Si por estas tierras la lluvia se ha convertido en un bien escaso o inexistente, como está ocurriendo este último año; la nieve ya ha pasado a formar parte de la leyenda, solo evocado en los cuentos de nuestros mayores, entre los que me encuentro.
Los pocos días de este mes de enero de 2024 en los que parecía que, por fin, llegaba el frío que corresponde, en los que el cielo se encapotaba, llevándonos a albergar la esperanza de que de él cayera algo de agua sin que al final llegara a ocurrir; vinieron a mi mente otros eneros de mi infancia en los que el clima nos bendecía con mayor generosidad y en los que ese elemento llamado H2O, se nos manifestaba en sus distintas formas con más frecuencia.
Durante los inviernos de nuestra infancia, la nieve no era algo cotidiano, pero tampoco infrecuente. Esta siempre ha sido tierra de secano, de esparto y carrasca, de tomillo y romero. Durante el verano, la sequedad da un color marrón claro al paisaje y si el otoño no trae lluvias, como ha ocurrido este año, esa tonalidad entre el marrón y el gris sigue predominando.
Sin embargo, en un pasado no remoto, casi todos los años caía alguna que otra nevada yo, al menos, mantengo en mi memoria algunas memorables; como la de una Navidad de hace cien mil años, que la tía Rosalía y la prima Eva vinieron a pasarlas con nosotros al pueblo, algo que era poco usual, y que ha ayudado a que ahora pueda evocarlo con mayor nitidez.
Yo debía ser tan pequeña que ni siquiera tengo memoria de que alguno de mis hermanos, menores que yo, hubiera llegado todavía al mundo; por lo que tener una compañera de juegos como la prima Eva, me llenaba de ilusión.
La víspera del día de Reyes empezó a nevar intensamente. Yo, pegada a los cristales de la cocina, embelesada, veía caer los copos con esa parsimonia silenciosa que los caracteriza. A ratos, la espesura de su manto era tal que impedía vislumbrar más allá de los cristales. Las macetas parecían haberse puesto un abrigo de plumas ocultando todo su verdor, los tejados y el suelo lucían cubiertos por una gruesa y blanquísima alfombra de algodón. Era tan hermosa aquella estampa que incluso la espera emocionada de la visita de sus majestades aquella misma noche, había pasado a un segundo plano.
En las casas de antes, más espaciosas, frías y húmedas que las de ahora, y sin calefacción, durante el invierno, al menos, se optaba por reducir el espacio donde hacer la vida y casi siempre eran las cocinas las elegidas para concentrar todo el calor. Estas estancias solían tener las dimensiones suficientes para albergar de una vez a toda la familia.
En la nuestra había un escabel con cojines floreados y un sillón de anea a cada lado rodeando una mesa camilla para ocho comensales, como mínimo; una estufa de leña, de aquellas redondas y plateadas, que lo mismo alimentábamos con leña menuda o astillas de madera, que con cáscaras de almendras y de la que, cada tantas horas, se extraían brasas para el brasero que nos calentaba los pies bajo las faldas de la mesa. Una puerta y una gran ventana se abrían a un espacioso patio decorado con macetas y algunos lileros que en primavera cumplía la función de deleitarnos con sus flores y su aroma.
Al observar aquel panorama, mi única preocupación era si los Reyes tendrían problemas para llegar a Yecla con tanta nieve; si los camellos, acostumbrados al caluroso desierto, aguantarían aquel frío intenso, y si la acumulación de nieve en los altos entre Jumilla y Yecla, que escuche decir que estaba intransitable, podrían ser franqueados por el mágico cortejo. Las respuestas de los adultos a nuestras inquietudes eran de cajón: los reyes son magos, pueden conseguir cualquier cosa.
La tía Rosalía, haciéndose eco de nuestras inquietudes, decidió que quedaba mucho día por delante y que había que encontrar la forma de entretenernos hasta la hora de ir a la cama. Ni siquiera tuvimos que quitarnos el pijama, encima de él, nos pusimos el jersey más grueso de nuestro armario, guantes, gorro, bufanda, dos pares de calcetas bajo las botas katiuskas, que aquellos años utilizábamos con más frecuencia que ahora, y por supuesto, el abrigo que entonces siempre era de paño. No recuerdo que existiera nada parecido a los anorak de plumas de ahora.
Cuando salimos al patio, nada más pisar aquella nieve virgen, blanca y pura, tuve una sensación extraña: me hundía en ella con tanta facilidad que se me antojó merengue. Su grosor llegaba casi al borde de las botas y, al intentar caminar sobre ella, se me colaba dentro, dejando constancia de un helor nada agradable. Nuestro primer impulso fue dejarnos caer sobre ella como si fuera una piscina, y al hacerlo casi desparecíamos bajo ella.
Después de entrar en calor haciendo una guerra de bolas de nieve, la tía nos ayudó a hacer el típico muñeco a la estatura de la prima Eva, que era entonces un palmo más alta que yo. Lo vestimos con sombreo y bufanda le pusimos un palo por nariz y otro para la boca, dos botones por ojos y dos ramas por brazos.
Mientras escribo, enero sigue avanzando inquietante, extraño. Igual se comporta como es debido, con su característico frío que, de pronto la temperatura se eleva como si fuera abril. Los noticiarios se hacen eco de este fenómeno con cierto alarmismo. Los científicos y meteorólogos no cejan en advertirnos de que el clima está cambiando más deprisa de lo que se había previsto, de que las consecuencias de este calentamiento global pueden ser catastróficas y de que si no introducimos cambios drásticos y urgentes en nuestra forma de vida, estamos abocados al desastre.
Escuchar esto es aterrador. Comprendo que la gente más joven esté padeciendo eso que se ha dado en llamar “estrés climático”, que no es otra cosa que un miedo atroz a lo que está por llegar. Yo misma creo padecer este estado de ansiedad del que intento evadirme impotente, con la diferencia de que las personas de poca edad tienen por delante toda una vida y la experimentan sabiendo que lo que les espera no es nada alentador. Nosotros, por el contrario, ya hemos recorrido la mayor parte del trayecto y nuestro temor es mayor por nuestra descendencia que por nosotros mismos.
Si todo sigue como hasta ahora, sin hacer absolutamente nada, o tan poco y tan a largo plazo que es como no hacer nada, seguramente yo nunca podré salir con mi nieta al patio a revolcarnos en la nieve, ni disfrutar esa lenta y silenciosa caída que te llena de paz, mientras esperamos emocionadas la llegada de los Reyes de Oriente y solo nos quedarán los cuentos para recrearla.
Hay que esperar, aún puede llegar un frio terrible con su borrasca de levante, hace años, no muchos, nevó un dieciséis de abril.
El que no nieva es constatar la realidad. No solo en Yecla, en los pirineos algunas veces salvan las pistas de esquí con la fabricación de nieve artificial. Si los almendros en enero van a estar en flor.
Las múltiples crisis de la naturaleza dibujan un escenario preocupante a nivel global.
Hay «soluciones» controvertidas como el «capitalismo verde» o economía verde, sin tener claro que estas propuestas sean la solución.
Algo si tengo claro.
A) El daño que hacen los que todavía no reconocen el «cambio climático». Si algo no se reconoce que se debe cambiar, difícilmente se podrá hacer.
B) Las reaccionarias políticas antiecológicas.