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🍁 domingo 15 diciembre 2024
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Olivos y almendros

De todos los árboles que conozco, son los almendros y los olivos mis preferidos; y las almendras y las aceitunas son para mí dos manjares sin los que no podría vivir.

Es verdad que existen otros frutos de árboles hermosos como los dátiles, los piñones, las castañas, las bellotas o los melocotones, pero la sobria belleza de los legendarios olivos mediterráneos o la elegancia de los almendros al florecer impacientes con la cercanía de la primavera, no tienen comparación posible.

Y hablando de olivos, hace unos días disfrutando del sol de enero y del fresquito de la mañana, salí con Saturno a pasear cerca de las Moratillas. Al pasar por el olivar que perteneció a mi abuelo Teodoro no pude evitar la tentación y me detuve a acariciar uno de los troncos retorcidos.

En ese momento llegó una familia dispuesta para la faena de la recogida de las aceitunas y, como me vieron en tan entusiasmado trance, me confundieron con uno de esos que llaman «abraza árboles» y que dicen sentirse atraídos por su erotismo; esos que practican la arboterapia. Ni de los unos, ni de los otros: uno es de campo, y esas prácticas son cosa de gente de ciudades grandes. Expliqué a los aceituneros, con algo de rubor, que en ese árbol recibí uno de mis primeros regalos de Reyes cuando mi padre o mi abuelo simulaban que por arte de magia llovían caramelos.

—Era una práctica habitual en aquella época, a mí también me lo hicieron —me contestó ella.

Mercedes Martínez, la dueña del olivar, compartió conmigo unos minutos de agradables recuerdos. Resultó que su abuelo y el mío eran primos y este le compró el olivar a mi abuelo cuando emigramos a Francia. Me dio su mano como señal de afecto; era una mano pequeña y ruda, la mano de una mujer que ha trabajado el campo. Me contó su historia y la de su marido, que aparentaba ser algo más callado y sonreía. Yo resumí la mía en dos frases. Resultó que también ellos fueron a la vendimia a Francia, pero a otro pueblo distinto a Pepieux, no recordaban el nombre, pero también cerca de Carcasona.

Dice que su abuelo Ramón siempre que veía esas hileras de cepas tan largas decía: «Mira que si al final de una de estas nos encontramos con mi primo Teodoro…» y ella le preguntaba sobre ese primo suyo y él le narraba aventuras de infancia.

Mi abuelo no me habló nunca de ningún primo, pero eso no se lo dije. Sin darse cuenta, Mercedes acababa de tocar en alguna tecla oculta de mis sentimientos y me emocioné porque gracias al olivo de nuestros abuelos me había encontrado con un familiar, lejano pero familiar. Su marido me ofreció unos higos secos y al sentir ese sabor olvidado de mi infancia creí volver por un instante a aquellas Navidades sobrias. La gente sencilla ofrece manjares sencillos, y eso los hace grandes.

Nos despedimos, le dije dónde vivíamos, le hablé de Ana y resulta que se conocen; sabían que se había casado con un forastero.

—Pues ya sabes quién es el forastero —le dije con ironía y a ella le hizo gracia.

Quedamos en vernos un día para hablar de nuestro parentesco; Saturno jugueteaba con un nieto de Mercedes y cuando nos distanciamos escuché a uno de los jóvenes decir:

—Abuela, ese es el franchute avinagrao.
—Calla calamidad, que es familia nuestra y de la familia nunca se habla mal
—Pero si no hablo mal de él, solo te digo que le llaman el franchute.

Volvimos a casa más deprisa de lo normal, a Saturno no le gusta el invierno y camina con paso acelerado.
Pensando en los olivos, reparé en que el verde de sus hojas es diferente a todos los verdes del mundo; es un verde reposado, un verde desteñido por los milenios que guarda en su memoria.

Mi padre decía que en Yecla la mitad de la gente es prima entre sí; de momento, he encontrado a una parienta y sospecho que no será la única. Ana tiene más de cincuenta, y cuando habla de los primos hermanos, primos segundos y terceros y de los nietos de primos, la cabeza me echa humo. Siempre encuentra parentesco con cada uno con el que nos cruzamos, y se burla de mí porque dice que todos los Carpenas de España somos primos. No le hago mucho caso y sigo con el tema de las oliveras y el aceite, que es una bendición de los dioses griegos.


Blog de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

De todos los árboles que conozco, son los almendros y los olivos mis preferidos; y las almendras y las aceitunas son para mí dos manjares sin los que no podría vivir.

Es verdad que existen otros frutos de árboles hermosos como los dátiles, los piñones, las castañas, las bellotas o los melocotones, pero la sobria belleza de los legendarios olivos mediterráneos o la elegancia de los almendros al florecer impacientes con la cercanía de la primavera, no tienen comparación posible.

Y hablando de olivos, hace unos días disfrutando del sol de enero y del fresquito de la mañana, salí con Saturno a pasear cerca de las Moratillas. Al pasar por el olivar que perteneció a mi abuelo Teodoro no pude evitar la tentación y me detuve a acariciar uno de los troncos retorcidos.

En ese momento llegó una familia dispuesta para la faena de la recogida de las aceitunas y, como me vieron en tan entusiasmado trance, me confundieron con uno de esos que llaman «abraza árboles» y que dicen sentirse atraídos por su erotismo; esos que practican la arboterapia. Ni de los unos, ni de los otros: uno es de campo, y esas prácticas son cosa de gente de ciudades grandes. Expliqué a los aceituneros, con algo de rubor, que en ese árbol recibí uno de mis primeros regalos de Reyes cuando mi padre o mi abuelo simulaban que por arte de magia llovían caramelos.

—Era una práctica habitual en aquella época, a mí también me lo hicieron —me contestó ella.

Mercedes Martínez, la dueña del olivar, compartió conmigo unos minutos de agradables recuerdos. Resultó que su abuelo y el mío eran primos y este le compró el olivar a mi abuelo cuando emigramos a Francia. Me dio su mano como señal de afecto; era una mano pequeña y ruda, la mano de una mujer que ha trabajado el campo. Me contó su historia y la de su marido, que aparentaba ser algo más callado y sonreía. Yo resumí la mía en dos frases. Resultó que también ellos fueron a la vendimia a Francia, pero a otro pueblo distinto a Pepieux, no recordaban el nombre, pero también cerca de Carcasona.

Dice que su abuelo Ramón siempre que veía esas hileras de cepas tan largas decía: «Mira que si al final de una de estas nos encontramos con mi primo Teodoro…» y ella le preguntaba sobre ese primo suyo y él le narraba aventuras de infancia.

Mi abuelo no me habló nunca de ningún primo, pero eso no se lo dije. Sin darse cuenta, Mercedes acababa de tocar en alguna tecla oculta de mis sentimientos y me emocioné porque gracias al olivo de nuestros abuelos me había encontrado con un familiar, lejano pero familiar. Su marido me ofreció unos higos secos y al sentir ese sabor olvidado de mi infancia creí volver por un instante a aquellas Navidades sobrias. La gente sencilla ofrece manjares sencillos, y eso los hace grandes.

Nos despedimos, le dije dónde vivíamos, le hablé de Ana y resulta que se conocen; sabían que se había casado con un forastero.

—Pues ya sabes quién es el forastero —le dije con ironía y a ella le hizo gracia.

Quedamos en vernos un día para hablar de nuestro parentesco; Saturno jugueteaba con un nieto de Mercedes y cuando nos distanciamos escuché a uno de los jóvenes decir:

—Abuela, ese es el franchute avinagrao.
—Calla calamidad, que es familia nuestra y de la familia nunca se habla mal
—Pero si no hablo mal de él, solo te digo que le llaman el franchute.

Volvimos a casa más deprisa de lo normal, a Saturno no le gusta el invierno y camina con paso acelerado.
Pensando en los olivos, reparé en que el verde de sus hojas es diferente a todos los verdes del mundo; es un verde reposado, un verde desteñido por los milenios que guarda en su memoria.

Mi padre decía que en Yecla la mitad de la gente es prima entre sí; de momento, he encontrado a una parienta y sospecho que no será la única. Ana tiene más de cincuenta, y cuando habla de los primos hermanos, primos segundos y terceros y de los nietos de primos, la cabeza me echa humo. Siempre encuentra parentesco con cada uno con el que nos cruzamos, y se burla de mí porque dice que todos los Carpenas de España somos primos. No le hago mucho caso y sigo con el tema de las oliveras y el aceite, que es una bendición de los dioses griegos.


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