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🍁 jueves 12 diciembre 2024
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Un gabacho y un inglés en la Mannix, por Teo Carpena

A finales de 2019, un tiempo que ahora parece muy lejano, vino a visitarme a Yecla mi amigo Ken y decidimos salir a gozar de la noche yeclana.

Fuimos a un par de tabernas para degustar queso frito, bacalao rebozado, rabo de cerdo, capellán con tomate y michirones; toda una fiesta para paladares refinados. Me hubiera gustado que probara los caracoles, pero no era la temporada; una pena. Aun así, fue toda una cena exótica para mi amigo, que quedó deslumbrado con nuestra gastronomía. Dimos un largo paseo y acabamos en un bar con música y poca luz.

Nada más entrar, unos zánganos mal vestidos y con cara de haber mamado muy mala leche, nos confundieron con unos rusos que les habían comprado no sé qué cosa y no les habían pagado. Pretendían cobrarnos la deuda a nosotros: Que si por mis cojones tal, que si por mis cojones cual.

Mi amigo y yo ya estábamos dispuestos a colocar en su sitio las narices de los cuatro gandules, pero gracias a la intermediación de un camarero con mucha sabiduría adquirida en años de aguantar a zopencos, y con más  inteligencia que entre los cuatro albercoques autóctonos juntos, la cosa no fue a más.

Ellos cambiaron de bar y nosotros pudimos disfrutar de nuestras cervezas y de nuestro encuentro. Mi amigo Ken es británico y decidió venir a conocer Yecla. Yo le propuse quedar en Alicante, pero él estaba muy interesado en conocer nuestro pueblo. Después de diez años sin vernos, teníamos ganas de juerga, pero en el bar había exceso de música indie de fondo. Ken pidió al camarero que nos pusiera a The Clash.

—Esa música es muy radical para ponerla aquí—dijo con mala cara, mientras nos ponía la primera cerveza.

—¡A menuda mierda de bares me traes!—. Miré para otro lado, las polémicas sobre música me aburren.

Ken tiene una teoría. Dice que la gente de las zonas de vinos (franceses y españoles, principalmente, mediterráneos en general) gritan mucho, se insultan, se cagan en dios y en las madres ajenas, pero son unos blandengues y unos gallinas a la hora de pelear. Según su teoría, la gente de la cerveza, es decir, todos los nórdicos, en una situación como la anterior habrían salido a la calle a calentar puños, se habrían partido la cabeza y después de aclarado el asunto, si hubiese quedado alguno en pie, se habrían bebido ocho o diez pintas juntos.

Es posible que sea cierto lo del vino y la cerveza, nunca entro en discusión con ese tema.

Cuando vivimos juntos en Londres no había día que no saliera a palos con alguien; yo mientras le guardaba la pinta de Guinness.

 —Los de la cerveza no somos rencorosos, la gente del vino sí. Se reconcomen, maceran el odio dentro. Mira a tu alrededor —me dice—. ¿No ves las caras de contención y de frustración sexual?

Le propuse salir a fumar para frenar el asunto, pues cuando se calienta no tiene freno.   

—En cualquier caso, ya no tenemos edad para andar peleando —le advertí—. A estas horas los de nuestra edad están abrazados a una bolsa de agua caliente y roncando.

—¡Los viejos rockeros nunca mueren, amigo! —A mí, esta frase me repatea, pero sé que Ken la aprendió en España y la repite a menudo, gritando con un acento británico inconfundible.

Yo soy solitario y mal encarado, lo suficiente como para crear una barrera infranqueable entre mis semejantes y yo. Ken, sin embargo, es mal encarado también, pero desafiante. De hecho, empezó a otear a la clientela después de la cuarta cerveza y decidí parar en seco el asunto. Propuse retirarnos.

Pero como insistía, y al fin y al cabo después de tanto tiempo la ocasión lo merecía, al pagar le pregunté al camarero por algún sitio que aguantara abierto hasta la madrugada y que acogiera a parroquianos de buena reputación. Me entendió a la primera y me dio las indicaciones correctas. Nos encaminamos hasta la Mannix. ¡Madre mía! Ken no cabía por la puerta, me decía que él no entraba ‘a un sitio de gnomos’. Nos dio la risa, imaginábamos a un puñado de gnomos bailando folklore eslavo.

Pero si la puerta es pequeña, dentro la cosa no cambia mucho. ¡Qué caras y qué miradas! Nos convertimos en el centro de atención. ¡Dos guiris en la Mannix! No había cerveza de grifo, pero el whisky escocés era del bueno y la clientela muy variada, aunque algunos parecían de reputación dudosa. Lo mejor de cada casa campaba vaso o tercio en mano y muy animado.

Sonaba reguetón. Los dos odiamos esa música, pero no sé que magia tiene este sitio, pues mi amigo se transformó, tomó la pista y a todo el mundo le hizo gracia. Resultaba divertido ver a un viejo guiri, alto y desgarbado moviéndose al son de los ritmos latinos. También hay que decir que a partir de la quinta pinta y del tercer whisky, a mi amigo le empieza a cambiar el carácter y ya no le importa socializar con los habitantes de las zonas vinícolas. A mí me da igual lo que tome, siempre me producen hastío los demás, así que me apalanqué en un rincón gozando de la escena.

Cuando salimos estaba amaneciendo.

Dormimos un par de horas. Mi cabeza parecía un nido de chicharras. Cuando estábamos desayunando pasó cerca de casa el sobrino de Concha en bicicleta, y decidió visitarnos.

—Estás loco, con el frío que hace ahora. ¿De dónde vienes?

—De dar una vueltecica de treinta kilómetros.

—Muchacho, eso no puede ser bueno. —Le conté lo de la Mannix y se partía de risa.

—Habéis conocido la esencia de nuestro pueblo. Ni la Iglesia Vieja, ni el Arabí, ni la Virgen del Castillo. A la Mannix hay que nombrarla monumento de interés cultural. Allí sí que saben acoger a los extranjeros y crear lazos de amistad e integración.

—Hombre una cosa es la diversión y otra muy distinta es la devoción —le corté.

—No hagas caso a Teo, es un místico incorregible —contestó Ken. Se presentaron entonces y, dos horas más tarde, entre el inglés y el deportista me habían vaciado la nevera de cervezas.

—Esto es lo mejor para la resaca —dijo el sobrino de Concha.

—¡Pero si tú eres deportista! —grité.

—Un día es un día, Teo.

—¡Arriba parias de la tierra! —Empezaron a gritar a dúo. Dos rojos borrachos, juntos en mi casa. Esto es el colmo. Abrí una botella de vino yeclano, era el único alcohol que quedaba, y puse unas tiras de tocino en las brasas.


Lee todos los artículos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

A finales de 2019, un tiempo que ahora parece muy lejano, vino a visitarme a Yecla mi amigo Ken y decidimos salir a gozar de la noche yeclana.

Fuimos a un par de tabernas para degustar queso frito, bacalao rebozado, rabo de cerdo, capellán con tomate y michirones; toda una fiesta para paladares refinados. Me hubiera gustado que probara los caracoles, pero no era la temporada; una pena. Aun así, fue toda una cena exótica para mi amigo, que quedó deslumbrado con nuestra gastronomía. Dimos un largo paseo y acabamos en un bar con música y poca luz.

Nada más entrar, unos zánganos mal vestidos y con cara de haber mamado muy mala leche, nos confundieron con unos rusos que les habían comprado no sé qué cosa y no les habían pagado. Pretendían cobrarnos la deuda a nosotros: Que si por mis cojones tal, que si por mis cojones cual.

Mi amigo y yo ya estábamos dispuestos a colocar en su sitio las narices de los cuatro gandules, pero gracias a la intermediación de un camarero con mucha sabiduría adquirida en años de aguantar a zopencos, y con más  inteligencia que entre los cuatro albercoques autóctonos juntos, la cosa no fue a más.

Ellos cambiaron de bar y nosotros pudimos disfrutar de nuestras cervezas y de nuestro encuentro. Mi amigo Ken es británico y decidió venir a conocer Yecla. Yo le propuse quedar en Alicante, pero él estaba muy interesado en conocer nuestro pueblo. Después de diez años sin vernos, teníamos ganas de juerga, pero en el bar había exceso de música indie de fondo. Ken pidió al camarero que nos pusiera a The Clash.

—Esa música es muy radical para ponerla aquí—dijo con mala cara, mientras nos ponía la primera cerveza.

—¡A menuda mierda de bares me traes!—. Miré para otro lado, las polémicas sobre música me aburren.

Ken tiene una teoría. Dice que la gente de las zonas de vinos (franceses y españoles, principalmente, mediterráneos en general) gritan mucho, se insultan, se cagan en dios y en las madres ajenas, pero son unos blandengues y unos gallinas a la hora de pelear. Según su teoría, la gente de la cerveza, es decir, todos los nórdicos, en una situación como la anterior habrían salido a la calle a calentar puños, se habrían partido la cabeza y después de aclarado el asunto, si hubiese quedado alguno en pie, se habrían bebido ocho o diez pintas juntos.

Es posible que sea cierto lo del vino y la cerveza, nunca entro en discusión con ese tema.

Cuando vivimos juntos en Londres no había día que no saliera a palos con alguien; yo mientras le guardaba la pinta de Guinness.

 —Los de la cerveza no somos rencorosos, la gente del vino sí. Se reconcomen, maceran el odio dentro. Mira a tu alrededor —me dice—. ¿No ves las caras de contención y de frustración sexual?

Le propuse salir a fumar para frenar el asunto, pues cuando se calienta no tiene freno.   

—En cualquier caso, ya no tenemos edad para andar peleando —le advertí—. A estas horas los de nuestra edad están abrazados a una bolsa de agua caliente y roncando.

—¡Los viejos rockeros nunca mueren, amigo! —A mí, esta frase me repatea, pero sé que Ken la aprendió en España y la repite a menudo, gritando con un acento británico inconfundible.

Yo soy solitario y mal encarado, lo suficiente como para crear una barrera infranqueable entre mis semejantes y yo. Ken, sin embargo, es mal encarado también, pero desafiante. De hecho, empezó a otear a la clientela después de la cuarta cerveza y decidí parar en seco el asunto. Propuse retirarnos.

Pero como insistía, y al fin y al cabo después de tanto tiempo la ocasión lo merecía, al pagar le pregunté al camarero por algún sitio que aguantara abierto hasta la madrugada y que acogiera a parroquianos de buena reputación. Me entendió a la primera y me dio las indicaciones correctas. Nos encaminamos hasta la Mannix. ¡Madre mía! Ken no cabía por la puerta, me decía que él no entraba ‘a un sitio de gnomos’. Nos dio la risa, imaginábamos a un puñado de gnomos bailando folklore eslavo.

Pero si la puerta es pequeña, dentro la cosa no cambia mucho. ¡Qué caras y qué miradas! Nos convertimos en el centro de atención. ¡Dos guiris en la Mannix! No había cerveza de grifo, pero el whisky escocés era del bueno y la clientela muy variada, aunque algunos parecían de reputación dudosa. Lo mejor de cada casa campaba vaso o tercio en mano y muy animado.

Sonaba reguetón. Los dos odiamos esa música, pero no sé que magia tiene este sitio, pues mi amigo se transformó, tomó la pista y a todo el mundo le hizo gracia. Resultaba divertido ver a un viejo guiri, alto y desgarbado moviéndose al son de los ritmos latinos. También hay que decir que a partir de la quinta pinta y del tercer whisky, a mi amigo le empieza a cambiar el carácter y ya no le importa socializar con los habitantes de las zonas vinícolas. A mí me da igual lo que tome, siempre me producen hastío los demás, así que me apalanqué en un rincón gozando de la escena.

Cuando salimos estaba amaneciendo.

Dormimos un par de horas. Mi cabeza parecía un nido de chicharras. Cuando estábamos desayunando pasó cerca de casa el sobrino de Concha en bicicleta, y decidió visitarnos.

—Estás loco, con el frío que hace ahora. ¿De dónde vienes?

—De dar una vueltecica de treinta kilómetros.

—Muchacho, eso no puede ser bueno. —Le conté lo de la Mannix y se partía de risa.

—Habéis conocido la esencia de nuestro pueblo. Ni la Iglesia Vieja, ni el Arabí, ni la Virgen del Castillo. A la Mannix hay que nombrarla monumento de interés cultural. Allí sí que saben acoger a los extranjeros y crear lazos de amistad e integración.

—Hombre una cosa es la diversión y otra muy distinta es la devoción —le corté.

—No hagas caso a Teo, es un místico incorregible —contestó Ken. Se presentaron entonces y, dos horas más tarde, entre el inglés y el deportista me habían vaciado la nevera de cervezas.

—Esto es lo mejor para la resaca —dijo el sobrino de Concha.

—¡Pero si tú eres deportista! —grité.

—Un día es un día, Teo.

—¡Arriba parias de la tierra! —Empezaron a gritar a dúo. Dos rojos borrachos, juntos en mi casa. Esto es el colmo. Abrí una botella de vino yeclano, era el único alcohol que quedaba, y puse unas tiras de tocino en las brasas.


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Teo Carpena
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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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