicas y contra sus clientes. El Jardín de las Delicias se convirtió entonces en un lugar visitado por puritanos que apedreaban las ventanas e intimidaban a su clientela. Y eso me trae a la memoria una frase recurrente de Sor Teresa: “Los artistas y las putas beben del mismo néctar: de la vanidad y de la adulación, pero siempre salimos perdiendo cuando mandan los fundamentalistas”.


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