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🍁 viernes 22 noviembre 2024
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Idilio amoroso: Marta Muñoz

Conocí a Marta Muñoz una noche de verano durante la verbena de La Corredera; creo que era a finales de los sesenta.

En un escenario montado bajo la torre del reloj, un grupo local tocaba canciones que todo el mundo conocía, menos yo. Ella lucía una minifalda de cuadros azules, y al caminar bamboleaba su larga melena. Una brisa veraniega movía las banderolas de papel, mis amigos reían de no sé qué cosa y medio pueblo estaba aquí, en la plaza. Yo me había fijado varias veces en Marta, y cuando la miraba, ella hacía como que no se daba cuenta. Me llamaban el francés, pue estaba de vacaciones en el pueblo.

No recuerdo con claridad cómo empezó nuestro idilio amoroso; fueron tres semanas de intensas emociones en un caluroso verano.
Una noche, al despedirnos en la esquina de su casa (yo al día siguiente volvía a Francia) me preguntó si le escribiría y le dije que sí, que cada día le mandaría una carta. Ella me regaló un dibujo y me lanzó la mirada más cálida que jamás se lanzó a nadie. Le escribí más de cien cartas, que ella contestó con el mismo entusiasmo.

Todo empezó en esta plaza, bajo este reloj donde ahora suenan siete campanadas. No sé si los lugares donde empiezan o donde terminan las historias amorosas tienen importancia, pero he vuelto aquí para ver si en el aire o en las piedras que nos vieron besarnos quedó alguna huella de aquella noche, cuando bailamos una canción de las que llamábamos lentas y juntamos nuestras mejillas; las suyas ardían, mis manos torpes temblaban, olí su pelo y su cuello y un culebreo eléctrico me recorrió el cuerpo cuando me besó.

Volvimos a encontrarnos años más tardes en París, los dos estábamos de paso y a pesar del tiempo transcurrido, la pasión entre nosotros no había perdido intensidad y pasamos un año de intenso amor y estrecheces económicas. Al despedirnos me dijo con voz susurrante: «Te buscaré en este mundo o en el otro y te encontraré». Llevo toda la noche dando vueltas a la maldita frase…

Ahora, más de cincuenta años después, en esta plaza donde ya no se celebra aquella fiesta, en este pueblo donde ya no vive Marta y en este país, que ya no tiene nada que ver con aquel país ni con aquella vida, estoy sentado en un banco de hierro frio, regresando a otro tiempo. Es de madrugada y no se oye ni se ve a nadie por la calle.

Necesito pensar, la noche es demasiado larga…

La luna está a punto de desaparecer y esta torre me tienen preso de nostalgia.

Me he convertido en padre y en abuelo de un día para otro; resulta extraño. Lucía y César lo están poniendo fácil y me muestran más cariño del que merezco; Ana lo ha entendido y hasta se han vuelto cómplices. Me cuesta trabajo decir hija y nieto; son palabras que la gente empieza a decir poco a poco, yo las he empezado a pronunciar de un día para otro.

Todo esto me tiene desconcertado. Ser hijo era más fácil.

Cuando Lucía me llama padre me recorre la espalda un escalofrío que se alarga durante horas; dice que tenemos que ponernos al día. Me gusta que me cuente su vida, pero a mí me angustia enfrentarme al pasado y lo grave es que cuando me mira veo los ojos de su madre y siento un atisbo de culpa.

Éramos muy jóvenes cuando Marta y yo nos separamos; ella se quedó en París, yo no sabía nada sobre el embarazo, ella quizás tampoco y ahora me pregunto qué habría pasado de haber sabido en ese momento que íbamos a ser padres. Lucía me dice que eso ahora no tiene importancia, que les fue bien y que su madre no necesitaba a nadie para salir adelante.

Marta tenía unos ojos vivaces y oscuros, afortunadamente nuestra hija heredó la mirada de su madre.

Las campanadas del reloj de la plaza suenan estridentes, dan las siete por segunda vez como un eco metálico, el sol comienza a iluminar las fachadas. Bajo por la calle San Francisco tarareando la melodía de una vieja canción francesa que habla de ausencias. ¿Estará el inconsciente mandándome algún mensaje subliminal o será Marta desde el otro mundo llamándome cobarde?

Llegando a casa veo a lo lejos a Saturno y a César corretear por unos bancales secos y descubro que mi amigo y vecino ha encendido una hoguera. Desde que fue abducido por unos extraterrestres adivina el futuro y barrunta los pesares ajenos.

―Esto no son horas para una barbacoa ―le digo. 

Me contesta muy serio:

―Estoy encendiendo fuego para quemar tus miedos y los míos, compañero.


Relatos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Conocí a Marta Muñoz una noche de verano durante la verbena de La Corredera; creo que era a finales de los sesenta.

En un escenario montado bajo la torre del reloj, un grupo local tocaba canciones que todo el mundo conocía, menos yo. Ella lucía una minifalda de cuadros azules, y al caminar bamboleaba su larga melena. Una brisa veraniega movía las banderolas de papel, mis amigos reían de no sé qué cosa y medio pueblo estaba aquí, en la plaza. Yo me había fijado varias veces en Marta, y cuando la miraba, ella hacía como que no se daba cuenta. Me llamaban el francés, pue estaba de vacaciones en el pueblo.

No recuerdo con claridad cómo empezó nuestro idilio amoroso; fueron tres semanas de intensas emociones en un caluroso verano.
Una noche, al despedirnos en la esquina de su casa (yo al día siguiente volvía a Francia) me preguntó si le escribiría y le dije que sí, que cada día le mandaría una carta. Ella me regaló un dibujo y me lanzó la mirada más cálida que jamás se lanzó a nadie. Le escribí más de cien cartas, que ella contestó con el mismo entusiasmo.

Todo empezó en esta plaza, bajo este reloj donde ahora suenan siete campanadas. No sé si los lugares donde empiezan o donde terminan las historias amorosas tienen importancia, pero he vuelto aquí para ver si en el aire o en las piedras que nos vieron besarnos quedó alguna huella de aquella noche, cuando bailamos una canción de las que llamábamos lentas y juntamos nuestras mejillas; las suyas ardían, mis manos torpes temblaban, olí su pelo y su cuello y un culebreo eléctrico me recorrió el cuerpo cuando me besó.

Volvimos a encontrarnos años más tardes en París, los dos estábamos de paso y a pesar del tiempo transcurrido, la pasión entre nosotros no había perdido intensidad y pasamos un año de intenso amor y estrecheces económicas. Al despedirnos me dijo con voz susurrante: «Te buscaré en este mundo o en el otro y te encontraré». Llevo toda la noche dando vueltas a la maldita frase…

Ahora, más de cincuenta años después, en esta plaza donde ya no se celebra aquella fiesta, en este pueblo donde ya no vive Marta y en este país, que ya no tiene nada que ver con aquel país ni con aquella vida, estoy sentado en un banco de hierro frio, regresando a otro tiempo. Es de madrugada y no se oye ni se ve a nadie por la calle.

Necesito pensar, la noche es demasiado larga…

La luna está a punto de desaparecer y esta torre me tienen preso de nostalgia.

Me he convertido en padre y en abuelo de un día para otro; resulta extraño. Lucía y César lo están poniendo fácil y me muestran más cariño del que merezco; Ana lo ha entendido y hasta se han vuelto cómplices. Me cuesta trabajo decir hija y nieto; son palabras que la gente empieza a decir poco a poco, yo las he empezado a pronunciar de un día para otro.

Todo esto me tiene desconcertado. Ser hijo era más fácil.

Cuando Lucía me llama padre me recorre la espalda un escalofrío que se alarga durante horas; dice que tenemos que ponernos al día. Me gusta que me cuente su vida, pero a mí me angustia enfrentarme al pasado y lo grave es que cuando me mira veo los ojos de su madre y siento un atisbo de culpa.

Éramos muy jóvenes cuando Marta y yo nos separamos; ella se quedó en París, yo no sabía nada sobre el embarazo, ella quizás tampoco y ahora me pregunto qué habría pasado de haber sabido en ese momento que íbamos a ser padres. Lucía me dice que eso ahora no tiene importancia, que les fue bien y que su madre no necesitaba a nadie para salir adelante.

Marta tenía unos ojos vivaces y oscuros, afortunadamente nuestra hija heredó la mirada de su madre.

Las campanadas del reloj de la plaza suenan estridentes, dan las siete por segunda vez como un eco metálico, el sol comienza a iluminar las fachadas. Bajo por la calle San Francisco tarareando la melodía de una vieja canción francesa que habla de ausencias. ¿Estará el inconsciente mandándome algún mensaje subliminal o será Marta desde el otro mundo llamándome cobarde?

Llegando a casa veo a lo lejos a Saturno y a César corretear por unos bancales secos y descubro que mi amigo y vecino ha encendido una hoguera. Desde que fue abducido por unos extraterrestres adivina el futuro y barrunta los pesares ajenos.

―Esto no son horas para una barbacoa ―le digo. 

Me contesta muy serio:

―Estoy encendiendo fuego para quemar tus miedos y los míos, compañero.


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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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