He conocido en mi vida a dos personas contadoras de historias de aves. Uno es Salvador; me pasaría horas escuchándole hablar sobre pájaros.
Y me cuenta:
—De niños, desarrollábamos una crueldad desmedida con algunos animales: podíamos apedrear gatos, atar botes a los rabos de los perros, cortar la cola de las lagartijas, hacer fumar a las ranas, cortar las patas traseras de los saltamontes o matar culebras. Pero con las golondrinas éramos respetuosos, cuando descubríamos alguna en el suelo, como sabíamos que no podían levantar el vuelo por sí sola, con mucho mimo la lanzábamos al aire para que volara; después descubrí que la mayoría de las veces eran vencejos.
¡Un ave sin pies que no puede iniciar el vuelo sin ayuda! Eso nos hacía sentirnos útiles.
Salvador me habla de los vencejos con devoción y describe su vuelo extendiendo los brazos como si él mismo fuese a volar.
—¡Si no existieran los vencejos nos comerían los mosquitos! Gracias a golondrinas, aviones y vencejos las plagas de insectos no nos devoran.
—Los vencejos vuelan durante diez meses sin descanso, se aparean y duermen volando; solo hacen una pausa para anidar en los huecos de las tejas.
Salvador me habla de los dos mil metros a los que se elevan para descansar, del ritmo de sus latidos y de cómo desconectan una parte del cerebro para reposar, disminuyendo el ritmo de su aleteo. Me cuenta sus teorías sobre la duración de la vida, el ritmo cardíaco y la respiración:
—Cuanto mas rápido late el corazón y más veces se respira, menos años se vive. Yo cuando estoy trabajando en el huerto intento respirar muy despacio para alargar así el momento y la vida. —Lo dice con solemnidad.
La otra persona que me hablaba de pájaros era mi abuelo Teodoro. Tenía conocimientos de ornitomancia y hacía predicciones gracias a las aves. Decía que las palomas anunciaban la muerte de los seres queridos con tres días de antelación o que los patos eran muy observadores, más atentos incluso que los humanos.
—Los pájaros anuncian las tormentas, el final de las estaciones o los nacimientos prematuros. Mi abuelo parecía un descendiente de Tirersias el griego, en el físico y en la facilidad para predecir acontecimientos.
A media mañana, cuando estábamos en el campo pasaba un cuervo («gruar, gruar») y él decía:
—Mira Teo, lo está diciendo el cuervo: “almorzar, almorzar» —y a mí eso me parecía milagroso. Mi abuelo decía entonces que ese pájaro era el encargado de anunciar el almuerzo y la merienda, porque con una rigurosidad de relojero suizo, por la tarde volvía a pasar y lanzaba su típico graznido.
—Merendar, merendar —repetía mi abuelo. Nos sentábamos en una piedra y comíamos pan blanco y tocino cortado con una navajilla. Me contaba entonces la historia de un cuervo que acompañaba a un labrador a todas partes; cuando el labrador murió, el cuervo pasaba todos los días diciendo: “Pascual, Pascual”, pero no como el nuestro, que solo pasaba a la hora de la merienda y del almuerzo, este pasaba continuamente y a causa de tanto llamar a su amigo Pascual quedó afónico y enmudeció. Cada vez que veíamos un cuervo que no graznaba, mi abuelo decía:
—Mira ese es el cuervo de Pascual, que vuela triste mudo y solitario.
Mi abuelo tenía la costumbre de buscar el parentesco entre personas y pájaros, decía que cada humano pertenece a la familia de un ave.
—Tú eres como una urraca —me lo decía riendo. Yo coleccionaba todo lo que entraba en una caja de zapatos: viejos cristales desgastados, piedras con formas raras, conchas, caparazones de caracoles, plumas, trozos de cerámica… A mi padre le decía que era como un búho, porque hablaba poco, padecía de insomnio y miraba fijamente.
—Tu madre es como una perdiz —aseguraba—. Rápida y siempre a ras de suelo; se camufla y es astuta. Y yo soy como las águilas porque tengo una vista estupenda, puedo verle los huevos a un mosquito a tres kilómetros de distancia —nos reíamos mucho con su forma de contar.
A mis hermanas las llamaba colibríes, gorrioncitos y cosas por el estilo.
Salvador dice que los grandes especialistas en predicciones con aves eran los griegos, que los romanos hicieron todos los palomares de la zona y que los árabes desarrollaron el arte de la colombicultura y que en Yecla se desarrollaron las técnicas más sofisticadas para cazar pájaros en la época del hambre.
—Hablando de romanos —me dice sin venir a cuento—, ¿no te parece que tenemos los dos perfil de romano?
—Somos como Marco Aurelio y Adriano —nos reímos mirándonos de perfil, pues tenemos dos buenas napias. Y de pronto grita:
—¡Viva la República! —Le miro con asombro y me aclara:
—La romana, amigo, la romana. No se asuste Teodoro.
Y para rematar me dice:
—Por cierto, se parece usted mucho a la escultura esa de Adriano, la del Museo Arqueológico; seguro que es usted descendiente.
—¿Es por la nariz rota, verdad?
—Y por la blancura de su cara.
—Menudo pájaro estás hecho —y nos acabamos tomando unos vinos, mientras él sigue hablando de aves parlantes y cantarinas.
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Un placer leer estos relatos, como de costumbre.