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domingo, noviembre 16, 2025 🍂 🎺
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La hora azul

La doctora Muñoz está empeñada en mandarme al psiquiatra para que acabe con mis visiones; no pienso permitir que me traten como a un enfermo. Mis visiones atemporales y en otras dimensiones me ofrecen experiencias a las que no quiero renunciar.

Justo después de que el sol se oculte detrás del horizonte, el cielo adquiere por un rato un misterioso color azul intenso. Es un intermedio antes de que se imponga la oscuridad y de que las estrellas aparezcan. A esa hora de la tarde, que llaman la hora azul, salgo a pasear por el campo y me invade una ola de nostalgia o de misticismo que no sé bien a qué se debe, pero me gusta.

Ayer, sobre un montículo donde había visto atardecer, cerré los ojos un instante. Cuando los abrí, encontré una imagen apoteósica: miles de soldados descansaban en una vaguada, cerca de un riachuelo alumbrado por antorchas o lámparas de sebo. Abrí los ojos todo lo que pude, me froté los párpados, no estaba soñando. Al ver el espectáculo pensé que sería el preámbulo de un mercadillo medieval de esos que abundan en cientos de plazas de España, o las recreaciones históricas —con batallas incluidas— que, tan teatrales, representan aficionados al medievo. Pero no, esto era real y al mismo tiempo dramático: todos los que poblaban la zona estaban heridos de muerte.

Escuché a mi espalda una voz ronca y quejumbrosa:
—Son soldados persas, mongoles, sajones, turcos, franceses y españoles… soldados sin graduación, soldados desconocidos, de esos que caen por miles y nadie homenajea. Fuimos vencidos por tormentas de arena, por el frío, por imperios más fuertes o por la traición de hermanos.

Era un caballero de las cruzadas con el morrión oxidado, enjuto y con las manos llenas de sangre, de barro y con barba de tres años. Montó unas cajas de madera a modo de tribuna, levantó orgulloso su frente herida e inició una arenga:
—¡No os avergoncéis, hermanos, nosotros somos los que ganamos la gloria! Los vencedores escribieron la historia, nosotros ganamos el cielo. ¿Que para qué sirve el cielo? Para nada, y esa es nuestra grandeza: nosotros no necesitamos el poder, tenemos la verdad y la razón. Dios está de nuestra parte.

Algunos empezaban a emocionarse, muchos levantaban el puño en señal de apoyo, otros se llevaban la mano al pecho como muestra de sincera entrega y siguió el orador:
—Nuestras viudas nos lloraron, nuestros nietos alabaron nuestras hazañas y servimos de ejemplo para todos los parias del mundo.

Tomó aire, los bronquios le sonaban tan ásperos como su voz y continuó:
—¡Los vencedores de hoy serán perdedores mañana y la justicia divina acabará imponiéndose!

Yo asistía como espectador pasivo. Un caballo marrón, al que le brillaban los ojos como si de ellos naciera el fuego, me reconoció; sabía que aquel no era mi tiempo, pero no dijo nada. Adivinó en mi cara de asombro que estaba aprendiendo una hermosa lección. El caballero, desarmado pero orgulloso, lanzó un último mensaje lleno de fervor:
—¡Viva el fracaso, viva la derrota y viva la vida eterna de los perdedores!

¡Viva, viva y viva! —gritaron emocionados todos—. Era una multitud de desarrapados y, por detrás de un pinar, desaparecieron con el paso firme que marcaban unos tamborileros venidos de Flandes.
Se hizo un silencio largo. Me fui a casa.

Dormí mal. Al amanecer, cuando la primera luz del día puebla las calles de vida, me encaminé a mi taller y encontré en un cruce de calles a una cuadrilla de obreros que cerraba una zanja; acababan de arreglar una avería del servicio de alcantarillado. Habían trabajado toda la noche. La calle estaba embarrada.

El encargado era idéntico al caballero enjuto del morrión oxidado, pero iba montado en un tractor que recogía tierra y viejas tuberías. Se silenció el compresor, los peones guardaban las herramientas en una furgoneta; otros operarios sudorosos y con la cara teñida de negro repartían hormigón asfáltico por la calzada. Hacía un calor tremendo, se refrescaban con agua de un botijo ennegrecido. Cuando acabaron la faena, también desaparecieron con sus máquinas, sus martillos y sus derrotas, como los otros, dejando un rastro de silencio.

Los soldados dejaron en el aire polvo y un olor amargo de humo y de muerte, y los obreros dejaron un olor ácido y dulzón, mezcla de sudor y alquitrán.

Vicente Chumilla
Vicente Chumilla
Pintor y grabador yeclano. Colaborador de elperiodicodeyecla.com con artículos sobre Yecla o temas relacionados con el arte y su localidad natal.

La doctora Muñoz está empeñada en mandarme al psiquiatra para que acabe con mis visiones; no pienso permitir que me traten como a un enfermo. Mis visiones atemporales y en otras dimensiones me ofrecen experiencias a las que no quiero renunciar.

Justo después de que el sol se oculte detrás del horizonte, el cielo adquiere por un rato un misterioso color azul intenso. Es un intermedio antes de que se imponga la oscuridad y de que las estrellas aparezcan. A esa hora de la tarde, que llaman la hora azul, salgo a pasear por el campo y me invade una ola de nostalgia o de misticismo que no sé bien a qué se debe, pero me gusta.

Ayer, sobre un montículo donde había visto atardecer, cerré los ojos un instante. Cuando los abrí, encontré una imagen apoteósica: miles de soldados descansaban en una vaguada, cerca de un riachuelo alumbrado por antorchas o lámparas de sebo. Abrí los ojos todo lo que pude, me froté los párpados, no estaba soñando. Al ver el espectáculo pensé que sería el preámbulo de un mercadillo medieval de esos que abundan en cientos de plazas de España, o las recreaciones históricas —con batallas incluidas— que, tan teatrales, representan aficionados al medievo. Pero no, esto era real y al mismo tiempo dramático: todos los que poblaban la zona estaban heridos de muerte.

Escuché a mi espalda una voz ronca y quejumbrosa:
—Son soldados persas, mongoles, sajones, turcos, franceses y españoles… soldados sin graduación, soldados desconocidos, de esos que caen por miles y nadie homenajea. Fuimos vencidos por tormentas de arena, por el frío, por imperios más fuertes o por la traición de hermanos.

Era un caballero de las cruzadas con el morrión oxidado, enjuto y con las manos llenas de sangre, de barro y con barba de tres años. Montó unas cajas de madera a modo de tribuna, levantó orgulloso su frente herida e inició una arenga:
—¡No os avergoncéis, hermanos, nosotros somos los que ganamos la gloria! Los vencedores escribieron la historia, nosotros ganamos el cielo. ¿Que para qué sirve el cielo? Para nada, y esa es nuestra grandeza: nosotros no necesitamos el poder, tenemos la verdad y la razón. Dios está de nuestra parte.

Algunos empezaban a emocionarse, muchos levantaban el puño en señal de apoyo, otros se llevaban la mano al pecho como muestra de sincera entrega y siguió el orador:
—Nuestras viudas nos lloraron, nuestros nietos alabaron nuestras hazañas y servimos de ejemplo para todos los parias del mundo.

Tomó aire, los bronquios le sonaban tan ásperos como su voz y continuó:
—¡Los vencedores de hoy serán perdedores mañana y la justicia divina acabará imponiéndose!

Yo asistía como espectador pasivo. Un caballo marrón, al que le brillaban los ojos como si de ellos naciera el fuego, me reconoció; sabía que aquel no era mi tiempo, pero no dijo nada. Adivinó en mi cara de asombro que estaba aprendiendo una hermosa lección. El caballero, desarmado pero orgulloso, lanzó un último mensaje lleno de fervor:
—¡Viva el fracaso, viva la derrota y viva la vida eterna de los perdedores!

¡Viva, viva y viva! —gritaron emocionados todos—. Era una multitud de desarrapados y, por detrás de un pinar, desaparecieron con el paso firme que marcaban unos tamborileros venidos de Flandes.
Se hizo un silencio largo. Me fui a casa.

Dormí mal. Al amanecer, cuando la primera luz del día puebla las calles de vida, me encaminé a mi taller y encontré en un cruce de calles a una cuadrilla de obreros que cerraba una zanja; acababan de arreglar una avería del servicio de alcantarillado. Habían trabajado toda la noche. La calle estaba embarrada.

El encargado era idéntico al caballero enjuto del morrión oxidado, pero iba montado en un tractor que recogía tierra y viejas tuberías. Se silenció el compresor, los peones guardaban las herramientas en una furgoneta; otros operarios sudorosos y con la cara teñida de negro repartían hormigón asfáltico por la calzada. Hacía un calor tremendo, se refrescaban con agua de un botijo ennegrecido. Cuando acabaron la faena, también desaparecieron con sus máquinas, sus martillos y sus derrotas, como los otros, dejando un rastro de silencio.

Los soldados dejaron en el aire polvo y un olor amargo de humo y de muerte, y los obreros dejaron un olor ácido y dulzón, mezcla de sudor y alquitrán.

Vicente Chumilla
Vicente Chumilla
Pintor y grabador yeclano. Colaborador de elperiodicodeyecla.com con artículos sobre Yecla o temas relacionados con el arte y su localidad natal.
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Pintor y grabador yeclano. Colaborador de elperiodicodeyecla.com con artículos sobre Yecla o temas relacionados con el arte y su localidad natal.
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