—Son paperas —dijo don Luis, el médico pediatra de familia, después de tocarme la frente y palparme el cuello, justo debajo de las orejas y la mandíbula.
Debía de tener unos ocho años, pues recuerdo que aquella convalecencia la pasé en la habitación que habilitaron para mí al fondo del pasillo, más alejada del dormitorio de mis padres, justo después de mi primera comunión. La ventana de aquel cuarto era la única de la casa que daba al huerto, y se encontraba situada junto a la higuera, tan cerca, que podía trepar por ella para entrar o salir de la habitación.
Era un ejemplar gigante que superaba incluso la altura del edificio de dos plantas y de una frondosidad tal, durante la mayor parte del año, que se me antojaba habitar en medio de la selva. Para protegerme de avispas, mosquitos, arañas, lagartos, gatos, ratones, distintas especies de pájaros y no sé cuánta fauna más que había hecho de aquella masa vegetal su hábitat, instalaron una mosquitera.
En aquella habitación nueva, con cama y muebles nuevos, yací durante semanas hasta que logré superar al virus y todas sus funestas consecuencias, lo que no resultó sencillo.
Recuerdo que el dolor de mi garganta era como si un erizo se hubiera instalado en ella y no cesara en buscar acomodo vuelta tras vuelta; la fiebre me subía tanto que sufría alucinaciones terribles: vagando por el espacio sobre un pequeño planeta, similar el del Pincipito, pero en esta ocasión errante, debía agarrarme con todas mis fuerzas a rocas y matas para no caerme y quedarme así flotando en medio del espacio oscuro para toda la eternidad.
En otra ocasiones, encaramada a un minisubmarino, como el que visitamos una vez con la escuela en un viaje a Cartagena, surcaba los océanos sumergiéndome en las oscuras profundidades, esquivando ballenas, tiburones y calamares gigantes, como los de Julio Verne en Cien mil leguas de viaje submarino. Morenas de dientes afilados me perseguían serpenteando para devorarme hasta que, con gran esfuerzo y aterrada, conseguía llegar a los arrecifes de coral donde serenos peces de todos los colores pacían como vacas tranquilas en un prado verde y, por fin, encontraba un remanso de paz donde descansar.
A veces, en medio de la noche, me despertaba sobresaltaba y unos ojos brillantes me observaban en medio de la oscuridad desde el árbol, detrás de la ventana. Me decían los mayores que no me preocupara, que serían gatos que se encaramaban a las ramas para pasar la noche. Hubiera sido más grato para mí que bajo aquellos ojos reluciera una simpática sonrisa como la del gato de Cheshire de Alicia en el país de las maravillas.
“Mixovirus parotiditis”, ese fue el diagnostico oficial de la dolencia que me afectaba y el nombre que don Luis Maestre escribió en un informe para que mis padres me llevaran a Murcia a un especialista en neurología, por si aquel encontraba algún tratamiento que pudiera salvarme, pues él no se sentía capacitado para hacerlo.
A pesar de que se trataba de un virus corriente en aquella época, que casi todos padecíamos en la infancia, no contento con atormentarme durante más de una semana con fiebre alta y dolores de garganta intensos, decidió instalarse en mi encéfalo provocándome tales dolores de cabeza y una rigidez de cuello que todavía soy capaz de revivir medio siglo después.
—Encefalitis —diagnosticó don Luis por segunda vez—. Prima-hermana de la Meningitis —añadió con preocupación.
Otras dos semanas me tocó estar postrada en la cama con la cabeza inmovilizada sobre la almohada para evitar el dolor y los mareos que me producía el solo hecho de abrir y cerrar los ojos. Intercalaba los momentos de delirio con otros de conciencia en los que descubría a la abuela y a mi madre sentadas a mi lado rezando un rosario tras otro.
A veces se unía al coro algún miembro más de la familia o alguna buena vecina, para intensificar la plegaria y que llegara al cielo con mayor intensidad. Al parecer no confiaban en absoluto en que pudiera superar aquella enfermedad sin la intervención de un milagro. Sin embargo, no sé si fueron tantos rezos o la sola fortaleza de mis defensas, conseguí salir indemne del terrible trance; de lo contrario, no estaría ahora contándolo tantos años después. Bueno, me gustaría puntualizar que lo de indemne, indemne, no lo tengo claro del todo, digamos que salí viva, al menos.
Una vez que la fiebre empezó a remitir y me encontraba más recuperada, la abuela no se marchó de mi lado; siguió instalada en una silla baja al lado de mi cama y solo salía a comer o para ir al baño. Fue entonces cuando, viendo que me encontraba mucho mejor, dejó descansar el rosario y se agarró al ganchillo, y mientras tejía y tejía me contaba cuentos o cantaba canciones antiguas que hablaban de amores desgraciados, de viajeros nostálgicos y de mujeres que esperan que su amor regresara de la guerra o desembarcara en algún puerto. Ella las llamaba coplas.
La abuela contaba cuentos clásicos, pero adaptados a muestro ambiente rural yeclano. Hansel y Gretel, eran Pepico y Pepica y se perdían por la Sierra de Salinas. Rosalinda y Blancaflor eran Rosita y Margarita y tenían una despensa muy parecida a la nuestra en cuanto a alimentos se refiere para pasar el crudo invierno. El soldadito de plomo, sobre un barco de papel, arrastrado por el agua de la lluvia, bajaba veloz por los callejones desde la Iglesia Vieja hasta la carretera, atravesando el parque, antes de ser tragado por la alcantarilla y llegar al mar, se supone que cerca de Alicante.
Cuando el virus se dio definitivamente por derrotado, me había quedado tan débil que el pediatra no tuvo más remedio que recetarme un reconstituyente potente que no era otra cosas que extracto de hígado inyectado. Llegó entonces el turno de Gliceria, la practicanta, que cada tarde antes del oscurecer se acercaba a casa con su maletín de piel oscura muy desgastada de donde extraía su arsenal de tortura: una cajita metálica ovalada, como un ataúd en miniatura, donde guardaba la jeringuilla de cristal y agujas varias. Sobre la misma tapadera de la caja, vuelta hacia arriba, vertía alcohol, y agua destilada dentro del ataúd, prendía entonces el alcohol con un mechero y comenzaba el aquelarre.
La llama azul calentaba el agua del recipiente hasta que hervía durante unos segundos, después esperaba hasta que se enfriaba lo suficiente. Era entonces cuando mi corazón se aceleraba y me entraban ganas de salir corriendo por la ventana, encaramarme a la higuera y desaparecer a toda prisa. Gliceria introducía la aguja en la botellita que contenía el extracto de hígado para absorberlo y a continuación se acercaba hasta mi cama sin demora, jeringuilla en mano, para proferirme un nuevo pinchazo acumulado a los anteriores, que dejaría mi culo dolorido durante días.
Gliceria era tan anciana como la abuela, o esa era mi impresión, y parecían ser buenas amigas pues siempre se quedaba un rato con ella conversando, casi siempre poniéndola al día de la salud de sus conocidos comunes, ya que ella los debía visitar con frecuencia a todos. Entonces la vida se desarrollaba entre pinchazo y pinchazo. Era una mujer bajita de cabellos grises y rizados. Sus gafas redondas de culo de vaso le daban un aire distante y distraído. No era demasiado amable conmigo, pero tampoco desagradable en exceso. Si me quejaba por el dolor, ni se inmutaba, ni una palabra de aliento a una condolida niña. Cuando se marchaba, como rastro de su presencia, quedaba un olor medicamentoso en toda la casa que tardaba horas en desaparecer.
Ser niña en aquellos años de posguerra era una proeza; sobrevivíamos los más fuertes, está claro. Algunos pensarán que exagero, que la gran mayoría salía adelante y que tampoco eran ya tiempos de posguerra, puede que tengan razón, las cartillas de razonamiento se retiraron en España en 1952, tan solo una década antes; pero si comparamos aquella vida con la de ahora, la diferencia es abismal.
Por ejemplo, en la actualidad cualquiera con una enfermedad como la que pasé, hubiera sido tratado en un hospital con todos los medios y cuidados necesarios. El neurólogo habría hecho todas las pruebas pertinentes para comprobar que mi encéfalo no había quedado afectado por el virus. No hubiera tenido que soportar tantos pinchazos dolorosos ni luchar contra los monstruos en mis pesadillas un día tras otro. Eso sí, no hubiera tenido la oportunidad de contemplar la jungla desde mi propia cama y en mi misma habitación, protegida por una mosquitera, como gran entretenimiento.