El olor a mosto y a uvas recién cortadas me traslada en el tiempo a parajes de tierra parda, escasez de agua y mucho viento. Mi abuelo trabajó muchos años en una bodega de Yecla y luego volvió a trabajar de lo mismo en Francia. Después de su jubilación, los patronos franceses le decían que no era legal que trabajase con esa edad, pero él decía que el mosto y él estaban unidos hasta el final de sus días; los últimos años los pasó sentado en una vieja silla cerca de unos grandes toneles y aseguraba que ese olor era el que le mantenía despierto todos los sentidos. Creo que heredé de él esa fijación.
Mi padre disfrutó de las vendimias todos los años de su vida; yo trabajé en algunas campañas sustituyendo a mi madre y ella me lo agradecía, se encargaba del cuidado de mis hermanas y del jardín de la casa de los dueños de la finca y de ella heredé la pasión por las flores.
En la viña de mi abuelo, en Las Moratillas, para llenar un capazo de uvas tenías que recorrer más de veinte cepas. Cuando llegamos a Pepieux, en Francia, nuestra primera sorpresa fue que en una sola cepa podías llenar un cubo con racimos enormes. Con las uvas de mi abuelo, si se te reventaba un grano entre los dedos, tenías pegajosa la mano todos el día; en Francia, con aquellas uvas de granos tan hermosos, hasta podías lavarte las manos. Vendimié por primera vez en Francia en el año 1965 y en el campo se hablaba español, se reía en español y, sobre todo, se cantaba en español.
El año 1969 fue una cosecha fabulosa, vinieron bastantes yeclanos y algunos eran conocidos de mi madre y contaban cosas del pueblo. Venían con una niña de la misma edad que mi hermana Jeanne, se llamaba Ana y se hicieron muy amigas. Y sí, es la Ana de ahora, la mujer que alegra mis días. Se pasaban el día cuchicheando y lanzándome miradas picaronas; yo no les hacía caso, eran unas niñas impertinentes y caprichosas.
Venía también una familia andaluza y cantaban canciones españolas; unos hacían coro, otros lanzaban olés; los más entendidos palmeaban cuando se cantaba flamenco y todos se emocionaban. Muchas noches sobre una mesa enorme reunían fiambres y conservas y organizaban cenas españolas con chorizos, queso y tocino. El vino era francés y mi madre preparaba migas. Las veladas acababan en jolgorio y en baile. Mi abuelo, sentado en un rincón, sonreía. Todos pensaban que sonreía de felicidad, pero luego me contaba que sonreía al ver lo tontos que eran: «Todos añoran un país gobernado por un generalito enano que los ha condenado a ganarse el pan en el extranjero», me decía. Yo le daba la razón entonces, pero más tarde entendí que el sentido de pertenencia es tan fuerte que a veces te vuelve ciego.
Cuando mi padre se bebía un par de vasos de vino le daba por filosofar. Aseguraba que el recuerdo es un palacio con muchas habitaciones y a cada una de ellas se llega a través de un largo pasillo guiado por el olfato y entornando los ojos. «Nunca se olvidan los olores de la infancia ni los sabores de las comidas familiares», decía. Y Basilio, un yeclano bajito, algo encorvado y muy brioso, sentenciaba que las uvas francesas eran celestiales, con unos granos apretados y llenos de jugo. Pero mi madre aseguraba que para dulzura las uvas yeclanas y canturreaba aquello de “la española cuando besa es que besa de verdad” y miraba con picardía a mi padre. Todos se reían y remataba: «Las uvas y los besos guardan la misma proporción, los besos de francesas son ampulosos y llamativos, pero de pocos grados. Los besos de las españolas son pequeños, de alta graduación y dulces como panales”.
—Tu madre tenía razón, la Concha no es besucona, pero cuando me besa me tiembla hasta el alma. Lo que no sabía es que conocías a Ana desde chica.
—Sí, mi hermana y ella me perseguían. Siguen siendo amigas, pero entonces no les hacía ni caso, eran doce años menores que yo.
—Y ahora pierdes el sentido por sus ojos
—Es verdad, lo que más me gusta de ella es su mirada por las mañanas, despertar con la luz verde de sus ojos me reconcilia con el mundo.
—Amigo, eso es la alta graduación yeclana de la que hablaba tu madre, puede petrificar a cualquiera. Si yo le contara cómo me miró mi Concha la primera vez…
—No hace falta, ya lo ha contado ella —nos miramos con ironía y brindamos por la alta graduación.
—Hablando de graduación, ¿ha visto cómo huele el pueblo a mosto?
—Como cada año, da gloria oler el pueblo estos días.
—La semana pasada estuve paseando por caminos, viendo a gente vendimiar y he exhalado el aire como si fuese el aliento de los dioses. Aunque he visto las uvas yeclanas mucho más grandes de como las recordaba. Ayer me acerqué a varias bodegas, pasé la mañana viendo descargar remolques y recordé las calles de Yecla sin asfaltar con los carros atravesando el pueblo desperdigando racimos estrujados, o la época de juventud en Francia con las vendimiadoras y sus pañuelos de colores vivos y los primeros besos… El caso es que la vendimia y el otoño me ponen nostálgico.
—¿Triste?
—No, yo no he estado triste nunca, un poco fantasioso y melancólico sí.
—Tú has sido un romántico y un Don Juan.
—De eso nada, he sido un sufridor enamoradizo con fama de duro, lo que pasa es que cuando se llega a esta edad se vive más del recuerdo que de los proyectos y se agrandan las aventuras de juventud.
Buenos días Teo.
De joven vivía en la calle Jabonería, cuando llegaba el tiempo de la vendimia se queda la calle casi vacía, una mayoría de vecinos se marchaban a vendimiar a Francia. Cuándo venían, algunas familias, saldaban la cuenta con la tienda del barrio que daba de «fiao».
Me lío, solo quería decirte que los que vendimiábamos sin ser profesionales de la agricultura los primeros días eran terribles por el dolor de riñones. Ir todo el día agachado y seguir el ritmo de trabajadores bastantes puestos en vendimiar no era nada fácil.
Pasados esos primeros días, los riñones ya se habían costumbrado y el trabajo era más llevadero.
Recuerdo el tiempo de la vendimia de forma grata, pero a su vez del cansancio de los primeros días.
«Esto nos pasaba a los que éramos del pueblo, a los del campo no les pasaba»
Una pequeña aportación. Un saludo.