¿Y mi madre? ¿Sería todavía capaz de asimilar la muerte de su hermana Rosalía, sentirla, apenarse, o por el contrario su demencia la mantendría al margen de esa pérdida?
Nadie le dijimos nada de lo ocurrido pensando que daba igual, que no se enteraría, porque, hace ya años, no sabría decir exactamente cuántos, apenas es capaz de percibir lo que pasaba a su alrededor, ni de recordar nada de lo que acontece horas, días o semanas antes. Sin embargo, puede evocar algunos acontecimientos del pasado, cuanto más lejanos mejor. ¿Recordaría entonces a su hermana mayor, la historia de su vida juntas, y después separadas?
Por eso, pensando en que tal vez personas de su pasado pudieran despertar su frágil memoria, unos días después de haber tenido noticias de la muerte de la tía Rosalía, me senté frente a ella en el saloncito en el que suele pasar la mayor parte del día (en los últimos años, la vida de mi madre trascurre de la cama al sillón, del sillón a la cama, y entre uno y otra, alguna una visita al baño para asearse o hacer sus necesidades más básicas), para comprobarlo.
La tele estaba encendida, como casi siempre, “es solo para hacer compañía”, se excusa mi padre, pues lo cierto es que ella es incapaz de seguir el hilo de nada de lo que puede ofrecerle la pequeña pantalla y, además, a un sonido muy elevado, en este caso, más por mi padre que anda algo duro de oído. Por el aturdimiento que me produce el volumen tan alto, antes de sentarme, la apago. Todavía hace calor, por eso el balcón está abierto y, de pronto, llega hasta mí el sonido de la calle, la gente, algún coche que pasa, los gorriones gorjeando en las moreras que enfilan las aceras. El otoño acaba de empezar, los vencejos y las golondrinas ya se han marchado, ahora solo se quedan con nosotros los gorriones para alegrar las tardes cada vez más cortas. Para mí estos pajarillos son la música de fondo del invierno.
―¿Mamá que tal estás hoy? ―le pregunto con todo el cariño que le tengo y le dedico la mejor de mis sonrisas. Ella me mira, también sonriente, pero no me contesta.
―Ha llamado la prima Eva, la hija de la tía Rosalía ¿te acuerdas de ellas?
―Rosalía es mi hermana ―dice como si el nombre de la hermana hubiera despertado algún resorte en su memoria, aunque soy consciente de que en realidad no está respondiendo a mi pregunta, simplemente es un acto reflejo al escuchar su nombre. ―Me lleva ocho años –continua, como si una frase llevara a la otra, o como si de una letanía que ha repetido muchas veces, se tratara. –Me mandó un abrigo precioso de regalo de cumpleaños al poco de irse. Era azul claro con el cuello ribeteado –sigue diciendo, y yo me alegro de escuchar su voz, esa vocecilla rasposa y aterciopelada que ha adquirido con la edad y, posiblemente también por la enfermedad, que apenas se asemeja a su potencia de antaño.
Creo recordar haber oído hablar de aquel abrigo en alguna ocasión, de que, al parecer, se le quedó pequeño a una de las hijas de la familia a la que servía en Madrid y lo aprovechó para dar una alegría a su hermana. Seguramente aquella prenda de abrigo fue lo suficientemente importante para la hermana pequeña de doce años, que debía tener mi madre, como para que su mente enferma fuera capaz de evocarlo más de medio siglo después.
―Mamá, la tía Rosalía ha fallecido.
Ahora me mira muy sería, parece que se esfuerza en comprender, sin conseguirlo. Guarda silencio solo unos segundos.
―Se murió hace mucho, era yo todavía pequeña ―dice con la mayor naturalidad, quizá relacionando la muerte con su marcha, como un hecho asumido y consumado sobre el que no merecía la pena volver a hablar. Yo me quedo impresionada ante su frialdad, no es que mi madre haya sido nunca una persona tendente al drama ni a la tristeza, pero me consta que, a pesar de todo lo que ocurrió con su hermana mayor, la quería y su distancia le hizo sufrir.
Mi padre nos observa desde el otro lado de la mesa, él también tiene curiosidad por ver la reacción de su mujer ante la noticia.
―Si es que ella ya no tiene noción del tiempo. Lo de ayer le parece que fue hoy y lo de hoy ni siquiera ha existido nunca. Es inútil hacerla comprender ―dice con tristeza.
Mi padre me parece un hombre sabio en ese momento. Es él quien mejor comprende la enfermedad de mi madre, aunque, a veces, pierda la paciencia con ella cuando se pone rebelde, porque ha pasado por fases muy complicadas y difíciles de sobrellevar, porque, aun contando con nuestra ayuda, la mía y la de mis hermanos, es él quien más horas pasa a su lado día tras día, hora tras hora. Quien la atiende cada noche si se despierta, quien la ayuda a levantarse y a acostarse, y quien mejor puede saber cómo funciona su mente, si es que eso es posible.
Pero en algún resquicio de esa mente enferma todavía se encienden lucecitas que iluminan su razonamiento, porque si no cómo se explica que, de pronto, apoye su mano derecha en la frente baje la cabeza y comience a sollozar.
―¿Qué te ocurre, mamá? ¿Por qué lloras?
―¡Ay, mi hermana! ¡Ay, mi hermana! ―repite una y otra vez en una especie de balbuceo.
Entonces tanto mi padre como yo somos testigos de que ha sido capaz de entender lo que ha ocurrido: que su hermana acaba de morir.
Le dimos un vaso de agua, volvimos a encender la televisión para espantar los fantasmas que la entristecen y, al cabo de un rato, se le pasa el llanto y se adormila acurrucada en el sillón. Empieza a oscurecer, los gorriones alborotaban en los árboles, todavía con hojas. Ayudo a mi padre a acostarla y me marcho.
Al día siguiente, cuando paso a visitarla, no hay rastro alguno de la pena del día anterior.