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✝️ viernes 29 marzo 2024
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Un pastor lusitano (historia familiar)

No conocí a mis abuelos maternos. Mi abuela Josefa, una yeclana de carácter imponente, cuidaba de las gallinas, de los conejos y de los geranios como si fuesen hijos y negociaba con el patrón o manejaba la recova con desparpajo. Era la compañera y la administradora perfecta para un idealista: mi abuelo Paulo.

Decía de él mi madre que había pastoreado la península por los cuatro puntos cardinales con ganados ajenos. Había dormido al raso más días que a cubierto, asegurando que las estrellas eran el mejor bálsamo para el espíritu y sentenciaba que despertar con escarcha en las orejas era lo más sano del mundo.

Mirando el brillo de la Luna he recordado las historias que me contaban de ellos en casa. Paulo Rodrigues y Josefa Romero eran para mí como una leyenda. Personajes novelescos que forman parte de mi imaginario intimo. Contaba mi madre que en las noches oscuras, cuando la luna se oculta y los lobos aúllan, mi abuelo se sentaba con su garrota en las puertas del establo y golpeaba durante toda la noche contra una piedra grande marcando un ritmo repetitivo que, según él, ahuyentaba a la fieras y calmaba a las cabras.

Vivían en la Colorá, una casa de labranza entre el término de Yecla y Montealegre del Castillo. Mi abuela Josefa, contaba mi madre, poseía la fortaleza de una piedra de molino y una voz tan delicada que cuando ella cantaba los pájaros guardaban silencio, pero era pequeña y de aspecto frágil; en casa siempre se dijo que mi hermana Sophie había heredado todas esas cualidades. Los relatos de mi madre eran muy emocionantes:

—Mi padre tenía oído de tísico: era capaz de escuchar el vuelo de un vencejo a tres kilómetros, o eso decía él; a las víboras y a los lobos los olía aunque no corriera ni una brizna de aire. Nunca hubo lobo capaz de atacar a su ganado ni a las gallinas de los corrales donde trabajó. «La garrota impone su lenguaje: ellos aúllan, pero yo sentencio», decía. Y nosotras dormíamos mecidas por los golpes continuos como si fuese una nana».—Y añadía mi madre que con ese mismo ritmo nos acunó a mis hermanas y a mí, golpeando con los nudillos en un barrote de la cuna.

Mi abuelo Teodoro también contribuyó a crear en mi imaginación la figura de un héroe portugués del que, por cierto, no existe ninguna foto, así que podía imaginarlo a mi antojo. Me hablaba de Paulo como si hubiese sido un semidiós; decía que su valentía en la guerra y su bondad con los amigos solo era comparable a su amor hacia el pastoreo.

En los momentos de desánimo, cuando el mundo parece desmoronarse, es bueno tener a mano algún héroe al que recurrir para tomar impulso, y eso es lo que hacía yo fantaseando sobre mi abuelo Paulo como el último pastor lusitano heredero de Viriato, guerrero y defensor de la justicia. También es verdad que mi abuelo Teodoro se ponía elegíaco cuando hablaba de su amigo y consuegro; hicieron la guerra juntos y los dos compartían la misma rabia y el mismo asco por aquellos años de contienda.

Cuatro años después del nacimiento de mi madre, mi abuela Josefa murió de unas fiebres raras. Mi abuelo afrontó la situación con la ayuda de una prima suya a la que llamaban la tía Águeda; vivía en Yecla con su marido, pero no tenían hijos, así que educaron a la niña con el mismo cariño que si fuese de sus propias carnes. Mi madre guardaba un recuerdo entrañable de la tía y nos contaba sus años de infancia como si fuese un cuento de hadas. Durante la guerra, mis abuelos se alistaron y partieron al frente.

—A ellos la guerra les traía sin cuidado —decía mi padre, que tenía una visión muy negativa de esta y la sufrió de niño. Tuvo que hacerse cargo de la labranza con nueve años.

Afortunadamente, volvieron vivos los dos: uno siguió de pastor y el otro de mulero; hacían la broma de que eran como Caín y Abel, pero bien avenidos porque ellos no tenían dioses a los que rendir cuentas y de patrias estaban hartos.

Meses después de mi nacimiento, Paulo decidió dejar el mundo y lo hizo una noche de primavera al sereno; no se despidió de nadie y todos se sintieron culpables. Mi abuelo Teodoro aseguraba que es posible que se sintiera inútil en un mundo cada vez más incomprensible, aseguraba que ese día lo recordaba como el peor de su vida, le veía contento, dos días antes habían estado hablando de mi nacimiento, estaban felices… es verdad que la puta guerra y la muerte de Josefa lo dejaron desorientado.

La soledad es traicionera, ataca por sorpresa y la tristeza invade el espíritu desde las entrañas y, aunque dibuje sonrisas en el rostro del invadido, va reconcomiendo por dentro, igual que la carcoma.

A mis padres les atormentó una sensación de culpabilidad de la que nunca se recuperaron y mi abuelo Teodoro, en sus últimos días, ya delirando, se dirigía a mi como si fuese Paulo y me hablaba de la guerra, de las trincheras, del frío y, sobre todo, del miedo. Y agarrándome la mano me pedía que no lo dejara solo, que todo estaba muy oscuro.

—¿Dónde están nuestras mujeres y nuestros niños y por qué está tan oscuro? Veo el campo negro.

—Duerme un poco, están todos a salvo y la negrura es por la niebla que oculta la Luna, pero está a punto de escampar…


Blog de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

No conocí a mis abuelos maternos. Mi abuela Josefa, una yeclana de carácter imponente, cuidaba de las gallinas, de los conejos y de los geranios como si fuesen hijos y negociaba con el patrón o manejaba la recova con desparpajo. Era la compañera y la administradora perfecta para un idealista: mi abuelo Paulo.

Decía de él mi madre que había pastoreado la península por los cuatro puntos cardinales con ganados ajenos. Había dormido al raso más días que a cubierto, asegurando que las estrellas eran el mejor bálsamo para el espíritu y sentenciaba que despertar con escarcha en las orejas era lo más sano del mundo.

Mirando el brillo de la Luna he recordado las historias que me contaban de ellos en casa. Paulo Rodrigues y Josefa Romero eran para mí como una leyenda. Personajes novelescos que forman parte de mi imaginario intimo. Contaba mi madre que en las noches oscuras, cuando la luna se oculta y los lobos aúllan, mi abuelo se sentaba con su garrota en las puertas del establo y golpeaba durante toda la noche contra una piedra grande marcando un ritmo repetitivo que, según él, ahuyentaba a la fieras y calmaba a las cabras.

Vivían en la Colorá, una casa de labranza entre el término de Yecla y Montealegre del Castillo. Mi abuela Josefa, contaba mi madre, poseía la fortaleza de una piedra de molino y una voz tan delicada que cuando ella cantaba los pájaros guardaban silencio, pero era pequeña y de aspecto frágil; en casa siempre se dijo que mi hermana Sophie había heredado todas esas cualidades. Los relatos de mi madre eran muy emocionantes:

—Mi padre tenía oído de tísico: era capaz de escuchar el vuelo de un vencejo a tres kilómetros, o eso decía él; a las víboras y a los lobos los olía aunque no corriera ni una brizna de aire. Nunca hubo lobo capaz de atacar a su ganado ni a las gallinas de los corrales donde trabajó. «La garrota impone su lenguaje: ellos aúllan, pero yo sentencio», decía. Y nosotras dormíamos mecidas por los golpes continuos como si fuese una nana».—Y añadía mi madre que con ese mismo ritmo nos acunó a mis hermanas y a mí, golpeando con los nudillos en un barrote de la cuna.

Mi abuelo Teodoro también contribuyó a crear en mi imaginación la figura de un héroe portugués del que, por cierto, no existe ninguna foto, así que podía imaginarlo a mi antojo. Me hablaba de Paulo como si hubiese sido un semidiós; decía que su valentía en la guerra y su bondad con los amigos solo era comparable a su amor hacia el pastoreo.

En los momentos de desánimo, cuando el mundo parece desmoronarse, es bueno tener a mano algún héroe al que recurrir para tomar impulso, y eso es lo que hacía yo fantaseando sobre mi abuelo Paulo como el último pastor lusitano heredero de Viriato, guerrero y defensor de la justicia. También es verdad que mi abuelo Teodoro se ponía elegíaco cuando hablaba de su amigo y consuegro; hicieron la guerra juntos y los dos compartían la misma rabia y el mismo asco por aquellos años de contienda.

Cuatro años después del nacimiento de mi madre, mi abuela Josefa murió de unas fiebres raras. Mi abuelo afrontó la situación con la ayuda de una prima suya a la que llamaban la tía Águeda; vivía en Yecla con su marido, pero no tenían hijos, así que educaron a la niña con el mismo cariño que si fuese de sus propias carnes. Mi madre guardaba un recuerdo entrañable de la tía y nos contaba sus años de infancia como si fuese un cuento de hadas. Durante la guerra, mis abuelos se alistaron y partieron al frente.

—A ellos la guerra les traía sin cuidado —decía mi padre, que tenía una visión muy negativa de esta y la sufrió de niño. Tuvo que hacerse cargo de la labranza con nueve años.

Afortunadamente, volvieron vivos los dos: uno siguió de pastor y el otro de mulero; hacían la broma de que eran como Caín y Abel, pero bien avenidos porque ellos no tenían dioses a los que rendir cuentas y de patrias estaban hartos.

Meses después de mi nacimiento, Paulo decidió dejar el mundo y lo hizo una noche de primavera al sereno; no se despidió de nadie y todos se sintieron culpables. Mi abuelo Teodoro aseguraba que es posible que se sintiera inútil en un mundo cada vez más incomprensible, aseguraba que ese día lo recordaba como el peor de su vida, le veía contento, dos días antes habían estado hablando de mi nacimiento, estaban felices… es verdad que la puta guerra y la muerte de Josefa lo dejaron desorientado.

La soledad es traicionera, ataca por sorpresa y la tristeza invade el espíritu desde las entrañas y, aunque dibuje sonrisas en el rostro del invadido, va reconcomiendo por dentro, igual que la carcoma.

A mis padres les atormentó una sensación de culpabilidad de la que nunca se recuperaron y mi abuelo Teodoro, en sus últimos días, ya delirando, se dirigía a mi como si fuese Paulo y me hablaba de la guerra, de las trincheras, del frío y, sobre todo, del miedo. Y agarrándome la mano me pedía que no lo dejara solo, que todo estaba muy oscuro.

—¿Dónde están nuestras mujeres y nuestros niños y por qué está tan oscuro? Veo el campo negro.

—Duerme un poco, están todos a salvo y la negrura es por la niebla que oculta la Luna, pero está a punto de escampar…


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