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🍁 miércoles 11 diciembre 2024
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La pasarela

Desde aquí, el cielo parece un manto de seda transparente y abajo la luz se filtra detrás de unas nubes pasajeras iluminando fachadas y torres. Se escucha el llanto de un niño a lo lejos.

Uno de los sitios preferidos de Saturno y mío es la pasarela, aunque no sé si se llama así. Es un sendero de madera que rodea parte del cerro de la Molineta y, rozando la parte más antigua del pueblo, se une al cerro del castillo después de un recorrido viendo de cerca corrales, terrazas y la parte de atrás de muchas casas. Es como ver la tramoya de un teatro o la trastienda de un anticuario.

El aire huele a leña quemada y las maderas crujen a nuestro paso; nos alejamos para no molestar a dos jovencicos que se besan y se toman ‘selfis’ ovillados en un rincón. En las noches de verano, este es un lugar concurrido por furtivos amadores o por aprendices del bebercio que se estrenan con litronas, porros y calimocho.

La pasarela es más solitaria y más tranquila que la mayoría de los caminos, que se transitan en exceso. Desde que los médicos aconsejan caminar a diario, la gente se ha echado a la calle de manera multitudinaria y es un incordio cruzarse con andarines que saludan continuamente. Eso sí, después para ir de una esquina a otra van en coche. Pero que nadie les quite su hora ‘recetada’ de paseo. 

Mi perro y yo, a primera hora, disfrutamos de la fresca mañana otoñal, y ya en la pasarela, de un lado a otro del pueblo, disfrutamos de la suave luz viendo al pueblo perezoso llenarse de ruido.

Siempre que paso por la Molineta recuerdo las crueles batallas a pedradas de pandillas de las calles cercanas; yo era asiduo al esfaraor: todos llamábamos así a un tobogán natural de piedra pulida donde nos dejábamos las culeras del pantalón. Las reinas del cerro fueron siempre las piteras, con ese verde pálido y su presencia puntiaguda.

En la escuela nos enseñaban matemáticas o a conjugar verbos, nos contaban la historia de España y memorizábamos los nombres de los ríos, pero aquí aprendíamos a sobrevivir, entendíamos lo que eran las alianzas, la complicidad y sobre todo a soportar la crueldad de algunos bestias que apedreaban gatos, mutilaban lagartos, reventaban ranas haciéndolas fumar, o la emprendían a palos contra perros enganchados copulando. Esto era como un campo de batalla contra cualquier bicho viviente; y dicen que los niños de ahora son crueles… Si tardan más en inventar la televisión y los videojuegos, a estas alturas no quedaría ni rastro de la fauna local.

Aquí también vine alguna vez con mi abuelo Teodoro a volar una milocha que fabricábamos con cañas, engrudo, papel de seda y un ovillo enorme de cuerda de bramante enrollado a un palo. El cielo se teñía de colores algunos domingos de primavera y a pesar de la suciedad y de los escombros, este cerro para los niños de nuestra época era como la isla del tesoro. Los chavales mayores hablaban de las incursiones en la ruinosa Iglesia Vieja y del hallazgo de espadas y de joyas encontradas en los enterramientos. Se contaban leyendas de reyes visigodos y de princesas muertas por amor, pero a mí todo eso me daba miedo. Esa iglesia con su regia torre imponía respeto. A los siete u ocho años, la muerte es un misterio indescifrable y goloso y entre los amigos especulábamos inventando fantasmas; nos gustaban las leyendas de apariciones.

pasarela castillo yecla

Hoy que el sol de noviembre reluce hermoso y unas nubes revoltosas pasan como queriendo saludar, me detengo en este alto y veo a Saturno pensativo;  me pregunto sobre las cavilaciones de mi perro, le acaricio el lomo y gruñe satisfecho.

El color de los campos yeclanos me produce serenidad y Saturno parece mirar con mucha atención, a lo lejos, los montes azulados por la lejanía. Por cierto, cuando era niño en este pueblo casi no había arboles, era más llano, más pardo, más seco y más natural; muchos árboles veo ahora para ser un pueblo de secano. Hasta césped hay en algunos sitios… Mirar desde aquí el pueblo es como estar ante un escaparate, tiene algo de artificial y nos relaja.

Hoy se escucha de fondo a la banda de música, recorren las calles recogiendo a nuevos componentes. Hacen una recogida oficial que resulta muy emotiva.
Es curioso, la gente suele mostrar sus emociones con claridad ante acontecimientos masivos como procesiones o eventos deportivos, pero uno a uno son serios; en la calle es donde muestran las emociones, el llanto o la euforia; la risa casi nunca.

En España, la gente no se ríe abiertamente, los andaluces y los manchegos creo que son los únicos de esta península que se ríen con ganas, no me apoyo en ninguna teoría ni en ningún estudio, solo es observación intuitiva, me refiero a reír de manera disfrutona, no con esa sonrisa permanente de los conformistas. Y que conste que yo solo me he reído en sueños.

Creo que se debe a la influencia religiosa: no ríen no vaya a ser que quebranten algún mandamiento místico o político. Las únicas sonrisas placenteras que he visto por estos lares han sido al abrigo de la música. «Si aparecen nubes por la Sierra de la Magdalena lluvia segura esta tarde», decía mi abuelo.

¡Vamos a casa compañero!


Relatos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Desde aquí, el cielo parece un manto de seda transparente y abajo la luz se filtra detrás de unas nubes pasajeras iluminando fachadas y torres. Se escucha el llanto de un niño a lo lejos.

Uno de los sitios preferidos de Saturno y mío es la pasarela, aunque no sé si se llama así. Es un sendero de madera que rodea parte del cerro de la Molineta y, rozando la parte más antigua del pueblo, se une al cerro del castillo después de un recorrido viendo de cerca corrales, terrazas y la parte de atrás de muchas casas. Es como ver la tramoya de un teatro o la trastienda de un anticuario.

El aire huele a leña quemada y las maderas crujen a nuestro paso; nos alejamos para no molestar a dos jovencicos que se besan y se toman ‘selfis’ ovillados en un rincón. En las noches de verano, este es un lugar concurrido por furtivos amadores o por aprendices del bebercio que se estrenan con litronas, porros y calimocho.

La pasarela es más solitaria y más tranquila que la mayoría de los caminos, que se transitan en exceso. Desde que los médicos aconsejan caminar a diario, la gente se ha echado a la calle de manera multitudinaria y es un incordio cruzarse con andarines que saludan continuamente. Eso sí, después para ir de una esquina a otra van en coche. Pero que nadie les quite su hora ‘recetada’ de paseo. 

Mi perro y yo, a primera hora, disfrutamos de la fresca mañana otoñal, y ya en la pasarela, de un lado a otro del pueblo, disfrutamos de la suave luz viendo al pueblo perezoso llenarse de ruido.

Siempre que paso por la Molineta recuerdo las crueles batallas a pedradas de pandillas de las calles cercanas; yo era asiduo al esfaraor: todos llamábamos así a un tobogán natural de piedra pulida donde nos dejábamos las culeras del pantalón. Las reinas del cerro fueron siempre las piteras, con ese verde pálido y su presencia puntiaguda.

En la escuela nos enseñaban matemáticas o a conjugar verbos, nos contaban la historia de España y memorizábamos los nombres de los ríos, pero aquí aprendíamos a sobrevivir, entendíamos lo que eran las alianzas, la complicidad y sobre todo a soportar la crueldad de algunos bestias que apedreaban gatos, mutilaban lagartos, reventaban ranas haciéndolas fumar, o la emprendían a palos contra perros enganchados copulando. Esto era como un campo de batalla contra cualquier bicho viviente; y dicen que los niños de ahora son crueles… Si tardan más en inventar la televisión y los videojuegos, a estas alturas no quedaría ni rastro de la fauna local.

Aquí también vine alguna vez con mi abuelo Teodoro a volar una milocha que fabricábamos con cañas, engrudo, papel de seda y un ovillo enorme de cuerda de bramante enrollado a un palo. El cielo se teñía de colores algunos domingos de primavera y a pesar de la suciedad y de los escombros, este cerro para los niños de nuestra época era como la isla del tesoro. Los chavales mayores hablaban de las incursiones en la ruinosa Iglesia Vieja y del hallazgo de espadas y de joyas encontradas en los enterramientos. Se contaban leyendas de reyes visigodos y de princesas muertas por amor, pero a mí todo eso me daba miedo. Esa iglesia con su regia torre imponía respeto. A los siete u ocho años, la muerte es un misterio indescifrable y goloso y entre los amigos especulábamos inventando fantasmas; nos gustaban las leyendas de apariciones.

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Hoy que el sol de noviembre reluce hermoso y unas nubes revoltosas pasan como queriendo saludar, me detengo en este alto y veo a Saturno pensativo;  me pregunto sobre las cavilaciones de mi perro, le acaricio el lomo y gruñe satisfecho.

El color de los campos yeclanos me produce serenidad y Saturno parece mirar con mucha atención, a lo lejos, los montes azulados por la lejanía. Por cierto, cuando era niño en este pueblo casi no había arboles, era más llano, más pardo, más seco y más natural; muchos árboles veo ahora para ser un pueblo de secano. Hasta césped hay en algunos sitios… Mirar desde aquí el pueblo es como estar ante un escaparate, tiene algo de artificial y nos relaja.

Hoy se escucha de fondo a la banda de música, recorren las calles recogiendo a nuevos componentes. Hacen una recogida oficial que resulta muy emotiva.
Es curioso, la gente suele mostrar sus emociones con claridad ante acontecimientos masivos como procesiones o eventos deportivos, pero uno a uno son serios; en la calle es donde muestran las emociones, el llanto o la euforia; la risa casi nunca.

En España, la gente no se ríe abiertamente, los andaluces y los manchegos creo que son los únicos de esta península que se ríen con ganas, no me apoyo en ninguna teoría ni en ningún estudio, solo es observación intuitiva, me refiero a reír de manera disfrutona, no con esa sonrisa permanente de los conformistas. Y que conste que yo solo me he reído en sueños.

Creo que se debe a la influencia religiosa: no ríen no vaya a ser que quebranten algún mandamiento místico o político. Las únicas sonrisas placenteras que he visto por estos lares han sido al abrigo de la música. «Si aparecen nubes por la Sierra de la Magdalena lluvia segura esta tarde», decía mi abuelo.

¡Vamos a casa compañero!


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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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2 COMENTARIOS

  1. Teo te puedes imaginar lo que era ir al esfaraor cuando vivía en la calle Jabonería. Mi madre solo asomarse a la ventana ya me veía si estaba allí.
    Aunque tampoco hacia falta que se asomara a la ventana. Cuando regresaba con mirarte la parte de atrás del pantalón era suficiente para saber a que me había dedicado. Algunas veces había «ración de alpargata» si la parte trasera del pantalón no pasaba bien la revista.
    Años donde los chiquillos llevábamos culeras, rodilleras en los pantalones… Pocos se libraban de esto. Años de cierta pobreza y escasez, donde las mujeres, básicamente eran ellas, las que se dedicaban, incluso a remendar los calcetines hoy día algo impensable.
    La pedreas entre bandas o grupos era algo común. Jabonería-San Cristóbal, contra los de la calle el Cerro y cuevas. Más de una vez no terminaban bien las pedreas.
    La zona de la molineta, el cerro, casa cuevas… era el área de actuación siendo chiquillo.
    Otra cosa que recuerdo de aquella época era esto; sobre el 15 de agosto (festividad de la Asunción) le llamábamos la virgen de los melones, los chiquillos salíamos de noche a la calle con una sandia partida por la mitad, debidamente decorada con unos cortes que se le hacían para que una vez encendida la vela que se le ponía dentro quedaba muy gracioso esa especie de «farolico».
    Unas cuerdas a modo de asadera y, a recorrer esas calles altas de esa zona del pueblo.
    ¿No sé si alguien recuerda esto?
    Por supuesto volar la milocha era algo usual más en un pueblo donde el aire no escasea. Alguna hice con cañas partida por la mitad, papel de estraza creo que era o algo así que apenas recuerdo.
    Y para merendar un trozo de pan con una «oncica» de chocolate de la marca La Virgen de Villajollosa. En las casas no había segundo plato como ahora, plato único y cuando terminabas te decían: «hala, a volar la milocha». Formula para que no pidieras nada más.

Teo Carpena
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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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