Los sueños son esa otra realidad que ocurre mientras dormimos y que, casi siempre, son más interesantes que lo que vivimos despiertos. Los sueños son la compensación justa a una vida corta: nos alargan la existencia y nos llevan a lugares desconocidos.
En mi familia, todos recordábamos con facilidad los sueños; algunas mañanas durante el desayuno nos reíamos mucho con los de mi abuelo. Eran siempre divertidos y los relataba imitando voces y gesticulando de manera exagerada; eran historias antiguas en ventorrillos llenos de humo. Un día nos contaba cómo unos jovenzuelos en el bar de Las Cascalas habían pedido una coca cola y los echaron a tortazos entre varios clientes que vestían como los legionarios romanos. Las taberneras eran de pechos turgentes y gritaban: “Aquí se bebe vino del pueblo o aguardiente”. Otro día, nos contaba que comiendo un plato de caracoles en la Zaranda a un amigo suyo se le apareció un ángel para anunciarle el nacimiento de su hijo.
—¿Pero eso no era a la Virgen María? —le preguntó mi madre.
—¡Púe! En los sueños y en las tabernas pasan cosas impredecibles, como en la Biblia —apostilló mi abuelo.
Nosotros escuchábamos asombrados y mi madre intentaba cambiar de tema, pero como nos tenía eclipsados, continuaba recitándonos la lista de aperitivos de La Zaranda y nos parecía imposible la existencia de manjares con nombres como recortes de sotanas, talones de muertos, pollas en vinagre o sostenes de tanguista. Mi abuelo conseguía atraparnos en sus relatos y nos trasladaba a la Yecla tabernaria y a nosotros eso nos divertía. Él no quería volver al pueblo, pero con sus historias nos abría una puerta a las fantasías yeclanas.
Los sueños de mi madre, por su parte, eran nostálgicos, mientras que los de mi padre eran mudos como en las películas de Charlot, aseguraba, pero a cámara lenta; y es que mi padre era un hombre pausado.
Mi hermana Jeanne era muy fantasiosa contando sueños; dudábamos de si se los inventaba intentando superar a mi abuelo, pues nos parecía imposible que le pasaran tantas cosas durante la noche y que las recordara con tantos detalles. Sophie, mi hermana pequeña, tenía pesadillas, y a media noche gritaba despertando a toda la familia, pero fue cumplir los doce años y empezó a tener también sueños disparatados.
Mis sueños, a pesar de mi educación académica francesa, siempre transcurrían en lugares desconocidos, pero en español, por eso, aunque parezca una simpleza, nunca quise perder la nacionalidad española. “Hay que obedecer a los sueños, ellos nos marcan el camino”, se decía en mi familia.
Lo curioso de mis padres y de mi abuelo es que todo lo que soñaban se desarrollaba en territorios del pasado; mi abuelo decía que era su maldición, a él le habría gustado soñar con Claudia Cardinale en alguna playa del mar Egeo, pero siempre soñaba con cerros llenos de esparto, con el aire revoloteando en las chimeneas y con personajes de la posguerra. A mis padres les pasaba lo mismo y soñaban con un pueblo que ya no existía.
Mi padre decía que había labrado más bancales yeclanos en sueños que en vida.
En mis sueños, siempre aparecían extraños paisajes con edificios ruinosos; por eso creo que los sueños son un territorio y que cada uno nace con el suyo.
En los sueños eróticos encuentras a gente dotada de una sensualidad exquisita y que besa de una manera tan dulce, que despertar es una autentica tortura, un desengaño; pero en las pesadillas somos perseguidos por sombras desconocidas; lo bueno es que despertamos siempre cuando estamos a punto de ser alcanzados y eso es un alivio.
Desde que vivo en Yecla, sueño con callejones oscuros y cuesta arriba que no soy capaz de subir; de vez en cuando viene Saturno ladrando a rescatarme. El pueblo que aparece en mis pesadillas siempre está vacío, con viento afilando las esquinas; parece una metáfora del aislamiento que estamos viviendo en este maldito año.
Quisiera soñar con el Canal du Midi, con sus laderas verdes y sus cinco esclusas. Pero el pardo de estos cerros se me ha agarrado a la retina.
Morfeo coronado con flores de adormidera es quien controla el trafico del recinto onírico y debe pensar lo mismo que mi abuelo, que solía decir que a un burro nunca hay que acercarse por detrás, que a un perro nunca de frente y que a un tonto por ningún lado. Y quizás por eso en sueños nunca he coincidido con tontos. Quiero aclarar que para ser tonto no importa la raza ni la nacionalidad, y que algunos tienen doctorado y cum laude.
A los abogados y a los psicólogos, el dios del sueño los deja entrar a cambio de que dejen sus togas y sus métodos debajo de la cama. A los artistas les abren las puertas de par en par, sin ellos no existirían colores ni sonidos ni belleza.
Cuando alguien dice que no sueña con colores, yo les digo que deje entrar a un pintor en su vida para ver qué bonito lo deja todo.
En el territorio de los sueños parece ser que dejan entrar con facilidad a los cabrones, creo que lo hacen para dar emoción al asunto.
Me gustaría también soñar con bares bulliciosos llenos de gente hablando a gritos como era habitual hasta marzo. Echo de menos ver a la gente besándose en las esquinas, y por eso vuelvo a los sueños a ver si encuentro alguna algarabía de la que huir.
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Yo he estado tres días en Londres, y sueño en Inglés. ..