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🍁 domingo 03 noviembre 2024
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Las dos Españas y ‘la risica’

Mucha gente acude constantemente a las metáforas sobre guerras o batallas. En la crisis del coronavirus hemos tenido el último gran ejemplo. Resulta muy recurrente hablar de “vencer al enemigo”. Y no está mal, es una imagen certera, porque no es ninguna broma lo del bicho maldito. Pero a la gente que ha vivido alguna guerra, esto les impresiona doblemente y les lleva a recordar tiempos pasados.

Hace años tuve una conversación con mi abuelo. Yo era muy joven y le hablaba de batallar contra el capitalismo; pensaba que él, como miliciano que luchó en el bando republicano, me entendería. Me miró muy serio, me clavó sus ojos azules y me sorprendió empezando con una extraña pregunta:

—¿Sabes a qué llamábamos ‘la risica’ los de mi generación?

—No —contesté desconcertado.

—En la guerra, muchos soldados morían de frío en el frente. En el invierno de 1938 perdí a dos amigos que murieron riendo. Estábamos acurrucados en una trinchera, cagados de miedo. La aviación hacía batidas cada media hora, con descargas masivas; las bombas levantaban una polvareda de tierra, sangre y escarcha y cuando pasaba la tormenta, mirabas alrededor para ver quién seguía en pie. Cuando veías a un compañero sonriendo, se te helaba el corazón. Y a esa forma de morir, la conocíamos como ‘la risica’.

Hizo un silencio y cogió aire, se le notaba emocionado.

—No reían como nos reímos nosotros de vez en cuando; a nosotros nos brillan los ojos al reír. A ellos no, era más bien una mueca, un leve gesto de ojos secos y mirada pérdida. Nunca sabías si expresaban terror o placer. Así murieron mis dos amigos, eran labradores y estaban acostumbrados a las heladas, pero teníamos las botas rotas, los calcetines agujereados y húmedos; las mantas llenas de piojos y un cansancio que solo se apaciguaba cuando el miedo se apoderaba del cuerpo. Entonces, una especie de energía febril y temblona nos inundaba la cabeza; solo el ánimo te empujaba, y avanzabas o disparabas, según tocase. Te aseguro que casi siempre cerrábamos los ojos al disparar. ¡Así era la guerra!

—Pero porque vosotros erais un ejército pobre. —Dije esto sin mucha convicción.

—Todos los ejércitos están formados por pobres, luchen en el bando que luchen. Siempre son los pobres quienes se arrastran por el barro, los que entregan su vida por las patrias de los poderosos —respondió.

—Los pobres tenemos patria también, —respondí envalentonado, en un arranque de seguridad—. El proletariado es nuestra patria.

—Hijo mío, ¡que hermosas son la juventud y el entusiasmo! Pero cuando se llega al enfrentamiento, somos nosotros los perdedores. En tiempos de paz, todo es confuso; en tiempos de guerra o de enfrentamiento, todo se vuelve claro y diáfano: los abanderados desaparecen del escenario, se refugiaban bajo las faldas de sus madres, mientras nosotros dejábamos a las nuestras llorando. Mi madre me decía lo mismo que te estoy diciendo a ti ahora: “¡Hijo, nosotros no tenemos  patria, solo tenemos hambre!”.

—Abuelo, pero la lucha de clases, los derechos humanos y la justicia se defienden luchando.

—Nosotros luchamos y millones de europeos lucharon y entregaron sus vidas por lo que creían que les haría libres. Y en todos los bandos había jóvenes idealistas que creían luchar por la libertad, por la justicia. ¡Pero todos perdimos! Ellos ganaron; ellos siempre ganan.

—Pero en Europa derrocaron al fascismo y al nazismo.

—No derrocaron nada, mira a tu alrededor.

Y pensando ahora en aquellas palabras, recuerdo lo que pasó en los Balcanes hace unos años o lo que ocurre ahora en las aguas del Mediterráneo. Echo una ojeada a África, a los campos de refugiados de sirios o de palestinos y me doy cuenta de que mi abuelo tenía razón: esos son los derrotados de las guerras, los de siempre.

No tenía fuerza, ni argumentos para contestarle.

—Hijo, recuerda siempre esto: hay dos Españas, la que busca la confrontación y la que sufre las consecuencias.

Y, nuevamente, en esta España herida, con miles de muertos y cientos de familias arruinadas por el coronavirus, escucho las gruesas palabras cruzadas entre gentes enfurecidas de los dos supuestos bandos. Un odio reconcentrado que me hace evocar aquella historia que me contaba mi abuelo. Y entonces siento frío, ¡un frío amargo!

En mi familia me llaman exagerado; yo solo deseo que tengan razón.

Me coloco mi mascarilla y me voy a dar un paseo.

Esta primavera está siendo espectacular, espero que no nos la joda ningún imbécil.


Lee todos los artículos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Mucha gente acude constantemente a las metáforas sobre guerras o batallas. En la crisis del coronavirus hemos tenido el último gran ejemplo. Resulta muy recurrente hablar de “vencer al enemigo”. Y no está mal, es una imagen certera, porque no es ninguna broma lo del bicho maldito. Pero a la gente que ha vivido alguna guerra, esto les impresiona doblemente y les lleva a recordar tiempos pasados.

Hace años tuve una conversación con mi abuelo. Yo era muy joven y le hablaba de batallar contra el capitalismo; pensaba que él, como miliciano que luchó en el bando republicano, me entendería. Me miró muy serio, me clavó sus ojos azules y me sorprendió empezando con una extraña pregunta:

—¿Sabes a qué llamábamos ‘la risica’ los de mi generación?

—No —contesté desconcertado.

—En la guerra, muchos soldados morían de frío en el frente. En el invierno de 1938 perdí a dos amigos que murieron riendo. Estábamos acurrucados en una trinchera, cagados de miedo. La aviación hacía batidas cada media hora, con descargas masivas; las bombas levantaban una polvareda de tierra, sangre y escarcha y cuando pasaba la tormenta, mirabas alrededor para ver quién seguía en pie. Cuando veías a un compañero sonriendo, se te helaba el corazón. Y a esa forma de morir, la conocíamos como ‘la risica’.

Hizo un silencio y cogió aire, se le notaba emocionado.

—No reían como nos reímos nosotros de vez en cuando; a nosotros nos brillan los ojos al reír. A ellos no, era más bien una mueca, un leve gesto de ojos secos y mirada pérdida. Nunca sabías si expresaban terror o placer. Así murieron mis dos amigos, eran labradores y estaban acostumbrados a las heladas, pero teníamos las botas rotas, los calcetines agujereados y húmedos; las mantas llenas de piojos y un cansancio que solo se apaciguaba cuando el miedo se apoderaba del cuerpo. Entonces, una especie de energía febril y temblona nos inundaba la cabeza; solo el ánimo te empujaba, y avanzabas o disparabas, según tocase. Te aseguro que casi siempre cerrábamos los ojos al disparar. ¡Así era la guerra!

—Pero porque vosotros erais un ejército pobre. —Dije esto sin mucha convicción.

—Todos los ejércitos están formados por pobres, luchen en el bando que luchen. Siempre son los pobres quienes se arrastran por el barro, los que entregan su vida por las patrias de los poderosos —respondió.

—Los pobres tenemos patria también, —respondí envalentonado, en un arranque de seguridad—. El proletariado es nuestra patria.

—Hijo mío, ¡que hermosas son la juventud y el entusiasmo! Pero cuando se llega al enfrentamiento, somos nosotros los perdedores. En tiempos de paz, todo es confuso; en tiempos de guerra o de enfrentamiento, todo se vuelve claro y diáfano: los abanderados desaparecen del escenario, se refugiaban bajo las faldas de sus madres, mientras nosotros dejábamos a las nuestras llorando. Mi madre me decía lo mismo que te estoy diciendo a ti ahora: “¡Hijo, nosotros no tenemos  patria, solo tenemos hambre!”.

—Abuelo, pero la lucha de clases, los derechos humanos y la justicia se defienden luchando.

—Nosotros luchamos y millones de europeos lucharon y entregaron sus vidas por lo que creían que les haría libres. Y en todos los bandos había jóvenes idealistas que creían luchar por la libertad, por la justicia. ¡Pero todos perdimos! Ellos ganaron; ellos siempre ganan.

—Pero en Europa derrocaron al fascismo y al nazismo.

—No derrocaron nada, mira a tu alrededor.

Y pensando ahora en aquellas palabras, recuerdo lo que pasó en los Balcanes hace unos años o lo que ocurre ahora en las aguas del Mediterráneo. Echo una ojeada a África, a los campos de refugiados de sirios o de palestinos y me doy cuenta de que mi abuelo tenía razón: esos son los derrotados de las guerras, los de siempre.

No tenía fuerza, ni argumentos para contestarle.

—Hijo, recuerda siempre esto: hay dos Españas, la que busca la confrontación y la que sufre las consecuencias.

Y, nuevamente, en esta España herida, con miles de muertos y cientos de familias arruinadas por el coronavirus, escucho las gruesas palabras cruzadas entre gentes enfurecidas de los dos supuestos bandos. Un odio reconcentrado que me hace evocar aquella historia que me contaba mi abuelo. Y entonces siento frío, ¡un frío amargo!

En mi familia me llaman exagerado; yo solo deseo que tengan razón.

Me coloco mi mascarilla y me voy a dar un paseo.

Esta primavera está siendo espectacular, espero que no nos la joda ningún imbécil.


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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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Teo Carpena
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