Mi padre repetía a menudo frases que todavía resuenan en mi cabeza:
—Un hombre de bien debe elegir con cautela el momento y el sitio adecuado para dar su opinión y cumplir con su obligación movido por la honestidad y sin pensar en la legalidad, porque la ley y la honestidad no siempre van unidas. ¡El hombre está por encima de la ley! —y mi abuelo mirando para otro lado susurraba:
—Eso es de una carta de San Pablo. La ley se hizo para servir al hombre y no el hombre para servir a la ley —Pero mi padre seguía:
—Nunca hay que hacer caso de las opiniones ajenas, el hombre que hace el bien nunca debe dudar —y ese discurso tan suyo lo mantuvo hasta el final de su vida. Era un hombre de convicciones sólidas, como suele decirse.
Pero yo, a estas alturas de mi vida, con la misma edad que él tenía cuando murió, sigo dudando de todo y es que mi padre y yo no nos parecíamos en nada: él era un hombre de carácter riguroso, muy cabal y presumía de poner la honradez por encima de todos los demás valores, era ateo —o eso decía— y estaba seguro de que los hombres buenos reciben la recompensa en este mundo. Yo de eso no estoy nada seguro.
Se llamaba Pedro Carpena Muñoz, pero los amigos le llamaban Perico ‘el tieso’. Era un poco arisco y solo se mostraba cariñoso dentro de casa.
Cuando se tomaba un par de vinos era capaz de sonreír hacia fuera, como un chiquillo tímido. De natural, se reía para adentro y a nosotros eso nos hacía mucha gracia.
A causa de su talante y de su presencia, parecía un fraile cartujano: era delgado, de piel seca, largo como un sarmiento y de frente arrugada.
Nosotros sabíamos que ese era su gesto natural; mi abuelo bromeaba con ese tema y decía que cuando nació le dijo a su mujer que había parido un guardia.
Nació con los ojos muy abiertos y mirando a todas partes como si se hubiera confundido de mundo al nacer.
Una vez fuimos al circo, y un payaso, que lo vio tan serio, pero fijándose mucho, empezó a hacerle gracias con acento italiano y gesticulando en exceso hasta que consiguió arrancarle unas carcajadas. Le miramos asombrados y el payaso se dio cuenta de que había conseguido triunfar ante el tío más serio del mundo; nosotros tuvimos que ir de urgencia al hospital de Carcassonne porque se le desencajó la mandíbula de tanto reír. A partir de ese día, sonreía con más frecuencia y hasta le cambió el semblante.
Nuestra casa a veces parecía el ágora de Atenas: mi padre decía ser estoico y hablaba de Marco Aurelio; mi abuelo se consideraba anarquista y alardeaba de haber conocido a Ángel Pestaña; mi madre era católica y no presumía de nada; Jeanne, mi hermana, sigue siendo militante ecologista y sus discursos sobre la protección del planeta eran y son tajantes; mi hermana Sophie decía ser artista libertaria. Ahora pasa cinco horas al día abrazada a su violonchelo.
A mí, depende como me pille, unos días soy nihilista y otros coqueteo con el inconformismo más radical, pero he pasado mi vida rodeado de idealistas; Ana es una entusiasta socialista, pero nunca me sermonea y yo se lo agradezco. Yo sigo pensando que el mundo es una pantomima y que solo tienen sentido el amor y la familia.
Pero volvamos a mi padre. Cantaba cuando nadie lo veía y creía que no lo escuchaban. Ingenuo. Mi madre y yo, escondidos, escuchábamos sus desentonadas cantinelas, que casi siempre eran boleros; nos reíamos y nos perecía enternecedor. Cantaba mal, muy mal, le gustaban los boleros, pero cuando conoció las canciones de Adamo, se las aprendió todas y las cantaba bajito sobre todo aquella de: «…y mis manos en tu cintura, pero mírame con dulzor»…
Por cierto, con la madurez se le endulzó el carácter y cuando le hicieron abuelo se reconcilió con el mundo y, como su padre, empezó a contarle a mis sobrinos historias de Yecla. Decía recordar el olor del barro en las calles después de la lluvia y rememoraba los campos donde labró la tierra y el sol abrasador de julio en la era. Se le nublaban los ojos al hablar del pañuelo de flores que cubría el pelo rojo de su mujer cuando iban a la trilla. Ahora se reía del dolor de riñones de cuando la vendimia yeclana, y todo aquello que antes lo vivió como una tortura, ahora lo convertía en cuentos. Creo que pensar en los días de su infancia o en la fortaleza de su juventud le servía como sedante para calmar la incertidumbre de la vejez.
Las calles y los cerros los nombraba como si hablara de manjares sustanciosos y decía que al cerrar los ojos sentía el aire yeclano.
—Recogiendo aceitunas, con las orejas y los dedos congelados, pensaba solo en una lumbre de brasas chispeantes; y cuando me dolían los pies de tanto pisar bancales pedregosos con las albarcas viejas pensaba en los domingos de feria y en el algodón de azúcar.
Aprendió a escribir en francés y su acento en ese idioma era aceptable. Aun así, cuando contaba las historias de su juventud le afloraba un acento marcadamente yeclano, sin eses y con diminutivos.
Una larga noche de desvelo me contó que le gustaba recrear los primeros besos furtivos de su Isabel, su memoria se los devolvía con la calidez de entonces a su paladar, y notaba que la sangre le recorría ligera por todo el cuerpo.
Ahora recorro algunos de los lugares de los que me hablaba: las Moratillas, los Picarios, Tobarrillas, el Arabí, El Pocico Lisón o el Barranco del Burro; al nombrarlos es como si lo nombrara a él.
Mi padre murió en paz como mueren los que han amado. Se resistía a cerrar los ojos porque quería llevarse la imagen de nuestras caras.
—Cierra los ojos y piensa en un campo lleno de amapolas, como aquel día que me pediste que me casara contigo —le pidió mi madre. Solo entonces obedeció, y así cerró los ojos por última vez.