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🍁 jueves 21 noviembre 2024
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Nuestra llegada a Yecla

Teodoro y yo llegamos a Yecla un día de sol resplandeciente; la primavera coloreaba los campos y los almendros lucían todavía su blancura. El aire olía a romero, a estiércol y a humo. Fue lo primero que percibí. Unos segundos más tarde, olí a tierra seca, a herida reciente, a hembra cercana y a cal apagada. Sabéis que los perros estamos dotados de un olfato superior al de los humanos y olemos la tristeza e intuimos los terremotos y las tormentas.

Un perro y un hombre en Yecla, dos nuevos habitantes; nada de singular a los ojos de la mundana ciudadanía. Pero ni yo soy un perro corriente ni el hombre que me acompaña es un hombre cualquiera.

Salvador nos esperaba con las puertas de la casa abiertas de par en par y fue sorprendente ver como él y Teodoro se entendieron antes de decir ni una sola palabra. Creo que mi dueño tiene una potente intuición, y a pesar de ser un desconfiado pertinaz, cuando simpatiza con alguien, es que ese alguien merece la pena.

Salvador fue enseñándonos los alrededores de la casa: la huerta la tenía ya en marcha, o lo que él llama huerta (cuatro tomateras, unas lechugas rechonchas y cuatro plantas de alpicoces, hortaliza nueva para mí). Nos hablaba dirigiéndose a los dos, y eso hizo que me sintiera importante, levantaba orgulloso mi rabo como un estandarte para demostrarle mi simpatía. Relataba las cualidades curativas del romero, la abundancia de caracoles en los cerros cercanos y los nidos de los vencejos en los tejados de nuestra casa. Nos dijo cuál era el sitio perfecto para disfrutar de sombra cuando llegara el verano y nos dibujó en el aire el laberinto de los caminos y los atajos para llegar a la sierra de la Magdalena, que es uno de sus lugares preferidos. Al día siguiente nos llevó allí de excursión.

—Estas vistas le elevan a uno el espíritu —dijo emocionado sobre un promontorio desde donde se veía un amplio paisaje de oliveras y viñedos. Para mí, todo un desengaño, pues acostumbrado a las grandes cepas francesas, estas me parecieron raquíticas y enanas. Pero es verdad que el paisaje es sobrio, a la par que hermoso.

Nos enseñó los sitios más solitarios de la zona y mi compañero y yo lo agradecimos. A veces, Teodoro me miraba interrogante y entonces me daba cuenta de que casi no entendía a Salvador —los perros tenemos la facilidad de entender cualquier idioma— y los dos escuchábamos muy atentos el sonido de su voz, que es quebradiza y susurrante; da gusto escucharle, nunca habríamos soportado a alguien con voz gritona.

Ahora llevamos viviendo en este pueblo más de dos años, nos hemos acostumbrado a no escuchar las eses finales y a esos diminutivos cadenciosos. Teodoro habla ya con un acento que parece que ha vivido toda la vida al abrigo del Arabí, pero las erres le salen arrastradas…

Cuando regresamos a la casa nos dijo:

—Ahora usted y yo nos vamos a tomar un vinico bueno de esta tierra, con un tomatico con sal recién cogido de nuestra huerta; y a mi amigo Saturno le tengo preparado también un aperitivo de bienvenida. Ese primer día, a Salvador le olían los pies a tierra húmeda. Definitivamente, quedamos deslumbrados con este hombre que con el tiempo ha demostrado ser nuestro ángel de la guarda.

Cuando Salvador se fue en su ruidosa motocicleta nos miramos Teo y yo, los dos estábamos contentos.

Teodoro adivina cómo son las personas por la manera en que se mueven y por el tono de voz; Salvador se mueve con tal delicadeza que es imposible que choque con algo o que pise alguna cosa que no debe, no arrastra los pies y tiene un caminar silencioso.

Nuestra casa es agradable. La música está siendo un descubrimiento para mí; permanezco atento moviendo mis orejas, orientándolas hacia los altavoces, sobre todo cuando suena un piano, creo que es el sonido que más me gusta. Teo siempre dice en voz alta la pieza que va a poner, para que yo sepa qué escucho. Sigue utilizando discos de vinilo; en ellos, asegura, el sonido parece más real y ese chisporroteo del principio nos ayuda a centrar la atención.

Los dos solos estamos bien.

Cuando lee, lo hace para los dos, y es asombroso cómo vocaliza en español, a pesar del acento yeclano. Lee en cualquiera de los dos idiomas, somos bilingües. De vez en cuando me recita poemas despacio, paladeando las palabras; saborea lentamente cada uno de los versos, se inclina para mirarme por encima de sus gafas de lectura, como queriendo comprobar que atiendo y veo sus ojos claros humedecidos por la emoción.

¡El campo andaluz, peinado
por el sol canicular,
de loma en loma rayado
de olivar y de olivar!

A mí, me gustan estos versos de Machado, porque hablan de olivar, de lomas y de canícula, que son tres cosas muy de aquí, pero tengo debilidad por la poesía irreverente o gamberra; mi preferido en español es Quevedo; en francés, cualquier surrealista.

Creo que para entender bien un idioma lo mejor es leer a sus poetas —afirma Teodoro, y cada día me lee un poco de una vieja antología de poesía castellana.

Pero lo que más me gusta es cuando leemos sobre la guerra de Troya e imagino que Héctor y Aquiles son dos perros fieros de pelaje negro, fuertes y bravos.

Viniendo de donde vengo, algo que algún día os contaré, puedo decir que soy «de rancio abolengo» —frase antigua y en desuso, pero que me gusta para definirme—. Pues eso, viniendo de donde vengo, menos mal que he caído en la casa de un hombre culto, si no, hace tiempo que me habría fugado.

 Me habla como si fuésemos de la misma especie y se lo agradezco, no soportaría a un pretencioso que se sintiera superior.

Desde que vivimos aquí, ha releído varias veces un fragmento de la Odisea; ese que narra cuando Ulises llegó a Ítaca vestido con harapos después de veinte años y solo lo reconoce su perro Argos, que está a punto de morir, pero que ha esperado la vuelta de su amo. Ulises derrama una sola lágrima de emoción cuando cruzan sus miradas como muestra de agradecimiento. El perro del héroe heleno es el más fiel de la historia perruna, o al menos de la que se ha contado. Argos muere plácidamente porque sabe que Odiseo ha llegado y hará justicia con los intrusos. Después de leer esto hacemos un largo silencio, yo apoyo mi cabeza en el suelo, pensativo; Teo cierra los ojos y calla.

Me relata también aventuras del Quijote y su galgo corredor y aunque Cervantes no lo nombra mucho, yo lo imagino siempre cerca de las patas de Rocinante y oteando los caminos por si algún peligro amenazara.

Pareceré tonto, pero me gusta imaginar a los grandes héroes con perros. Creo que debería demostrarle a Teodoro mi aprecio con más precisión, pero estoy seguro de que en la verdadera amistad no hace falta decir nada, por eso basta con apoyar mi cabeza en sus rodillas.

Ganduleamos, yo tumbado sobre una alfombra y él en su mecedora; hoy esperamos a Ana que viene con su gata para pasar juntos el fin de semana.


Blog de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Teodoro y yo llegamos a Yecla un día de sol resplandeciente; la primavera coloreaba los campos y los almendros lucían todavía su blancura. El aire olía a romero, a estiércol y a humo. Fue lo primero que percibí. Unos segundos más tarde, olí a tierra seca, a herida reciente, a hembra cercana y a cal apagada. Sabéis que los perros estamos dotados de un olfato superior al de los humanos y olemos la tristeza e intuimos los terremotos y las tormentas.

Un perro y un hombre en Yecla, dos nuevos habitantes; nada de singular a los ojos de la mundana ciudadanía. Pero ni yo soy un perro corriente ni el hombre que me acompaña es un hombre cualquiera.

Salvador nos esperaba con las puertas de la casa abiertas de par en par y fue sorprendente ver como él y Teodoro se entendieron antes de decir ni una sola palabra. Creo que mi dueño tiene una potente intuición, y a pesar de ser un desconfiado pertinaz, cuando simpatiza con alguien, es que ese alguien merece la pena.

Salvador fue enseñándonos los alrededores de la casa: la huerta la tenía ya en marcha, o lo que él llama huerta (cuatro tomateras, unas lechugas rechonchas y cuatro plantas de alpicoces, hortaliza nueva para mí). Nos hablaba dirigiéndose a los dos, y eso hizo que me sintiera importante, levantaba orgulloso mi rabo como un estandarte para demostrarle mi simpatía. Relataba las cualidades curativas del romero, la abundancia de caracoles en los cerros cercanos y los nidos de los vencejos en los tejados de nuestra casa. Nos dijo cuál era el sitio perfecto para disfrutar de sombra cuando llegara el verano y nos dibujó en el aire el laberinto de los caminos y los atajos para llegar a la sierra de la Magdalena, que es uno de sus lugares preferidos. Al día siguiente nos llevó allí de excursión.

—Estas vistas le elevan a uno el espíritu —dijo emocionado sobre un promontorio desde donde se veía un amplio paisaje de oliveras y viñedos. Para mí, todo un desengaño, pues acostumbrado a las grandes cepas francesas, estas me parecieron raquíticas y enanas. Pero es verdad que el paisaje es sobrio, a la par que hermoso.

Nos enseñó los sitios más solitarios de la zona y mi compañero y yo lo agradecimos. A veces, Teodoro me miraba interrogante y entonces me daba cuenta de que casi no entendía a Salvador —los perros tenemos la facilidad de entender cualquier idioma— y los dos escuchábamos muy atentos el sonido de su voz, que es quebradiza y susurrante; da gusto escucharle, nunca habríamos soportado a alguien con voz gritona.

Ahora llevamos viviendo en este pueblo más de dos años, nos hemos acostumbrado a no escuchar las eses finales y a esos diminutivos cadenciosos. Teodoro habla ya con un acento que parece que ha vivido toda la vida al abrigo del Arabí, pero las erres le salen arrastradas…

Cuando regresamos a la casa nos dijo:

—Ahora usted y yo nos vamos a tomar un vinico bueno de esta tierra, con un tomatico con sal recién cogido de nuestra huerta; y a mi amigo Saturno le tengo preparado también un aperitivo de bienvenida. Ese primer día, a Salvador le olían los pies a tierra húmeda. Definitivamente, quedamos deslumbrados con este hombre que con el tiempo ha demostrado ser nuestro ángel de la guarda.

Cuando Salvador se fue en su ruidosa motocicleta nos miramos Teo y yo, los dos estábamos contentos.

Teodoro adivina cómo son las personas por la manera en que se mueven y por el tono de voz; Salvador se mueve con tal delicadeza que es imposible que choque con algo o que pise alguna cosa que no debe, no arrastra los pies y tiene un caminar silencioso.

Nuestra casa es agradable. La música está siendo un descubrimiento para mí; permanezco atento moviendo mis orejas, orientándolas hacia los altavoces, sobre todo cuando suena un piano, creo que es el sonido que más me gusta. Teo siempre dice en voz alta la pieza que va a poner, para que yo sepa qué escucho. Sigue utilizando discos de vinilo; en ellos, asegura, el sonido parece más real y ese chisporroteo del principio nos ayuda a centrar la atención.

Los dos solos estamos bien.

Cuando lee, lo hace para los dos, y es asombroso cómo vocaliza en español, a pesar del acento yeclano. Lee en cualquiera de los dos idiomas, somos bilingües. De vez en cuando me recita poemas despacio, paladeando las palabras; saborea lentamente cada uno de los versos, se inclina para mirarme por encima de sus gafas de lectura, como queriendo comprobar que atiendo y veo sus ojos claros humedecidos por la emoción.

¡El campo andaluz, peinado
por el sol canicular,
de loma en loma rayado
de olivar y de olivar!

A mí, me gustan estos versos de Machado, porque hablan de olivar, de lomas y de canícula, que son tres cosas muy de aquí, pero tengo debilidad por la poesía irreverente o gamberra; mi preferido en español es Quevedo; en francés, cualquier surrealista.

Creo que para entender bien un idioma lo mejor es leer a sus poetas —afirma Teodoro, y cada día me lee un poco de una vieja antología de poesía castellana.

Pero lo que más me gusta es cuando leemos sobre la guerra de Troya e imagino que Héctor y Aquiles son dos perros fieros de pelaje negro, fuertes y bravos.

Viniendo de donde vengo, algo que algún día os contaré, puedo decir que soy «de rancio abolengo» —frase antigua y en desuso, pero que me gusta para definirme—. Pues eso, viniendo de donde vengo, menos mal que he caído en la casa de un hombre culto, si no, hace tiempo que me habría fugado.

 Me habla como si fuésemos de la misma especie y se lo agradezco, no soportaría a un pretencioso que se sintiera superior.

Desde que vivimos aquí, ha releído varias veces un fragmento de la Odisea; ese que narra cuando Ulises llegó a Ítaca vestido con harapos después de veinte años y solo lo reconoce su perro Argos, que está a punto de morir, pero que ha esperado la vuelta de su amo. Ulises derrama una sola lágrima de emoción cuando cruzan sus miradas como muestra de agradecimiento. El perro del héroe heleno es el más fiel de la historia perruna, o al menos de la que se ha contado. Argos muere plácidamente porque sabe que Odiseo ha llegado y hará justicia con los intrusos. Después de leer esto hacemos un largo silencio, yo apoyo mi cabeza en el suelo, pensativo; Teo cierra los ojos y calla.

Me relata también aventuras del Quijote y su galgo corredor y aunque Cervantes no lo nombra mucho, yo lo imagino siempre cerca de las patas de Rocinante y oteando los caminos por si algún peligro amenazara.

Pareceré tonto, pero me gusta imaginar a los grandes héroes con perros. Creo que debería demostrarle a Teodoro mi aprecio con más precisión, pero estoy seguro de que en la verdadera amistad no hace falta decir nada, por eso basta con apoyar mi cabeza en sus rodillas.

Ganduleamos, yo tumbado sobre una alfombra y él en su mecedora; hoy esperamos a Ana que viene con su gata para pasar juntos el fin de semana.


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