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🌼 viernes 19 abril 2024
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Historias de emigrantes

Pepieux fue el primer pueblo francés al que llegamos en 1960. Es una pequeña aldea de apenas 1.000 habitantes, rodeada de viñedos y pinares y franqueada por un inmenso puente bajo el que discurre el río Ognon, afluente del Saona.

Allí nació mi hermana Joanna. Le pusieron el nombre de mi abuela paterna, pero en francés. Todavía mantenemos la casa familiar y era mi lugar de retiro antes de decidir volver a Yecla. Cuando llegamos a Pepieux ya vivían allí algunas familias españolas. Y otras muchas venían en la temporada de la vendimia, pues es zona vinícola, situada entre Carcasona y Narbona. Recuerdo cómo en la plaza del pueblo, junto a la iglesia, se reunían algunos jubilados españoles para contar historias y hablar de sus pueblos.

Mi abuelo iba siempre a recogerme al colegio. Tenía la edad que tengo yo ahora y le gustaba pararse en aquella plaza para recitar de memoria, entre otras anécdotas, el discurso de un alcalde yeclano que empezaba así:

—¡Hijos de Yecla! ¿Qué queréis, el tren de vía ancha o panes como ruedas de trenes? Y la gente gritaba: ¡Panes como ruedas de trenes!

Las risas de sus amigos se escuchaban hasta en Perpiñán.

También contaba mi abuelo la historia de un individuo que llegó a Yecla diciendo que se iba a tirar desde lo alto de la Iglesia Vieja con un paraguas como si fuese un paracaídas. “Acudió medio pueblo”, decía. “Vino gente de los campos cercanos para ver a aquel loco y delante de una multitud expectante, se lanzó al vacío”. Después, hacía un silencio para que todos le preguntaran: «¿Pero qué pasó?». «Pues que el paraguas se dio la vuelta en el aire y se mató”, sentenciaba. Y  todos reían a carcajadas.

Uno de Cuenca contaba lo de una apuesta en su pueblo:

—Un paisano apostó que podía comerse un balde de salvado, del que se le da de comer a los cerdos. Montaron un escenario en la plaza del pueblo y se lo sirvieron caldoso para que le entrara mejor. Con una cuchara de madera se lo zampó todo.

Seguía la misma técnica que mi abuelo. Hacía un silencio y alguien preguntaba: ¿Ganó entonces la apuesta? Y el de Cuenca contestaba afirmativamente: “Claro que sí”. «Pero se pondría muy malo», decía otro. Y tanto, continuaba el narrador, «como que se murió». Carcajadas de nuevo.

Pero de todas estas historias, a mí me sorprendía especialmente la de un andaluz de Cabra, que contaba que durante la siega, convencieron a uno del pueblo de que los granos de su espalda y de sus brazos eran inicios de plumas.

—Tú eres un hombre pájaro, seguro que puedes volar. Y el tonto, convencido de ello, se subió a un montón de alpacas de paja y se tiró moviendo mucho los brazos—, contaba el de Cabra. De nuevo, la misma técnica del silencio. “¿Y qué le pasó”, decía otro. «Pues que no se mató, pero se quedó jodido. Para consolarle, le animamos a que siguiera intentándolo, pues para aprender a volar hace falta constancia».

Todos reían con ganas. Ahora entiendo que tenían un sentido del humor un poco macabro.

Otros días contaban historias de miedo. Había uno muy delgado y muy serio que contaba la historia de un caballero que aparecía por las callejuelas oscuras de Toledo. Y con voz rotunda y muy grave contaba:

—Era un caballero medieval, que en las noches de niebla y sin luna, aparecía portando en la mano derecha una espada y en la otra un cáliz. Caminaba muy despacio acercándose a las ventanas para susurrar frases que nadie podía entender. Surgía siempre envuelto por una estela luminosa.

A mí esta historia me producía risa porque siempre imaginaba a la sota de espadas buscando a la sota de copas de la baraja española, susurrando en las ventanas: «¿Alguien ha visto a la sota de copas? Se le ha perdido esto”. Los demás también se lo tomaban a guasa y el hombre de Toledo se desesperaba porque nadie lo tomaba en serio.

Pepieux
Foto antigua de Pepieux de Teo Carpena

Al fin y al cabo, mi abuelo y sus compañeros eran unos errantes desubicados que pisaban una tierra mientras soñaban y pensaban en otra. Sentados en un banco de piedra, en un pueblo francés, les parecía que estaban en las plazas de sus pueblos.

Había días que uno llevaba un pequeño transistor y escuchaban algunas emisoras en español. A veces sonaba Juanito Valderrama, cantando su canción del emigrante, y se les humedecían los ojos, pero disimulaban, porque decían odiar a España. Aun así, yo presentía que esas palabras no se correspondían con lo que sus ojos reflejaban.

Mi abuelo nunca se emocionaba con aquellas ‘ñoñerías’, como él decía. El flamenco y la copla le traían sin cuidado. A él le gustaban las jotas, sobre todo las navarras y las aragonesas. Y es que mi abuelo decía que la patria de un trabajador está allí donde está su pan, por eso a veces se emocionaba cuando escuchaba La Marsellesa.

El primer día que salí de Pepieux para ir a estudiar a Carcasona, toda la pandilla de mi abuelo fue a despedirme al autobús. Aquellos españoles fuera de sitio, en un lugar que no les correspondía, y sospechando que ya nunca volverían a sus pueblos, depositaban toda su ilusión en nosotros, sus nietos.


Lee todos los artículos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Pepieux fue el primer pueblo francés al que llegamos en 1960. Es una pequeña aldea de apenas 1.000 habitantes, rodeada de viñedos y pinares y franqueada por un inmenso puente bajo el que discurre el río Ognon, afluente del Saona.

Allí nació mi hermana Joanna. Le pusieron el nombre de mi abuela paterna, pero en francés. Todavía mantenemos la casa familiar y era mi lugar de retiro antes de decidir volver a Yecla. Cuando llegamos a Pepieux ya vivían allí algunas familias españolas. Y otras muchas venían en la temporada de la vendimia, pues es zona vinícola, situada entre Carcasona y Narbona. Recuerdo cómo en la plaza del pueblo, junto a la iglesia, se reunían algunos jubilados españoles para contar historias y hablar de sus pueblos.

Mi abuelo iba siempre a recogerme al colegio. Tenía la edad que tengo yo ahora y le gustaba pararse en aquella plaza para recitar de memoria, entre otras anécdotas, el discurso de un alcalde yeclano que empezaba así:

—¡Hijos de Yecla! ¿Qué queréis, el tren de vía ancha o panes como ruedas de trenes? Y la gente gritaba: ¡Panes como ruedas de trenes!

Las risas de sus amigos se escuchaban hasta en Perpiñán.

También contaba mi abuelo la historia de un individuo que llegó a Yecla diciendo que se iba a tirar desde lo alto de la Iglesia Vieja con un paraguas como si fuese un paracaídas. “Acudió medio pueblo”, decía. “Vino gente de los campos cercanos para ver a aquel loco y delante de una multitud expectante, se lanzó al vacío”. Después, hacía un silencio para que todos le preguntaran: «¿Pero qué pasó?». «Pues que el paraguas se dio la vuelta en el aire y se mató”, sentenciaba. Y  todos reían a carcajadas.

Uno de Cuenca contaba lo de una apuesta en su pueblo:

—Un paisano apostó que podía comerse un balde de salvado, del que se le da de comer a los cerdos. Montaron un escenario en la plaza del pueblo y se lo sirvieron caldoso para que le entrara mejor. Con una cuchara de madera se lo zampó todo.

Seguía la misma técnica que mi abuelo. Hacía un silencio y alguien preguntaba: ¿Ganó entonces la apuesta? Y el de Cuenca contestaba afirmativamente: “Claro que sí”. «Pero se pondría muy malo», decía otro. Y tanto, continuaba el narrador, «como que se murió». Carcajadas de nuevo.

Pero de todas estas historias, a mí me sorprendía especialmente la de un andaluz de Cabra, que contaba que durante la siega, convencieron a uno del pueblo de que los granos de su espalda y de sus brazos eran inicios de plumas.

—Tú eres un hombre pájaro, seguro que puedes volar. Y el tonto, convencido de ello, se subió a un montón de alpacas de paja y se tiró moviendo mucho los brazos—, contaba el de Cabra. De nuevo, la misma técnica del silencio. “¿Y qué le pasó”, decía otro. «Pues que no se mató, pero se quedó jodido. Para consolarle, le animamos a que siguiera intentándolo, pues para aprender a volar hace falta constancia».

Todos reían con ganas. Ahora entiendo que tenían un sentido del humor un poco macabro.

Otros días contaban historias de miedo. Había uno muy delgado y muy serio que contaba la historia de un caballero que aparecía por las callejuelas oscuras de Toledo. Y con voz rotunda y muy grave contaba:

—Era un caballero medieval, que en las noches de niebla y sin luna, aparecía portando en la mano derecha una espada y en la otra un cáliz. Caminaba muy despacio acercándose a las ventanas para susurrar frases que nadie podía entender. Surgía siempre envuelto por una estela luminosa.

A mí esta historia me producía risa porque siempre imaginaba a la sota de espadas buscando a la sota de copas de la baraja española, susurrando en las ventanas: «¿Alguien ha visto a la sota de copas? Se le ha perdido esto”. Los demás también se lo tomaban a guasa y el hombre de Toledo se desesperaba porque nadie lo tomaba en serio.

Pepieux
Foto antigua de Pepieux de Teo Carpena

Al fin y al cabo, mi abuelo y sus compañeros eran unos errantes desubicados que pisaban una tierra mientras soñaban y pensaban en otra. Sentados en un banco de piedra, en un pueblo francés, les parecía que estaban en las plazas de sus pueblos.

Había días que uno llevaba un pequeño transistor y escuchaban algunas emisoras en español. A veces sonaba Juanito Valderrama, cantando su canción del emigrante, y se les humedecían los ojos, pero disimulaban, porque decían odiar a España. Aun así, yo presentía que esas palabras no se correspondían con lo que sus ojos reflejaban.

Mi abuelo nunca se emocionaba con aquellas ‘ñoñerías’, como él decía. El flamenco y la copla le traían sin cuidado. A él le gustaban las jotas, sobre todo las navarras y las aragonesas. Y es que mi abuelo decía que la patria de un trabajador está allí donde está su pan, por eso a veces se emocionaba cuando escuchaba La Marsellesa.

El primer día que salí de Pepieux para ir a estudiar a Carcasona, toda la pandilla de mi abuelo fue a despedirme al autobús. Aquellos españoles fuera de sitio, en un lugar que no les correspondía, y sospechando que ya nunca volverían a sus pueblos, depositaban toda su ilusión en nosotros, sus nietos.


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Teo Carpena
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4 COMENTARIOS

  1. Teo con tu narracion me viene a la memoria esa plaza en el pueblo de Pepieux donde fuy desde que tenía 8 años hasta los 13 año Tra año a la vendimia bonitos recuerdos de Pepieux aún me acuerdo del cojo que perdió la pierna en la segunda guerra mundial y nos contaba historias a mi y a mi hermana y un tal pierre que era emigrante Aragonés un tipo alto que su hijo tenía una carnicería en carcasonna por mis recuerdos fuy hace unos años a visitar carcasonna y Pepieux. me acuerdo del labadero y el pasadizo que había al lado para bajar al río y la plaza con el restaurante a un lado al otro la iglesia y al otro la posta y la estatua de un niño en la pequeña plaza del labadero y la tienda de ultramarinos y la panadería? Que recuerdos como jugaba por el río co mi hermana y en la plaza viendo como jugaban a la petanca bonitos recuerdos a la primera foto en color no es Pepieux si embargo la de abajo en blanco y negro más antigua creo que si porque me suena esos enrejados que habían en las casas de la carretera que iba hacia la gasolinera.

    • Tienes razón Yakkano. La foto a color es de Minerve, un pueblo que está a 8km de Pepieux. En su email, Teo nos decía que no tenía fotos actuales del pueblo, que si encontrábamos una en Internet y la podíamos compartir, que la pusiéramos. Y Google nos ‘engañó’. La foto en blanco y negro sí nos la pasó él. Así que hemos decidido quitar la foto a color. ¡Gracias!

Teo Carpena
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